No me fue difícil conseguir
datos del Petrel de hace tantos años de boca de esta pareja, por la sencilla
razón de que son mis abuelos maternos.
Fueron muchas horas cargadas
de recuerdos, de nostalgia, de emociones, las que me hicieron descubrir lo que
significa de verdad toda una vida, toda una generación. En el espíritu de
algunos hombres de hoy, de los de principios de siglo, quedan evidentes las
marcas de las grandes zancadas del tiempo, y en sus mentes, infinidad de
vivencias. Mis abuelos me relataron lo que fueron sus años de infancia,
juventud y madurez, y descubrí aquella otra sociedad, transformándose
continuamente con la evolución y el progreso.
Si en alguna ocasión mi
trabajo no encaja con lo que se conoce como “antropología”, me excuso, pero mi
intención… desea ser buena.
EL PUEBLO DE PETREL
Todo empezó cuando, con
interés, pregunté cómo era Petrel.
—Pequeño, muy pequeño.
¡Ahora es doble y triple! —dijo mi abuelo.
—Todo eran bancales, muchos
terrenos de cultivo, y el pueblo estaba encogido debajo del castillo. Las
calles eran estrechas (aún hoy en el Petrel viejo existen) —completó mi abuela.
—Sí, sólo estaba la Iglesia
de San Bartolomé, la Ermita y unas cuantas casas —enumeraba mi abuelo.
—¿En qué se trabajaba?
—pregunté.
—En la agricultura, en mis
tiempos en la agricultura, aunque la primera industria que existió en Petrel
fue la alfarería: cántaros, botijos… Después la agricultura, el cultivo de la
vid, de la almendra, del olivo, la cebada… —decía mi abuelo.
—¡Y en las lonas! —agregaba
mi abuela—. Allá en Santa Bárbara (un caserío a unos tres kilómetros de Petrel)
se hizo, junto con gente de Novelda, una fábrica de lonas cerca del río. Las
mujeres se levantaban a las cinco de la mañana y unas a otras se llamaban a las
puertas para ir todas a trabajar. Luego volvían a las nueve o las diez casi
siempre. Pero la fábrica se fue a la ruina al final, después de muchas huelgas
por no sé qué…
—Sí, pero aquí en Petrel se
trabajaba en la agricultura —insistía mi abuelo—. Yo mismo tenía ocho años y ya
estaba detrás de la mula, labrando con mis albarcas de esparto. Como lo que más
había era uva, no tardó en fundarse la actual cooperativa del vino. El
sindicato —recordaba— se creó por el año 20 o 22.
—Y no había escuelas —me
advertía mi abuela—. Había un hombre que iba por los campos dando lecciones a
los niños que trabajaban. Más tarde se hizo una escuela y poco a poco fueron
yendo todos a enseñarse. Los maestros… ¡menudos los maestros! Cuando los chiquillos
no sabían la lección les pegaban palmetazos en la mano. Luego iban los pobres a
sus padres a decírselo, pero ninguno se molestaba en consultar al maestro
—decía Ana riéndose—; al contrario, contestaban a sus hijos: “Muy bien que ha
hecho, por no hacer las cosas bien”. No es como ahora, que no se les puede
decir nada a los alumnos, y si se les dice, se la carga el maestro.
Siguió narrando la situación
escolar y terminó volviendo al tema del trabajo:
—El resto de mujeres
trabajábamos también en el campo; íbamos a escardar. Llegábamos tan pronto que
teníamos que esperar a que se hiciera de día para coger cebada.
—El término municipal de
Petrel empezaba en lo que es hoy la calle Nueva de Elda —decía mi abuelo—, así
que Petrel y Elda estaban bastante separadas. Elda se fue remontando hasta
juntarse con Petrel porque ha edificado mucho más rápido. Yo creo que con el
tiempo se juntará también con Monóvar.
NOVIAZGO
—Habladme del noviazgo. Por
ejemplo, ¿durante cuánto tiempo era prudente ser novios?
—Pues con decirte que
nosotros estuvimos siete años, ¡siete! —decía con orgullo mi abuela—. Antes los
novios se respetaban mucho, ¿sabes? No como ahora… Antes todo el mundo se
respetaba, y sobre todo en familia.
—¿Es verdad eso de que la
madre se sentaba entre el novio y la novia? —pregunté con curiosidad.
—¡O la abuela! ¡Y con el
garrote en la mano! —decía riendo mi abuelo—. Antes, fíjate, una pareja de
novios, cuando estaban en la casa de ella, por ejemplo, y el novio se acercaba
mucho a la novia, ella tenía que rechazarle porque sus padres le prohibían a la
hija que permitiera ese descaro. Me contaron un caso gracioso: el de una pareja
en la que el novio, enamorado perdido, se acercaba tanto a su amada y se
inclinaba tanto con la silla que ella, para evitar reprimendas de los padres,
se levantó bruscamente, haciendo caer al novio al suelo con silla y todo y
teniendo que salir corriendo de la casa como castigo a tanto descaro.
—El novio —decía mi abuela—
iba a buscar a la novia a su casa, pero no se iban solos. La madre se iba con
ellos al cine o al teatro, y si era a pasear, ella debía llevar amigas a su
lado, e ir hablando con ellas.
Yo lo encontraba muy
gracioso al compararlo con la actualidad y dije:
—Entonces el novio era casi
como si no existiera…
—Pues sí, jejeje…, porque
¿los novios solos? ¡Ni hablar! —proseguía mi abuela—. Lo que solían hacer era
juntarse dos parejas de novios a pasear. Los novios hablaban a un lado y ellas,
cogidas del brazo, por otro. Pero una pareja de novios solos no se veía nunca,
¡era muy descarado!
Pregunté también por las
bodas.
—Como ahora, pero sin tanto
lujo ni tanto invitado. Cuando nos casamos nosotros —decía mi abuelo— sólo
estuvieron presentes nuestros padres y hermanos, ¡nadie más! Pero si había
invitados, se celebraba con una chocolatada y pastas.
—¿Y de viajes de luna de
miel? —pregunté.
—¡Ni pensarlo! —dijo mi
abuela, que parecía que se había remontado a aquella época—. Las lunas de miel
son muy recientes. Antes, como mucho, se iban a Alicante a pasar el día, pero
por la noche estaban de vuelta en el pueblo.
CRÍMENES
—¿Hubo aquí en Petrel algún
crimen, algún asesinato?
—Alguno hubo, sí… No se
podía evitar que hubiera algunos problemas con los jóvenes que se reñían porque
se disputaban a una misma mujer, pero no pasaba de ahí. Pero una vez, después
de una disputa, se citaron dos jóvenes a solas y uno apuñaló al otro y huyó del
pueblo. El herido no murió enseguida; intentó llegar a su casa, dejando un rastro
de sangre por el camino y, delante de lo que son ahora las Escuelas, y ante
mucha gente, cayó muerto. Esto se comentó muchísimo...
Hubo otro muy desagradable:
una disputa entre dos labradores por motivos de uso del riego. Se insultaron
mutuamente, llegando a pelearse y quedar malheridos; pero cuando parecía que la
cosa iba a quedar en una pelea, al día siguiente, estando uno de ellos en una
taberna del pueblo, fue avisado de la llegada del vecino montado en un burro,
y, sin pensárselo dos veces, salió y le dio dos cuchilladas en el vientre y lo
mató.
Entonces habló mi abuela
Ana:
—Y en mi familia, Felipe, un
hijo de mi bisabuela, tuvo un desafío con un joven que siempre le estaba
comprometiendo. Se citaron en un lugar y, cuando el provocador llegó, ya le
estaba esperando Felipe, que le preguntó: “¿Estamos bien aquí ya?”. Y sin esperar
más, sacó un revólver y le pegó un tiro. Cuando llegó la Guardia Civil, Felipe
se había ido a su casa como si no hubiera hecho nada. Muy malherido, el otro
aún pudo decirles antes de morirse: “Dejad en paz a Felipe, que la culpa es mía
por comprometerlo”.
—¿Y le dejaron en paz?
—¿En paz dices? —prosiguió
esta vez mi abuelo—. Lo metieron en la cárcel y le torturaron con la gota: una
gota que le caía desde lo alto en la cabeza día tras día, sin poder moverse...
—Su madre —decía mi abuela—,
o sea, la abuela de mi madre era muy rica, y para que su hijo estuviera bien
atendido y no lo maltrataran, llevaba muchos productos de sus huertas allí a
Monóvar y a los conventos.
—¿A Monóvar?
—Sí, la cárcel no estaba en
Petrel, estaba en Monóvar. Total, que la pobre mujer se arruinó intentando
sacar a su hijo de la cárcel, para que al final muriera. ¡Lo mataron también!
RELACIONES CON ELDA
—No, las relaciones con Elda
nunca han sido muy buenas que digamos —reconocía mi abuelo—. Ni Elda con Petrel
ni Petrel con Elda, ni Villena con Sax, ni Sax con Villena... A veces nos
metíamos los unos con los otros. Los jóvenes se apedreaban si se encontraban,
se insultaban... Los mayores era diferente, se tenían más respeto.
—Nos decían “petrolancos
rabudos” —decía mi abuela entre risas—, y nosotros a ellos “cagalderos
rabudos”.
—Pero bueno, ¿rabudos los
dos? —tuve que interrumpir yo—. ¿Quién empezó primero? Alguien debió copiar el
insulto...
—Pues no sé... Los de Elda
decían: “Petrolancos rabudos, no tienen culo, el verano que viene les pondremos
uno”. Y luego, al revés, también se lo cantábamos a ellos: “Cagalderos rabudos,
no tienen culo...”
—Pero todo eran tonterías
—me advertía mi abuelo—, porque si luego una de Petrel se casaba con uno de
Elda que fuera adinerado, bien orgullosos lo pregonaban los padres por ahí...
—“Cagalderos rabudos, no
tienen culo...” — seguía canturreando mi abuela.
VESTIMENTA
—La moda va dando tumbos
—decía mi abuela—. Si te pones a ver, todo empieza, cambia, vuelve a cambiar,
vuelve a empezar... En los hombres, el camal (pernera) del pantalón pasó de ser
excesivamente ancho a muy estrecho. En domingo se usaban las camisas blancas
muy almidonadas. Las mujeres teníamos vestidos largos, muy sencillos todos. Y
los colores cambiaban según la moda, pero por lo general en las jóvenes eran
claros y más oscuros en las mayores.
—El sombrero se llevaba
mucho —continuó mi abuelo—. A los jóvenes les gustaba hacerse fotos con la raya
a la izquierda o con sombrero. Más adelante, el pelo se llevó todo peinado
hacia atrás y muy corto, casi rasurado por la nuca. Nadie se afeitaba solo:
todos iban al barbero. Le pagaban todo un año por adelantado, y eran 8 pesetas.
—En las mujeres predominaban
las trenzas y los moños. El pantalón solo se veía en la mujer cuando se ponía
el bombacho en las fiestas de Moros y Cristianos, pero en la vida cotidiana
jamás. El luto era, en mi opinión, excesivo: un pañuelo o velo negro en la
cabeza durante dos años y ropa negra hasta seis en las mujeres. En los hombres,
un brazalete negro para indicar su dolor.
EPIDEMIAS
Este fue uno de los temas
más emotivos. Por sus expresiones advertí que les dolía recordar aquella época
que tanto marcó sus vidas.
—Hubo una epidemia en la que
murieron muchas personas: la gripe.
—Fue en el año 1919 —apuntó
mi abuelo—. Lo sé porque casi me muero yo también. Pero hubo otra más antigua,
el cólera, aunque esa no la conocimos nosotros, pero se llevó por delante a
muchísima gente. El cementerio se llenaba de muertos por sepultar. Los enterradores
se emborrachaban porque no podían soportar el terrible espectáculo estando
serenos. Algunos confesaron después, muy arrepentidos, que algunos no estaban
muertos del todo y pedían agua o una taza de caldo... Los tenían que rematar de
un palazo en la cabeza, y no faltaría aquel al que enterraran vivo.
—Pero esa no la conocimos
nosotros —volvió a remarcar mi abuela—. Entonces vino la gripe...
—El médico vino a mi casa
—relataba mi abuelo— y le dijo a mi madre: “Presentación, se te mueren todos.
No sé si se te salvará Conrado, pero la cosa está muy mal. Pero mira, ¡a tocar
la guitarra y a olvidar! A mi mujer la acabo de enterrar y algún que otro
familiar está a punto de morírseme. Pero hay que hacernos los tontos y vivir,
mujer. No te pongas triste, que es peor”.
Mi abuelo se veía
profundamente emocionado. No pudo seguir hablando y continuó mi abuela:
—Murieron muchísimos en el
pueblo. Ibas por la calle y... ¡Ay, un muerto! Seguías andando y... ¡Ay, otro
muerto! Muertos que sacaban de las casas y amontonaban en un carro para
llevárselos a enterrar enseguida. Hubo familias que desaparecieron enteras...
Yo me acuerdo de encontrarme con una mujer enferma que iba a la fuente a por
agua. Volviendo a mi casa, ya había caído junto a la fuente...
—¿Afectó a todos?
—pregunté—. Supongo que los ricos pudieron evitarla, ¿no?
—¡Qué va! Al revés, diría
yo. Ocurría que aún se morían más pronto, que en esas enfermedades, cuanto más
sano se está, más pronto ataca. Había dos señoritos que estaban gordos y sanos,
que tiraban mucho dinero en fiestas... ¡en dos días estaban en el cementerio!
—Pero no afectó a todos, no
—prosiguió mi abuelo—. A mi madre no, ni a tu abuela, ni a muchos otros...
—No, es verdad, a mí no, en
absoluto —reconocía mi abuela—. Y había una vieja que no le tenía miedo a la
enfermedad e iba por las casas dando cucharadas de aceite de ricino a los
niños.
—Sí, es verdad, y a mí me
salvó eso —decía mi abuelo, muy emocionado—. Yo, desde la cama, oí cómo el
carro se paraba en la puerta de mi casa. Después de tomar el aceite reaccioné
vomitando y empecé a mejorar. Cuando por fin me levanté, pregunté por mi hermano...
y me enteré de que había muerto por la gripe y que el carro que yo había oído era
el que se lo había llevado.
—Cuando todo pasó, toda
Petrel iba de luto.
Y aquí ambos guardaron un
emocionado silencio.
PROGRESO
—¿Cómo habéis visto avanzar
el mundo? Estaréis asombrados de comprobar cómo ha evolucionado todo, ¿no?
—Sí, es verdad —decía mi
abuelo—, de no haber nada a todo lo que hay ahora. Coches, por ejemplo, no
había ni uno, y ahora...
—¡Ahora los tengo hasta el
moño! —exclamaba mi abuela.
—Ya te he dicho que nuestro
mundo era la agricultura. Luego vino el calzado a Elda, hasta que apareció la
primera industria en Petrel, la de los Villaplana. Por obra de un tal Castelló,
un buen alcalde que hubo en Petrel, se construyeron otras más y se movió el
afán por los zapatos. Pero solo aguantaban en pie las fábricas que montaban los
ricos; las demás, era raro que prosperaran. Yo tenía quince o dieciséis años
cuando empezó la industria del calzado en Petrel.
—¿Qué sentisteis al ver el
primer automóvil?
—El primer coche lo vi en
Elda —recordaba mi abuelo—. Estaba labrando unos campos y pasó un coche grande
tocando la bocina por todas partes. Era de un eldense al que le funcionó bien
el negocio de los zapatos y pudo comprárselo. ¡Fue el primer coche que entró en
Elda y Petrel!
—¿Y cómo reaccionó la gente?
¿Se impresionó?
—¡Cómo! ¡Y tanto! Salían
todos a la calle a verlo pasar. Cuando con los años empezaron a entrar unos
coches más, la gente protestaba pensando en los accidentes que podrían
provocar.
—Cuando empezaron los coches
yo era una muchachica y salía a la calle porque venía don Eleuterio de Novelda
con su coche grande y negro. ¡Muy grande y muy negro! Ahora no veo ningún coche
tan negro como aquellos... Y quien se compraba un coche se hacía una fama de
rico...
—Entonces, ¿quién se podía
considerar rico? —pregunté curioso.
—¿Rico? Con mil pesetas ya
eras rico.
—¿Con solo mil pesetas?
—Hombre, solo tienes que ver
una cosa: en mi casa vendíamos vino; cada cántaro costaba nueve monedas; una
moneda tenía cinco céntimos. Pues vendiendo unos pocos cántaros ya pasábamos
todo el año, con que imagínate el que tenía mil pesetas...
—¿Y había muchos pobres?
—Claro, casi todos éramos
pobres —decía mi abuela—. ¿No ves que eran cuatro gatos los que tenían todo
Petrel? El resto... Estaban los poderosos y los trabajadores. Los poderosos,
que tenían mucha tierra, buscaban trabajadores que se las cultivaran y a los
que pagaban, pero ¡cuidado!, vivieras lejos o cerca ibas a pie y no te pagaban
el viaje. No es como ahora, que si no los llevas en coche no van...
De repente se puso muy
nostálgica:
—Recuerdo muy bien al Tío
Chupito... Iba todos los días a Salinas a cavar cepas. En el campo estábamos a
las siete de la mañana haciendo gachamigas para todos, y la gente gritaba al
verle:
—¡Ya viene el Tío Chupito!
Mi abuela se sacó un pañuelo
de la manga para enjugarse una lágrima.
—Y cuando aún no era de día
se le veía venir, cansado... Y el pobre venía a comer con dos pesetas en la
mano de todo un día cavando cepas. ¡Tenía una voluntad aquel hombre...!
Trabajaba mucho, mucho... Antes era así, fíjate... Nadie se moría de hambre porque
se tenía una gran conciencia del trabajo. Cuando me acuerdo de él me entran
ganas de llorar, porque le recuerdo tan bien... ¡Y yo era una chiquilla! ¡Pobre
Tío Chupito! Me acuerdo de él y me entran ganas de llorar porque pienso: ¡cómo
estábamos antes! ¿Y ahora estamos mal? ¿Ahora dicen que estamos mal?...
PETREL, 1984