Por alguna razón que no alcanzo a comprender, aún me
llega la señal de Wi-Fi.
Sin más electricidad que la que me proporciona la turbina
de viento, escribo sin descanso desde la puesta de sol hasta cerca del
amanecer.
Con los cerrojos echados, las persianas bajadas, refrescándome en silencio con una esponja que humedezco del cubo a mis pies.
El tiempo en estas horas parece ir posándose en el suelo
hasta quedar inmóvil, como si pesara tanto que le resultara imposible
seguir avanzando.
Pero siempre vuelve a amanecer.
Amanecer es mi mayor alivio.
Y mi mayor angustia también.
Solo salgo a la
luz del sol si es absolutamente imprescindible y tan solo lo hago si las
cigarras cantan con fuerza.
Mientras cante una cigarra sé que no habrá peligro.
Las tardes grises o los días de viento que hacen
enmudecer a los insectos continúo en la
casa sin atreverme a subir las persianas siquiera.
Y el silencio es tan denso
como el aire de una tumba.
Aquí dentro el calor es sofocante. Sé que debería huir a
las cuevas de la Espina, tal vez haya gente refugiada en aquella zona. Pero para eso he de salir de aquí, y aún no me atrevo.
No me atrevo.
Quizás las
cigarras sean los únicos seres vivos en kilómetros a la redonda.
Las cigarras y yo, si me cuento como un ser y haciendo un
gran esfuerzo por considerarme vivo.
Anoche, mientras llenaba el cubo del aljibe, pensé en aquellos meses de
2015 que me hicieron aborrecer el verano
para siempre. Y recordé cuánto desprecie a los meteorólogos de la tele, que
sonreían al decir que se marchaba la sexta ola de calor, pero que
llegaba la séptima con más fuerza.
Y después... aquel otoño
en el que todo acabó.
¡Maldito sol que hizo mutar las plantas, las flores, los
frutos…!
¡¡Maldito Hombre Cacahuete!!
Gracias a Dios que las cigarras te dan miedo y que aún no
me has encontrado.