Fue en 1989. En el mes de julio.
Siempre recuerdo la fecha porque se cumplían exactamente 200 años de la Revolución Francesa y, a modo de consigna patriótica, los alumnos galos del colegio exclamaban "Viva La France" cada vez que coincidían unos con otros en los parques, en las calles o en el mismo colegio.
Acababa yo de cumplir los 23 años y me sentía exultante en un país desconocido al que acababa de llegar con el esfuerzo de mis padres como recompensa por mis buenos resultados en los estudios de inglés.
El lugar en el que viví durante todo aquel mes se llamaba - se llama - Saltdean.
Saltdean es una localidad costera al sur de Inglaterra, a unos 8 kilómetros de Brighton, que llama la atención por estar distribuidas sus construcciones alrededor de un gran parque central ovalado. Las calles van ascendiendo una tras otra sobre la colina sobre la que descansa el enclave, como si de un anfiteatro se tratara. Un anfiteatro que mira hacia el mar.
Llegué contento, sin demasiados nervios. Eramos muchos los estudiantes que arribábamos ese día desde toda la geografía española. Yo me hice inseparable de dos chicas de Petrel: Isabel Coves y Pepi Megias a las que ya conocía.
Sin embargo, nada más llegar hubo un contratiempo que me disgustó.
Las familias que nos daban la acogida estaban esperándonos en el gran parque donde el autobús nos había dejado. Paul, el encargado del grupo de españoles, iba asignándonos a los apellidos ingleses que leía de una lista. Todos se iban marchando acompañados por matrimonios más o menos jóvenes con mayor o menor número de hijos, y yo esperaba ansioso por ver quienes me tocarían a mí.
Pero del lugar se iban alejando todos con sus familias hacia sus nuevos hogares, tan contentos, y mi momento no llegaba. Ví marcharse a Isabel y a Pepi y a todos los demás hasta quedarme el último.
Nadie vino a darme la bienvenida.
Paul, miró en rededor y se me acercó al verme solo.
- What about you?
Sólo supe encoger los hombros y disimular mi malestar con una boba sonrisa.
Miró en una lista y me pidió que subiera en su coche. El me acercaría a mi nueva casa.
Por el camino iba yo pensando “¿Pero qué familia es ésta que se ha olvidado de venir a por mí? Bien empezamos…”
Pronto me percaté de que la familia en cuestión vivía en uno de los extremos más alejados del núcleo, muy lejos de todo. De hecho, después de la Rodmell Avenue, la dirección a la que me llevaban, se acababa el pueblo y ya no había más que campiña, una inmensa campiña que parecía no tener fin.
Se suponía que todos los alumnos iríamos al colegio andando pero a mí me iba a tocar una caminata de aúpa y un buen madrugón para llegar a tiempo. Empezaba a angustiarme la situación.
Como colofón, el perfecto remate a un día que no empezó con buen pie fue descubrir que me había tocado en suerte una casita pequeña, casi de muñecas, habitada tan sólo por una viuda de 70 años, Mrs Catt. (La señora Gatto, podríamos traducir).
Mrs Catt era una respetable viejecita con el pelo totalmente blanco que se encontraba afanada en su jardín podando rosales en el momento en que me acerqué a saludarla.
- Welcome to Little Barn (Bienvenido al Pequeño Granero) - me dijo, pues su casa se llamaba así. Un cartel de madera en la puerta así lo anunciaba.
Y yo, que desde semanas antes me había ilusionado con la idea de que me comunicaría en inglés con toda una familia, con sus hijos, con sus amigos, me encontraba a solas con una viuda muy mayor con un cubo lleno de rosas secas en una mano y unas tijeras de podar en la otra, ¡al mismo borde del fin del mundo!
Isabel y Pepi, que tenían la guasa siempre a flor de piel y unas incontrolables ganas de reír a toda hora, me suplicaban que me callara cuando al día siguiente en el colegio les contaba todos los percances. No pararon de reír hasta dolerles la mandíbula.
- ¿Y de qué habéis hablado? - quería saber Pepi
- De flores. Tiene un invernadero muy bonito.
Recuerdo que todos nos miraban porque las carcajadas eran de escándalo.
Pero a todo se acostumbra uno y yo me acostumbré a Mrs Catt. Y muy pronto además, porque era una mujer sencilla y agradable, a la que le gustaba practicar el piano en sus ratos libres y que solía escuchar música de Los Beatles y Los Carpenters mientras me preparaba el packed lunch, el almuerzo de todos los días que yo me llevaba al colegio. Era, como pude comprobar, una mujer muy metódica y muy religiosa que asistía a misa todos los domingos con una falda plisada que recuerdo le sentaba fatal.
Me enseñó a jugar al Backgammon pero sobre todo lo pasábamos muy bien jugando al Scrabble, un juego que descubrí allí por vez primera. Cuando yo lograba componer una palabra con la que sumar muchos puntos, parece que aún la puedo oír , exclamaba : “¡ Good, good… Jolly good! “ con un acento muy divertido.
No sabría deciros si cocinaba bien o no porque no creo que ni los mejores cocineros del mundo consigan que las patatas hervidas, las coles de Bruselas, los guisantes al vapor o el repollo escaldado hagan realmente feliz a un comensal. Pero hasta a eso me acostumbré, cosa que no consiguieron la mayoría de mis compatriotas.
No fui siempre andando al colegio. Ella me recomendó coger el autobús y así lo hacía cuando iba con el tiempo justo.
El colegio me dio muchas satisfacciones. Traté con jóvenes de varias nacionalidades : italianos, portugueses, suecas (es curioso recuerdo solo a las suecas, creo que no había ningún sueco, o me pasaron desapercibidos), alemanes, franceses (Viva La France!!) Hasta recuerdo a una chica de La India (Sarah)
Nos agruparon por niveles de conocimiento y coincidí con Isabel pero no con Pepi aunque luego siempre fuimos juntos los tres a todas las excursiones a Brighton, a Rye, a Eastbourne, a Londres… También hice mucha amistad con una chica de Alcoy, Ana, con la que coincidí después en la Universidad de Alicante y fuimos compañeros inseparables.
La profesora, Ann, proponía unas actividades tan atractivas que yo acudía cada mañana deseando que empezara la clase, y así unas veces éramos detectives intentando solventar un misterioso crimen a partir de unas pistas o actores interpretando una escena siempre divertida. O inventábamos definiciones sobre una palabra muy rara de la que nadie sabía su significado. Ganaba el que conseguía engañar a más compañeros con una definición falsa.
Ann nos encargaba escribir redacciones y yo me esmeraba en hacerlas de alto nivel. En casa, Mrs Catt se ponía sus gafas de cerca y las leía con calma antes de entregarlas. Después me daba el visto bueno: “Good, goood, ¡Jolly good!” Recuerdo dos redacciones que fueron un éxito y me hicieron leerlas en voz alta para la clase. Una hablaba de las fiestas de Moros y Cristianos, la otra sobre la actriz Shirley MacLaine y su afición por los temas esotéricos. Aun conservo un recorte de revista sobre Shirley que trajo para mí la profesora en el último día del curso.
El mes fue pasando y hubo tiempo para todo. Incluso para el amor.
Conocí a una francesa que se llamaba Gwenaelle, aunque yo la llamaba Gwendolyne. Era una chica con una cara muy linda y una dulce sonrisa que, en conjunto, me recordaba mucho a Romy Schneider.
Yo era muy cortado entonces y cuando aquel día se cruzaron nuestras miradas y me sonrió no fui capaz de decirle nada. Tampoco al día siguiente. Gwenaelle fue más atrevida que yo y fue ella la que dio el primer paso acercándose a presentarse. Como estábamos en una gran discoteca y apenas nos oíamos me pidió que saliéramos afuera. Afuera nos esperaba la noche, la playa y la luna… Allí, sentados sobre los cantos rodados de la orilla (no hay arena en aquellas playas), yo me sentía flotar a su lado escuchando ese inglés afrancesado que tenía. Imposible recordar de qué hablamos, cosas banales sin duda, aunque sí recuerdo que ella se reía mucho conmigo. Entonces pensé que si me marchaba de allí sin darle un solo beso le iba a parecer el chico más tonto de toda Inglaterra. No lo dudé. Ella me lo estaba pidiendo con los ojos. La besé. Y me enamoré como un tonto.
Se nos fue el santo al cielo y llegamos tarde al autobús que nos había de devolver a Saltdean. Al ser los últimos en subir todos se percataron de que habíamos estado a solas mucho tiempo. Tuve que soportar mil bromas e indirectas, sobre todo de Isa y Pepi.
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Sólo duró una semana porque Gwendolyne se marchó de Inglaterra antes que yo, pero fueron unos días muy bonitos, intensos y emocionantes.
Quedábamos a la salida del colegio y nos íbamos juntos a Brighton o a la playa o a cualquier sitio. En todas partes nos encontrábamos felices. Un sábado, despistado por el atontamiento, olvidé las llaves de mi casa y cuando volví para dormir, Mrs Catt se había acostado y yo no podía abrir la puerta. Hacía frío y no me veía capaz de pasar la noche al raso por lo que entré en el invernadero buscando una mejor temperatura. Allí se estaba muy bien pero no me atreví a dormir por si tanta planta me dejaba sin oxígeno y Mrs Catt me encontraba al día siguiente más tieso que una col. No tuve más remedio que volver a la entrada principal e intentar que me oyera, cosa que hizo finalmente. Me sentí tan mal por haberla hecho levantarse que al día siguiente le compré un ramo de flores.
El último día que pasamos juntos Gwenaelle y yo estábamos muy tristes. Ella lloró mucho, tengo que reconocer que yo también estaba muy sensible. Creo que jamás olvidaré el momento antes de despedirnos. Nos encontrábamos en un pub y comenzó a sonar "If you leave me now" de Chicago, que empieza diciendo “Si me dejas ahora te llevarás gran parte de mí”. Qué enamorados no sentíamos, con qué dulzura lo recuerdo…
Al marcharse mi francesita tuve el apoyo de mis amigas Pepi e Isabel que me animaban en mi decaimiento emocional y me aseguraban que me habían echado de menos porque las había abandonado. Pepi me hizo un obsequio envuelto en papel de regalo. Al desenvolverlo encontré un canto rodado de la playa en el que había escrito: “PARA NUESTRO GWENAELLO, QUE ESTÁ MELANCÓLICO” que me hizo sonreír. (Aún conservo esa piedra en algún cajón; soy incapaz de desprenderme de ella)
Una mañana encontré, como siempre, el desayuno preparado en la mesa, pero apoyada en una taza hallé una carta de mi familia que me hizo muy feliz pues me escribían todos y contenía varias fotos. Pude así presentar a mi familia a Mrs Catt y traducirle las cosas que me contaban los míos desde España.
La vida ha continuado su curso y el próximo mes de julio todo esto que hoy rememoro hará veinte años que ocurrió. ¡Veinte años!
He vuelto a ver a Pepi y a Isabel en alguna ocasión (muy pocas) y también a Ana a la que escribí las pasadas navidades. Todos recordamos aquel feliz viaje. Imposible olvidarlo. Gwenaelle quedó como un bonito recuerdo en mi memoria. Tan solo dos años después me volvía a enamorar. De Mª Carmen, hoy mi mujer.
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A veces he pensado que en el transcurso de todos estos años, un día Mrs Catt debió morir, a no ser que tenga hoy 90 años, cosa que dudo. Y la recuerdo con emoción porque aquel primer día no fue lo que yo esperaba pero con el tiempo aprecié lo bien que se portó siempre conmigo. Al final no la hubiera cambiado por ninguna familia numerosa de toda Inglaterra.
Cuando me despedí de ella me regaló una baraja en una funda de cuero, con dibujos en relieve que había pertenecido a su marido. Quiso que me la quedara yo para que la recordara.
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¿Qué fue de Mrs Evelyn Catt? ¿Qué será de la casita de Rodmell Avenue? ¿Quién la ocupará ahora? ¿Algún familiar?
Cuando echo la vista atrás y recuerdo aquellas escenas siempre pienso “Qué buenos tiempos aquellos” y sueño despierto pensando que podría volver a Inglaterra en cualquier ocasión. ¿Por qué no? Y recorrer aquellos lugares por los que pasé. Visitar Saltdean de nuevo y subir hasta la última calle de lo más alto de la colina, allí donde corría el viento que cruzaba la campiña.
No es imposible. Pero no deja de ser un sueño.
En realidad es otra cosa lo que añoro.
Por supuesto nunca volvería con aquella juventud, con aquella frescura, con aquella otra visión de la vida, tan inconsciente, tan inocente, tan feliz.
Todo mi viaje a Inglaterra quedó escrito noche a noche en mi habitación del “pequeño granero” en un diario que también atesoro y que llamé “Postcards from Saltdean” (Postales desde Saltdean)