Su madre le abandonó en la puerta de un convento a los pocos días de
nacer.
Eso es lo único que sabía de ella.
A su padre nadie le conoció.
Sin embargo fue un niño que creció alegre, que albergaba ilusiones en su interior y que estaba convencido de que la vida le
depararía algo grande.
Pero eran otros tiempos, cuando la blanca inocencia iba todavía de su
mano.
Rocco nunca fue una mala persona. De hecho, si alguien hubiera podido
echar un vistazo al despertar de su vida,
habría llegado a creer que iba para religioso, por tantas veces como se
le vio entre los frailes del colegio de
su pueblo.
Hubo incluso una etapa en su adolescencia en que escuchaba a sus mayores con devoción y
tenía una mirada entre soñadora y contemplativa, y fue aquella una época en que
era habitual oírle canturrear salmos y verle caminar con las manos en la espalda y un largo cordón
atado a la cintura.
Quién le había de decir entonces lo
amarga que se tornaría su vida.
Dispuesto a buscarse un porvenir,
Rocco se marchó del pueblo con una pequeña maleta en la que cabían todas
sus pertenencias. Tuvo la fortuna de conseguir
pronto un trabajo y la dicha de encontrar el amor, pero al mismo
tiempo la desgracia de que fuera un trabajo mal remunerado y un amor no correspondido.
Durante demasiado tiempo, aquella mujer jugó con sus sentimientos, y el día en que se
cansó y lo abandonó para no volver más, como había hecho su madre años atrás, su corazón quedó tan malherido que ya no consiguió que
cicatrizara.
Desde entonces no tuvo más amistad que la de sí mismo, ni dio más
besos que los que empezó a dar en la
boca de las botellas.
Perdió su trabajo, se apagó su ilusión, enfermó su autoestima y deambuló como un fantasma huraño hasta caer
en un oscuro pozo del que creyó no volver a salir jamás.
Pero aunque el candor de aquel
espíritu de juventud pasó a ser el recuerdo de un sueño muy lejano, un buen día
sintió la necesidad de abandonar el profundo
infierno en el que se había perdido para, poco a poco, ir subiendo las
escaleras que le devolvieran a aquel mundo que él recordaba hermoso.
Rocco nunca fue un mal hombre, pero la vida se lo puso difícil y en su
nuevo caminar a cielo abierto, y a pesar de su afán por hallarlo, no parecía
encontrar su sitio.
Durmió en la calle, pasó mucha hambre, y convenciéndose a sí mismo de
que solo lo haría para sobrevivir durante un tiempo, empezó a robar.
Aquel periodo que su memoria se esforzaba por borrar
pasó también, como pasa todo.
Cuando por fin empezaba a respirar de nuevo y sus ojos descubrían en ciertos instantes que el mundo no se presentaba solo de sombras
y que la vida le dejaba ver algún que
otro color, Rocco mató a un hombre.
Fue un accidente, un empujón en un momento de tensión que hizo que
aquel hombre para el que trabajaba y que tantas veces amenazaba con despedirle,
cayera rodando por las escaleras, se diera un mal golpe y muriera en el acto.
Ninguno de sus compañeros, testigos del suceso, fue capaz de ponerse de su parte ni declarar que había sido una fatalidad
totalmente involuntaria.
Los meses que Rocco pasó en la cárcel fueron una continuación de su
sufrimiento en la vida, el suma y sigue de su sino.
El fallecido, un hombre poderoso y
con influencia en aquella
población, dejó viuda y tres hijos que no supieron dirigir el negocio
familiar y mucha gente quedó entonces sin trabajo.
Cuando llegó el día del juicio, la animadversión del juez, amigo íntimo
de aquella familia, era patente, y Rocco sintió las miradas de desprecio de los
asistentes como cuchillos muy afilados. Pero para entonces estaba tan cansado de todo que cuando escuchó
que le condenaban a muerte su gesto no se crispó. Se limitó a cerrar los ojos y
pensar durante unos segundos que, sin
darse cuenta, le estaban haciendo un favor. El favor de dejarle en paz para
siempre.
Dos días antes de que se ejecutara la sentencia permitieron pasar a un
anciano a su celda. Era fray Carlo, uno de los monjes que le instruyó en la
infancia, en aquel colegio para niños huérfanos donde llegó a ser feliz. El
hombre había viajado desde lejos cuando tuvo noticia de lo que había ocurrido
con “el pequeño Rocco”.
Después de un prolongado abrazo en silencio se sentaron y el fraile le
dijo que había intentado con todas sus fuerzas que rebajaran esa pena a la de
cadena perpetua, pero que no lo había conseguido.
- No se preocupe, Padre. Yo se lo agradezco en el alma pero ya estoy
mentalizado y no quiero pasar ni un día más en este mundo.
- Sin embargo, no he querido que te marches sin que se te conceda un
último deseo. En eso sí que he sido escuchado. Dime, Rocco, qué te gustaría
pedir, piénsalo y dímelo.
Después de varios minutos en silencio, en su mirada vio el monje un
destello.
- Padre, recuerdo un lugar – le dijo- Siendo niño me escondí una vez en
la cocina de las hermanas de Ferie.
- ¿Te dejaban entrar en aquel convento?
- No, solo al jardín, pero es que me colé sin que me vieran. Y encontré
la cocina.
- Ah, no era mal lugar para un diavoletto como tú.
- ¡Qué bien olía allí, Padre!
- Te creo. Aquellas monjas son las mejores reposteras del mundo.
- Encima de una mesa había una bandeja con bollos. Recuerdo que me quemé la lengua
porque estaban recién hechos – sonreía Rocco con la mirada entornada, sumergiédose en aquel recuerdo.
El fraile sonreía al escucharle.
- No he olvidado nunca aquel momento. Aquel bollo que me comí a escondidas estaba delicioso – dijo
mirando hacia el pequeño ventanuco de la celda-
No he vuelto a probar nada igual en mi vida.
Fray Carlo se levantó, y poniéndole una mano en el hombro le dijo que
volverían a verse al día siguiente.
Aquella noche Rocco apenas durmió. Cuando bien temprano se abrió la
puerta de la celda, esperaba ver aparecer al anciano con alguno de aquellos
bollos, pero solo entró un hombre rudo y de aspecto cruel que tras
esposarle lo sacó de allí a empujones.
Afuera había un carruaje al que lo hicieron subir, y Rocco pensó con
amargura que habían adelantado la hora
de su ejecución y que le conducían al patíbulo sin ese último deseo que confesó
a su mentor.
Pero el carruaje no se dirigió a la plaza sino a las afueras de la
población, y cuando tomó el camino del norte, el corazón de Rocco comenzó a
latir esperanzado. Le llevaban a Ferie.
Al llegar a aquel convento, el guarda lo condujo a la puerta principal,
que en ese instante se abría y asomaba fray Carlo. Para sorpresa de Rocco, el
guarda lo libró de sus grilletes y lo entregó al religioso, advirtiéndole que
volverían a pasar a por él una hora más tarde, como habían acordado.
Junto al fraile, atravesó
aquellos jardines en los que había jugado de niño y donde el aroma a flores era
tan embriagador que de nuevo Rocco, igual que entonces, cerraba los ojos al
aspirarlo, como queriendo guardarlo en
su memoria para siempre.
En la explanada, junto a la fuente de piedra en la que tantas veces vio
de niño nadar a los renacuajos, le esperaban dos monjas con una cordialidad tan
afable en sus rostros y tanta bondad en sus sonrisas que a Rocco le pareció
estar soñando y que aquellas mujeres eran ángeles a la puerta del paraíso.
- Buongiorno, Rocco – le dijo la madre superiora- Bienvenido de nuevo a tu hogar.
Esta es sor Concetta, que ha madrugado mucho porque tenía un encargo para ti.
Concetta se adelantó unos pasos para tomar a Rocco de las manos.
- Así que tú eres el piccolo Rocco. Tenía ganas de conocerte, me han
hablado muy bien de ti.
Rocco no podía articular palabra, a sus ojos asomaban lágrimas que no
podía contener. Como único saludo solo pudo asentir con la cabeza.
Le hicieron pasar al interior donde se encontraba el claustro y algunos
pajarillos que volaron piando entre las arcadas.
- Y dime, Rocco – le dijo la madre superiora- ¿recuerdas todavía dónde
está la cocina?
Y como todavía le embargaba la emoción volvió a asentir con la cabeza.
Pues entonces ve a esconderte en ella. Vamos, ¿a qué esperas?
Para Rocco, volver a entrar a aquella cocina fue como atravesar el
umbral mágico que le permitía viajar en
el tiempo, y el sortilegio se realizó cuando volvió a verse como aquel niño que
sentía tanta curiosidad por averiguar de
dónde procedía aquel aroma tan
envolvente.
Sobre la mesa encontró una bandeja, probablemente la misma que vio
tantos años atrás, y en ella unos bollos
humeantes colocados en perfecto orden. Todo en aquella cocina se encontraba colocado con mimo, lo que resultaba muy agradable a la vista, pero si algo había allí sumamente acogedor era el aroma,
la multitud de fragancias que allí se respiraban.
Rocco quiso atraparlas todas y con los ojos cerrados caminó despacio
alrededor de la mesa, guiándose por el tacto de sus dedos sobre aquella
superficie enharinada.
Olía a onzas de chocolate, a almendras molidas, a ralladuras de
limón, a canela... También le llegó muy
dentro el aroma de alguna compota, de nísperos quizás, de grosellas, el aroma penetrante del
caramelo líquido, y alguna caricia de
vainilla y de azahar .
Cogió uno de aquellos bollos y se metió debajo de la mesa, como había
hecho entonces, y allí abajo terminaron
de arrebatarle todos sus sentidos, no solo el tacto, sabor y aroma de aquel pastelillo
sino todos los recuerdos que vinieron a
saludarle de nuevo desde el pasado en cuanto le dio el primer bocado.
Y aquella mezcolanza de recuerdos también estaba atestada de aromas y
sabores: el del amargo cacao, el del intenso regaliz, el de la cepa quemada en
la lumbre…
Solo estuvo una hora en aquel lugar, pero esa hora bastó para que se
esponjara por dentro, como si en el
momento de entrar allí, unas manos delicadas y expertas hubieran amasado su espíritu con maestría y
lo hubieran calentado al horno durante el tiempo necesario.
Cuando Rocco volvió a subir al carruaje y se alejaba cada vez más de
aquella cocina y de aquel convento, escuchó cómo las campanas empezaban a
sonar.
No tenía miedo, se encontraba en paz consigo mismo, y aún sentía el
calor del abrazo de fray Carlo, que antes de despedirse le había ofrecido un
sorbo de mistela.
- Hijo mío, - le dijo – la vida no te ha tratado bien, pero yo te prometo
que en adelante vas a ser feliz.
Cuando el carruaje llegó a la plaza donde estaba
preparado el patíbulo, Rocco tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los
labios.
Y cuando lo sacudieron para que descendiera,
resultó que ya no estaba allí.
Dicen que en el aire flotaba un intenso aroma a
canela, y dicen que aquella fragancia invadió las conciencias de muchos de los
allí presentes.