- ¿Te acuerdas de aquel cuadro de las calaveras que encontramos en una casa? – me preguntaba Fran hace unos días.
Es rara la vez que reuniéndome con mis hermanos no surja algún recuerdo de niñez, historias en las que solemos bucear hasta lograr sacar a flote todos los detalles que de aquellas escenas nos quedan en la memoria. Cuando surge esa magia siempre se me enciende una luz que me incita a escribir sobre todo ello en el blog.
- Claro que me acuerdo. El de aquella casa “misteria”…
- Yo estaba con el papá y me dijo: Fran quédate aquí un minuto, que enseguida vuelvo. Y a mí me daba tanto miedo aquel sitio que cuando volvió me encontró llorando.
En los tiempos en que nuestro padre trabajaba en la compraventa de fincas, era habitual que nos llevara a ver las casas que había adquirido, lugares que pasarían pronto a otras manos pero que por unos días podíamos decir que eran “nuestros”, y de hecho así los sentíamos.
Muchas de aquellas casas eran tan majestuosas y tenían tanto encanto que mi padre, un soñador empedernido, hacía grandes esfuerzos por desechar la idea de quedárselas y convertirlas en “la casa de sus sueños”. Hacerlo hubiera sido el peor de los negocios, porque por lo general eran casonas enormes y viejas que necesitaban mucha inversión para hacerlas habitables, pero él siempre les veía “posibilidades infinitas”
Para nuestros ojos de niños, aquellas casas eran casi como castillos alentándonos a ser explorados, lugares que podían encerrar las mayores maravillas del mundo, y el hecho de que resultara tan inquietante adentrarse por ellas para investigar cada rincón, las hacía más atractivas si cabe.
Debió ser que utilizábamos con frecuencia las palabras misterio y misterioso, que Fran, muy pequeño entonces, se empezó a referir a ellas como “casas misterias”. La expresión nos hizo tanta gracia que así las llamamos todos desde entonces.
- ¿Cuándo os venís a ver una casa que acabo de comprar en Sax? – preguntaba nuestro padre
- ¿¿Una casa misteria?? – queríamos saber al instante.
- Muy muy misteria.
- ¡¡Sí, sí, vamos!!
Solo tengo que cerrar los ojos para ver, para sentir incluso las emociones. El ruido de las puertas encajadas al ceder, las escaleras que se dirigían a las estancias superiores y que parecían decirnos “Subid si os atrevéis”, las amplias salas en penumbra, las telarañas que había que apartar, el olor a humedad, los muebles dormidos y empañados por el polvo…
En una de aquellas casas encontramos unas estrechas escaleras que nos condujeron a un enorme corral vacío situado en la planta baja. Aquel fue el escenario que con mayor nitidez me ha quedado.
Seguía oliendo a animales y los suelos estaban cubiertos de paja y excrementos de conejo. Recuerdo que había poca luz y que caminábamos despacio, observándolo todo con ese sobrecogimiento y esa intriga que produce lo que te atrae y te causa respeto al mismo tiempo.
Había que pasar por pequeñas puertas muy rudimentarias que separaban distintos lugares, lo que debieron ser las estancias de cada familia de animales. Y ocurrió que al mirar al suelo descubrí el cadáver momificado de una rata muy grande. Llamé a mis hermanos para que contemplaran lo que sin duda era el mayor de los misterios y entonces escuchamos un ruido que nos hizo apelotonarnos en torno a nuestro padre.
Una pequeña puerta rota que daba al monte había permitido que se refugiara allí una cabra preñada, buscando un tranquilo lugar donde parir. El animal se asustó tanto al vernos (no mucho más de lo que estábamos nosotros) que empezó a golpear el suelo con una pata y a hacer amagos de embestida.
Mi padre optó por hacernos subir para dejarla tranquila.
Caminar a través de una casa vacía que recorres por primera vez y en la que no sabes qué podrás hallar es algo muy especial, es una experiencia tan emocionante que diría que crea adición. Me consta que a los cuatro hermanos nos ha quedado esa atracción irresistible por entrar a las casas abandonadas que hemos ido encontrando en nuestra vida.
Ana contaba una experiencia sorprendente.
- Entré a una casa abandonada con una amiga. Ibamos muertas de miedo las dos, pero no podíamos dejar de mirar por aquí y por allá. Había una puerta atrancada que nos empeñamos en abrir hasta que lo conseguimos. Daba a una habitación muy oscura. De repente empezaron a surgir de ella unos bichos rarísimos. Caminaban a dos patas y lo hacían de forma temblorosa, alargando mucho el cuello, mirando a un lado, al otro, hacia nosotras... Eran feísimos, algunos calvos, pero lo que más nos impresionó y nos hizo salir de allí corriendo es que no dejaban de aparecer más y más y que todos eran como pequeños extraterrestres con el cuello muy largo y los ojos enormes.
Mi hermana los liberó de su cautiverio y escaparon, aunque, como dice Fran, menudo el desaguisado ecológico que pudieron causar.
Tomás también podría contar hallazgos sorprendentes en casas abandonadas, (pero lo dejaré para otra ocasión)
- ¿Te acuerdas de aquel cuadro de las calaveras que encontramos en una casa? – me preguntaba Fran.
Aquel cuadro vino a ser uno más de todos aquellos tesoros por los que siempre mereció la pena adentrarse en una casa misteria.
Escuchar decir a nuestro padre que con toda probabilidad el pintor tendría un cráneo real como modelo, nos produjo ese pavor fascinante y esa sensación de estar viviendo un momento extraordinario.
- No solo me acuerdo, espera...
Me dirigí al trastero del campo, otro lugar que a veces veo como el sueño de un arqueólogo, y tras unos minutos buscando lo volví a rescatar de su letargo.
El cráneo ante el espejo...
¿Cuánto tiempo hace de aquello? ¿ Treinta años? ¿Quizás más?
Qué importa, allí seguía intacto el cuadro de aquel lugar que exploramos siendo niños, el reflejo de tantas otras casas misterias que terminarían por derrumbarse por no soportar el peso de la ausencia.