26 de junio de 2009

LA SONRISA DE SAMUEL

Los dos dábamos por hecho que aún quedaba una semana para que llegara el Día D; por eso no esperaba que aquella mañana mi mujer me llamara al trabajo.

—¿Puedes venir? Creo que ha llegado el momento.

—¿¡Cómo!? ¿En serio?

—Tengo contracciones cada veinte minutos...

—¡Espera! ¡Salgo para allá!

Bajé las escaleras a saltos, me despedí de los compañeros a gritos y salí de Elche más contento que nervioso.

A mitad de camino la llamé para saber cómo iba todo.

—Bien —decía, con poca seguridad en la voz—, pero no tardes, ¿eh? Que el dolor me viene cada vez más a menudo.

Cuando llegué a casa ya estaba dispuesta en la puerta con una gran bolsa de tela en la que guardaba todo lo necesario para la ocasión. La había estado ultimando mientras me esperaba. A previsora no hay quien le gane.

Tenía la cara desencajada, algo lógico cuando cada cinco minutos el dolor la hacía retorcerse. Subimos al coche y me encaminé hacia el hospital.

Yo iba muy tranquilo. La alegría era más grande que cualquier otra sensación, así que me limitaba a decirle que no se preocupara y que respirara hondo: cosas absurdas que suelen decir los maridos a las esposas que están a punto de dar a luz y que parece que no funcionan en absoluto.

Mi mujer se aferraba con una mano a la manivela de la puerta y con la otra a mi brazo derecho, dificultándome los movimientos al cambiar de marcha. A intervalos se arqueaba con el cuerpo en tensión, como si en esos momentos un resorte la levantara del asiento. Recuerdo, no obstante —sí, lo sé, muy cruel por mi parte—, que aunque no dejaba de alentarla, tenía ganas de echarme a reír. Me divertía enormemente el inusual momento que estaba viviendo. Influía en mi ánimo, sobre todo, el hecho de que el hospital estaba muy cerca y sabía que llegaríamos enseguida.

Antes de que la ingresaran le recordé mi deseo de estar presente en el parto, por lo que ella misma debía solicitar mi presencia una vez dentro. Era algo que me hacía mucha ilusión y que ya le habíamos comentado al ginecólogo en todas las visitas. Me preocupaba que no accedieran a mi petición después de haber oído que algunos médicos no querían repetir la experiencia de ayudar a nacer a un niño mientras el padre yacía como un fardo en el suelo, con la cara blanca como el mármol, mareado ante la visión de tanta sangre.

Yo estaba seguro de poder soportarlo y esperaba a que me llamaran. Mientras tanto, empecé a telefonear a toda la familia con un gozo que no me cabía en el cuerpo.

Como los minutos pasaban y nadie salía a permitirme el paso, me armé de valor y entré sin permiso. Una enfermera me llamó la atención, y le expliqué que solo quería estar con mi mujer.

—Lo siento, pero si quiere entrar tendrá que ponerse pantalones largos. No está permitido el acceso así.

Quién iba a suponerlo: hacía calor y yo llevaba pantalones cortos, por lo que no tuve más remedio que, maldiciendo mi suerte, salir en estampida hacia casa para cambiarme. Corriendo por el pasillo coincidí con mis suegros y uno de mis cuñados, que llegaban en ese momento. Sin disminuir el paso, les advertí que volvía enseguida.

—¿Pero adónde vas? —gritaron al unísono.

—¡A ponerme otros pantalones; no me dejan entrar así!

Lo que son las cosas: toda la tranquilidad que me había acompañado hasta ese momento se esfumó al instante. Los minutos que perdí volviendo a casa para ponerme “decente” me pusieron nerviosísimo. Me imaginaba a mi mujer dando a luz a nuestro hijo sin que yo estuviera presente, y no daba pie con bola.

Para colmo de males, la vuelta al hospital fue desquiciante. Todos los semáforos se ponían en rojo al verme llegar. Un coche frenó delante de mí para aparcar con muchísimas maniobras, y me terminó rematando la viejecita a la que le apeteció cruzar a la impresionante velocidad de un caracol. Si aquello no fue una conspiración contra mi persona, no sé qué lo fue.

Y todo para pronto advertir lo absurda que había sido semejante carrera.

—Te has ido tan rápido —me dijo mi cuñado al volver a verme— que no he podido decirte que podíamos habernos intercambiado los pantalones.


Me volví a tranquilizar cuando, con gorrito verde en cabeza y pies, pude entrar y ver de nuevo a mi mujer, «todavía entera», echada en una camilla. Le tomé las manos. Me contó que estaba empapada porque le habían pinchado la placenta para que rompiera aguas y el líquido le había llegado hasta el pelo. Yo le soplaba en la cara; ella solo tenía ganas de terminar con aquello.

En esos momentos una mujer estaba dando a luz en el paritorio y le gritaban que empujara. Unos minutos después —que a mi mujer le debieron de parecer siglos—, era a ella a quien gritaban:

—Vamos, con más fuerza. Lo estás haciendo muy bien, Mari Carmen. Venga, campeona, ¡empuja fuerte!

Y yo, a su lado, con la mano aprisionada por lo que parecían las garras de una bestia, me sentía una miniatura sin importancia ante la descomunal fuerza que transmitía su rostro encendiéndose en cada empuje.

—Venga —le decían—, no pares, ahora con todas tus fuerzas, que ya asoma la cabeza.

Fue entonces cuando el médico me hizo un gesto para que me acercara a mirar. Y yo, que casi era un guiñapo asustado pegado a la cara de mi mujer, me levanté justo a tiempo de ver cómo mi hijo Samuel asomaba la cara antes de hacer su triunfal entrada en este mundo.

Maravilloso espectáculo de la naturaleza, prodigioso milagro de la vida… Una bocanada de felicidad me inundó: pasé de mi apocamiento a sentirme gigante y poderoso, flotando por la emoción. Mi hijo había nacido.

Las asistentas al parto lo lavaron y, mientras atendían a mi mujer, dejaron a Samuel en una especie de vitrina con una luz que desprendía mucho calor. Me acerqué a mirarlo y quedé maravillado por cada pequeño detalle de su cara, de sus manos, de su cuerpo.

Escuché la voz exhausta de mi mujer, que me preguntaba cómo era. Me giré con una sonrisa que me llegaba de oreja a oreja y, con una satisfacción que me embargaba, le dije:

«Es… es… es guapísimo».

Esto ocurría el 26 de junio del año 2003.

Hoy mi hijo Samuel cumple seis años. ¡Cómo pasa el tiempo… y qué guapo sigue siendo!

Pero el título de esta entrada no tendría sentido si no contara algo que ocurrió entre él y yo, algo que estoy seguro de que no olvidaré jamás, y menos aún si queda aquí escrito.

Ocurrió ocho meses después de aquel emocionante día de su nacimiento, y sucedía también en un hospital.

Hay una semana en la vida de Samuel —y, por consiguiente, en las nuestras— que a todos nos marcó en mayor o menor medida, y de la que nunca me he atrevido a escribir. Fue una historia, obviamente, con final feliz, pero tan dolorosa que no he conseguido desterrar los fantasmas del miedo: el miedo ante la impotencia de sentir que tu hijo puede morir y nada puedes hacer para evitarlo.

El meningococo se extendió un día por su cuerpo con tal gravedad que los médicos nos dijeron que nos fuéramos preparando para lo peor.

Solo tres o cuatro días después de aquella losa negra que casi borra toda mi felicidad, Samuel se recuperaba en la sección de «Aislados» del Hospital La Arrixaca de Murcia. Su madre y yo nos turnábamos cada ocho horas para estar con él. Ya estaba fuera de peligro, pero yo deseaba salir de aquellas cuatro paredes que a veces me asfixiaban y llevármelo a casa. Soñaba con ese momento.

La mayoría de las noches, Samuel se revolvía inquieto y acababa por despertarse llorando. Entonces lo cogía en brazos, reclinaba el sillón en el que me encontraba y lo acostaba sobre mi pecho. Y así se volvía a quedar profundamente dormido. Era lo más incómodo del mundo, pues no me era posible moverme para cambiar de postura, pero solo el hecho de escuchar su sosegada respiración bien valía el sacrificio.

Una de aquellas noches, en las que los minutos parecían horas, yo desde mi sillón y él desde su cuna, nuestras miradas se cruzaron. Mantuvo sus ojos fijos en los míos como nunca antes había hecho. Percibí cómo se creaba una fuerte corriente entre nosotros, un vínculo invisible pero real que nos unía con fuerza y que no me es posible describir. Primero fueron sus ojos los que me sonrieron, y después su boca se transformó en una tierna sonrisa con la que, sin decirme nada, entendí perfectamente lo que me estaba transmitiendo. Me decía:

«Sé quién eres. Te conozco. Eres mi padre y estás aquí conmigo para protegerme. Y sé lo mucho que me quieres».

Y su sonrisa crecía sin dejar de mirarme.

Hasta aquel día aún no había descubierto verdaderamente lo que era ser padre, ni el amor inconmensurable que sentía —y seguiré sintiendo— por mi hijo.

Desde entonces, cada vez que Samuel sonríe, se dispersan fulminantemente los más densos y oscuros nubarrones para dar paso a un brillante rayo de sol que ilumina su rostro y me colma de felicidad.