
Los dos dábamos por hecho
que aún quedaba una semana para que llegara el Día D; por eso no esperaba que
aquella mañana mi mujer me llamara al trabajo.
—¿Puedes venir? Creo que ha
llegado el momento.
—¿¡Cómo!? ¿En serio?
—Tengo contracciones cada
veinte minutos...
—¡Espera! ¡Salgo para allá!
Bajé las escaleras a saltos,
me despedí de los compañeros a gritos y salí de Elche más contento que
nervioso.
A mitad de camino la llamé
para saber cómo iba todo.
—Bien —decía, con poca
seguridad en la voz—, pero no tardes, ¿eh? Que el dolor me viene cada vez más a
menudo.
Cuando llegué a casa ya
estaba dispuesta en la puerta con una gran bolsa de tela en la que guardaba
todo lo necesario para la ocasión. La había estado ultimando mientras me
esperaba. A previsora no hay quien le gane.
Tenía la cara desencajada,
algo lógico cuando cada cinco minutos el dolor la hacía retorcerse. Subimos al
coche y me encaminé hacia el hospital.
Yo iba muy tranquilo. La
alegría era más grande que cualquier otra sensación, así que me limitaba a
decirle que no se preocupara y que respirara hondo: cosas absurdas que suelen
decir los maridos a las esposas que están a punto de dar a luz y que parece que
no funcionan en absoluto.
Mi mujer se aferraba con una
mano a la manivela de la puerta y con la otra a mi brazo derecho,
dificultándome los movimientos al cambiar de marcha. A intervalos se arqueaba
con el cuerpo en tensión, como si en esos momentos un resorte la levantara del
asiento. Recuerdo, no obstante —sí, lo sé, muy cruel por mi parte—, que aunque
no dejaba de alentarla, tenía ganas de echarme a reír. Me divertía enormemente
el inusual momento que estaba viviendo. Influía en mi ánimo, sobre todo, el
hecho de que el hospital estaba muy cerca y sabía que llegaríamos enseguida.
Antes de que la ingresaran
le recordé mi deseo de estar presente en el parto, por lo que ella misma debía
solicitar mi presencia una vez dentro. Era algo que me hacía mucha ilusión y
que ya le habíamos comentado al ginecólogo en todas las visitas. Me preocupaba
que no accedieran a mi petición después de haber oído que algunos médicos no
querían repetir la experiencia de ayudar a nacer a un niño mientras el padre
yacía como un fardo en el suelo, con la cara blanca como el mármol, mareado
ante la visión de tanta sangre.
Yo estaba seguro de poder
soportarlo y esperaba a que me llamaran. Mientras tanto, empecé a telefonear a
toda la familia con un gozo que no me cabía en el cuerpo.
Como los minutos pasaban y
nadie salía a permitirme el paso, me armé de valor y entré sin permiso. Una
enfermera me llamó la atención, y le expliqué que solo quería estar con mi
mujer.
—Lo siento, pero si quiere
entrar tendrá que ponerse pantalones largos. No está permitido el acceso así.
Quién iba a suponerlo: hacía
calor y yo llevaba pantalones cortos, por lo que no tuve más remedio que,
maldiciendo mi suerte, salir en estampida hacia casa para cambiarme. Corriendo
por el pasillo coincidí con mis suegros y uno de mis cuñados, que llegaban en
ese momento. Sin disminuir el paso, les advertí que volvía enseguida.
—¿Pero adónde vas? —gritaron
al unísono.
—¡A ponerme otros
pantalones; no me dejan entrar así!
Lo que son las cosas: toda
la tranquilidad que me había acompañado hasta ese momento se esfumó al
instante. Los minutos que perdí volviendo a casa para ponerme “decente” me
pusieron nerviosísimo. Me imaginaba a mi mujer dando a luz a nuestro hijo sin
que yo estuviera presente, y no daba pie con bola.
Para colmo de males, la
vuelta al hospital fue desquiciante. Todos los semáforos se ponían en rojo al
verme llegar. Un coche frenó delante de mí para aparcar con muchísimas
maniobras, y me terminó rematando la viejecita a la que le apeteció cruzar a la
impresionante velocidad de un caracol. Si aquello no fue una conspiración
contra mi persona, no sé qué lo fue.
Y todo para pronto advertir
lo absurda que había sido semejante carrera.
—Te has ido tan rápido —me
dijo mi cuñado al volver a verme— que no he podido decirte que podíamos
habernos intercambiado los pantalones.
Me volví a tranquilizar cuando, con gorrito verde en cabeza y pies, pude entrar y ver de nuevo a mi mujer, «todavía entera», echada en una camilla. Le tomé las manos. Me contó que estaba empapada porque le habían pinchado la placenta para que rompiera aguas y el líquido le había llegado hasta el pelo. Yo le soplaba en la cara; ella solo tenía ganas de terminar con aquello.
En esos momentos una mujer
estaba dando a luz en el paritorio y le gritaban que empujara. Unos minutos
después —que a mi mujer le debieron de parecer siglos—, era a ella a quien
gritaban:
—Vamos, con más fuerza. Lo
estás haciendo muy bien, Mari Carmen. Venga, campeona, ¡empuja fuerte!
Y yo, a su lado, con la mano
aprisionada por lo que parecían las garras de una bestia, me sentía una
miniatura sin importancia ante la descomunal fuerza que transmitía su rostro
encendiéndose en cada empuje.
—Venga —le decían—, no
pares, ahora con todas tus fuerzas, que ya asoma la cabeza.
Fue entonces cuando el
médico me hizo un gesto para que me acercara a mirar. Y yo, que casi era un
guiñapo asustado pegado a la cara de mi mujer, me levanté justo a tiempo de ver
cómo mi hijo Samuel asomaba la cara antes de hacer su triunfal entrada en este
mundo.
Maravilloso espectáculo de
la naturaleza, prodigioso milagro de la vida… Una bocanada de felicidad me
inundó: pasé de mi apocamiento a sentirme gigante y poderoso, flotando por la
emoción. Mi hijo había nacido.
Las asistentas al parto lo
lavaron y, mientras atendían a mi mujer, dejaron a Samuel en una especie de
vitrina con una luz que desprendía mucho calor. Me acerqué a mirarlo y quedé
maravillado por cada pequeño detalle de su cara, de sus manos, de su cuerpo.
Escuché la voz exhausta de
mi mujer, que me preguntaba cómo era. Me giré con una sonrisa que me llegaba de
oreja a oreja y, con una satisfacción que me embargaba, le dije:
«Es… es… es guapísimo».
Esto ocurría el 26 de junio
del año 2003.
Hoy mi hijo Samuel cumple
seis años. ¡Cómo pasa el tiempo… y qué guapo sigue siendo!
Pero el título de esta
entrada no tendría sentido si no contara algo que ocurrió entre él y yo, algo
que estoy seguro de que no olvidaré jamás, y menos aún si queda aquí escrito.
Ocurrió ocho meses después
de aquel emocionante día de su nacimiento, y sucedía también en un hospital.
Hay una semana en la vida de
Samuel —y, por consiguiente, en las nuestras— que a todos nos marcó en mayor o
menor medida, y de la que nunca me he atrevido a escribir. Fue una historia,
obviamente, con final feliz, pero tan dolorosa que no he conseguido desterrar
los fantasmas del miedo: el miedo ante la impotencia de sentir que tu hijo
puede morir y nada puedes hacer para evitarlo.
El meningococo se extendió
un día por su cuerpo con tal gravedad que los médicos nos dijeron que nos
fuéramos preparando para lo peor.
Solo tres o cuatro días
después de aquella losa negra que casi borra toda mi felicidad, Samuel se
recuperaba en la sección de «Aislados» del Hospital La Arrixaca de Murcia. Su
madre y yo nos turnábamos cada ocho horas para estar con él. Ya estaba fuera de
peligro, pero yo deseaba salir de aquellas cuatro paredes que a veces me
asfixiaban y llevármelo a casa. Soñaba con ese momento.
La mayoría de las noches,
Samuel se revolvía inquieto y acababa por despertarse llorando. Entonces lo
cogía en brazos, reclinaba el sillón en el que me encontraba y lo acostaba
sobre mi pecho. Y así se volvía a quedar profundamente dormido. Era lo más
incómodo del mundo, pues no me era posible moverme para cambiar de postura,
pero solo el hecho de escuchar su sosegada respiración bien valía el
sacrificio.
Una de aquellas noches, en
las que los minutos parecían horas, yo desde mi sillón y él desde su cuna,
nuestras miradas se cruzaron. Mantuvo sus ojos fijos en los míos como nunca
antes había hecho. Percibí cómo se creaba una fuerte corriente entre nosotros,
un vínculo invisible pero real que nos unía con fuerza y que no me es posible
describir. Primero fueron sus ojos los que me sonrieron, y después su boca se
transformó en una tierna sonrisa con la que, sin decirme nada, entendí
perfectamente lo que me estaba transmitiendo. Me decía:
«Sé quién eres. Te conozco.
Eres mi padre y estás aquí conmigo para protegerme. Y sé lo mucho que me
quieres».
Y su sonrisa crecía sin
dejar de mirarme.
Hasta aquel día aún no había
descubierto verdaderamente lo que era ser padre, ni el amor inconmensurable que
sentía —y seguiré sintiendo— por mi hijo.
Desde entonces, cada vez que
Samuel sonríe, se dispersan fulminantemente los más densos y oscuros nubarrones
para dar paso a un brillante rayo de sol que ilumina su rostro y me colma de
felicidad.