Quisiera escribir hoy sobre mi hermano Tomás.
Sentado aquí, ante la pantalla del ordenador, me llegan en
tropel muchísimos recuerdos junto a él, especialmente algunos de nuestra niñez.
Cómo me gustaría ser capaz de plasmarlos
todos si fuera posible.
Puedo ver perfectamente aquel cartel que colgábamos en la
puerta de nuestra habitación: “
OFICINA. NO MOLESTAR”, y a nosotros dentro,
pasando horas y horas de los fines de semana dibujando robots (brutos mecánicos
les llamábamos) que después
coloreábamos, recortábamos y pegábamos en la pared, movidos por la pasión
por aquel
Mazinger Z, que nos mantenía
hipnotizados ante la tele.
Era impresionante entrar y ver aquella explosión de colores,
desde el suelo hasta el techo. Nuestra abuela renegaba al ver tanto papelote
“marraneando la pared”; en cambio
nuestra madre nos guiñaba el ojo, permitiendo que decoráramos la habitación a
nuestro gusto.
Puedo escucharnos gritar de júbilo cuando nos llovían grandes
puñados de
sobres de cromos que parecían caer desde el techo sobre nuestras
cabezas; aquella magia en las que nuestro padre tanto tenía que ver.
Pensar en mi hermano es recordar aquella gran colección de
indios de plástico que fuimos reuniendo con los años. En lo orgullosos que
estábamos de aquel auténtico poblado sioux
que montamos alrededor de un olivo (en un terreno que le compramos a nuestro padre por 1000 pesetas :-D) Le supimos
construir de todo: sus tiendas, sus
corrales y hasta su hoguera humeante.
Mi hermano y yo fuimos compañeros de mil juegos y aventuras.
Tuvimos varios escondites secretos: en el trastero, en cabañas, en un árbol muy
frondoso… Nos atrevíamos a entrar en las casas de campo de los vecinos sin ser
vistos, jugando a que éramos ladrones (aquella insensatez de la corta edad)
En nuestra vida apareció Tranquilo, un perro fiel que al que adorábamos, y
después Finger, una hermosa perra que parecía su reencarnación.
Disfrutamos con un
burro, con dos caballos, con muchos gatos y una gran variedad de aves.
Siempre he reconocido que fui en muchas ocasiones el hermano
abusón que sacaba provecho por ser el mayor. Yo
siempre era el Jefe y me hacía llamar Jerry, y él, Tom,
estaba a mis órdenes y obligado siempre a obedecerme. Sí, un abusón, ya lo he dicho.
El puntillo borde con él, y más adelante con mis hermanos
pequeños, siempre lo tuve, pero apelo en
mi descargo el no tener la culpa de haber nacido diablo, y, como tal, necesitar
dar rienda suelta a mi naturaleza.
Muchas veces la maldad fue involuntaria (o eso creo), como aquella vez,
jamás lo olvidaré, en la que no tuve mejor idea que lanzar un revolver de juguete al aire. Era de juguete, sí, pero de hierro, y fue a dar en plena cabeza de Tomás, con toda
la fuerza de su peso macizo.
En mi vida he vuelto a ver
sangrar de aquella manera.
En cuestión de segundos mi hermano se volvió rojo. Pelo,
cara, cuello, ropa… todo se cubrió de sangre. Recuerdo que, tembloroso ante semejante espectáculo (y ante la bronca que me iba a caer) le tomé de la
manga de la camisa y lo llevé ante mis padres que se llevaron el susto del
siglo. Aún puedo ver las cejas de mi padre
subiendo de golpe hasta la frente al
verle.
Le taponaron la herida, le quitaron la ropa, le ducharon…
Minutos después volvíamos a jugar juntos como si nada hubiera ocurrido.
Rondábamos entonces por el leñero, buscando algún palo. Me encontré
por allí una caja de puros vacía. La miré pensando en alguna utilidad pero la
deseché, lanzándola con fuerza hacia atrás, donde casualmente estaba mi hermano,
que la detuvo con toda su cara. ¡Y otra vez que me tocó llevarle ante mis
padres porque el pobre sangraba por la nariz que daba gusto!
Es curioso, no recuerdo en absoluto las broncas que me
debieron caer, pero un susto doble como aquel, bien las merecieron.
Siempre juntos hacia el cole y a clases particulares, nos
divertía imitar en casa a nuestros
profesores, poner motes a toda la gente con la que tratábamos y grabar parodias
de todos ellos y de otros inventados.
Nos comentábamos qué compañeras nos gustaban, y de
vacaciones en un pueblo, jugando a la botella, experimentamos los primeros
besos con chicas.
No fue Tomás nunca un acusica y encubrió muchas de mis
trastadas, y le recuerdo incluso ayudándome a acostarme tras alguna buena cogorza de juventud.
Las veces que más a gusto he reído han sido con él, con su
forma de contar las cosas.
Recuerdo que con el chiste de Cenicienta y la sandía
me revolqué literalmente por el suelo en
carcajadas que se prolongaron durante
todo el día, en continuos rebrotes de risa hasta las lágrimas. (Un día he de pedirle una
colaboración por aquí, para que se desahogue una vez más imaginando que es un científico
que tuviera la posibilidad de manipular todos esos genes defectuosos de los hombres. Es para partirse)
Tomás se ha mantenido firme en una decisión que tomó desde bien joven: que
no pensaba casarse ni tener hijos jamás. Ambas
cosas le parecían, ahora y entonces, un horror.
Sin embargo – dice él- me gustaría tener nietos cuando sea
viejo. Y mimarles y malcriarles y devolverlos a sus padres cuando me agobiaran
(pero esos padres no serían hijos de él, curiosamente)
Por eso su labor como tío la lleva a cabo tan bien. Los sobrinos le buscan para muchas cosas, como
para que les tatúe con boli en la piel esos dibujos tan chulos que hace, por ejemplo. O para esos masajes perfectos que sabe dar. Y
cuando le cargan, desaparece sin dudarlo.
Aunque, a decir verdad, no se puede decir que no tenga mi hermano "
un hijo".
Si hay algo en lo que toda la familia coincidimos a la hora
de definir a Tomás es que es todo bondad.
Transparente, noble y sin posibilidad de que te enfades con él,
porque él, además, nunca se enfada con
nadie. Precisamente esa ausencia de malicia y exceso de confianza en la
gente le ha ocasionado algún que otro
revés en la vida. Totalmente injusto siendo él.
Me extendería en mil recuerdos dignos de ser contados, pero terminaré con uno que me ha quedado muy
grabado.
Estábamos él y yo en el coche de nuestra madre, esperando
que ella volviera de hacer alguna compra. Tendría yo entre 10 y 12 años, y él
dos menos. No recuerdo por qué estaba yo muy borde con él, furioso por algo que
había sucedido. Cuanto más hacía él
porque se me pasara el enfado, peor me portaba yo.
Entonces se bajó del coche y se acercó hasta un kiosco
cercano.
Con las pocas monedas que tendría en el bolsillo de la paga que nos
daba nuestra madre, me compró un par de
tebeos, porque sabía cuánto me gustaban. Volvió al coche y me los regaló.
Pero, imbécil de mí, se los devolví con desprecio, diciendo
que los tenía repetidos.
Me arrepentí al instante de haberlo dicho, pero es que el
arrepentimiento me dura hasta hoy.
Si pudiera rebobinar y volver a aquel
momento, me abofetearía a mí mismo por tonto.
Desde entonces siempre me ha emocionado
recordar aquel gesto tan bonito que tuvo
mi hermano conmigo y que nunca le
agradecí.
Así que, querido
hermano, hoy te voy a dar las gracias por aquello y por un millón de cosas
más.
Y ya que había hablado en el blog de
Fran, y posteriormente de
Ana, y aún me quedaba por presentarte a ti, qué mejor
que hacerlo hoy,
en el día de tu cumpleaños.
¿No te parece mentira
que haya pasado tanto tiempo desde que dejáramos de ser aquellos dos
niños tan unidos? La vida nos ha ido
sumando años, y sí, dejamos de ser niños, pero afortunadamente nunca hemos
dejado de estar unidos.
Créete que hoy no me ha costado nada dar tan solo un
paso atrás y volver a jugar a los indios contigo bajo nuestro olivo.
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Muchas felicidades, hermano, y gracias por ser como eres.
Este video es para ti.