El año que viene cumpliré 25 años como yeclano.
Ahora que lo veo escrito creo que
he de repasar bien los calendarios, porque me cuesta creer que esté a punto de
completar un cuarto de siglo viviendo aquí. (¿¿En serio?? ¡Cuenta bien, hombre,
cuenta bien!)
A pesar de todo este tiempo, no me
atrevo a decir que sea yo un yeclano de pura cepa, pero sí me considero un
aspirante a puracepista y me declaro un completo enamorado de esta ciudad.
Siempre recibo con agrado cualquier
testimonio que de su Historia me quieran contar, y me gusta presumir de Yecla cada
vez que tengo ocasión.
Hace poco leí un artículo sobre todas
las construcciones que se han ido deteriorando con el tiempo, y de aquellas que
en sus reformas no han quedado muy bien paradas. De esto ya me había percatado
yo, y siento siempre una mezcla de rabia y pena cuando observo que no se cuidan
y hasta se dejan perder lugares emblemáticos de la ciudad que tienen tanta
historia que merecerían un reconocimiento perpetuo.
Y saltando de más información por
aquí y otros datos por allá, leí que Yecla tiene más de dos mil casas vacías. ¡Más
de dos mil!
Y entonces, dado que desde
siempre he sentido una irresistible atracción por las casas abandonadas, me
fueron asaltando más de dos mil preguntas.
¿Estarán todas cerradas a cal y
canto?
¿Dónde estarán ahora mismo las
dos mil llaves que las abren?
¿Qué fue de sus dueños?
¿Cuál será la casa que más tiempo
lleva sin ser visitada?
¿Cuál será la más misteriosa?
¿Cuántas tendrán todavía objetos
de valor en su interior?
¿Habrá alguna con biblioteca
petrificada?
…
Desde que conozco este dato voy
observando con más atención las casas de las calles que transito y,
verdaderamente, hay muchísimas que parecen decirme: “¿Y tú te sorprendes de ese
cuarto de siglo en Yecla? Si supieras el tiempo que llevo yo aquí olvidada…”
Y sí, lo reconozco, daría lo que
fuera por entrar a curiosear por todas y cada una de ellas. Y saludarlas, y
admirarlas, e imaginar sus historias…
Casi escucho el crujir de las
bisagras de sus entradas, tras empujar con fuerza esos portones que el flujo del tiempo se
ha encargado de sellar como losas.
Veo el polvo, que se presenta
tan inmaculado como en el Mar de la Tranquilidad. Está en las baldosas del zaguán,
en las escaleras, en las superficies de todos los muebles…
Imagino tantas telarañas como para hilar
el gran manto del tiempo que cubre los recuerdos.
Hay algo común en todas las casas
abandonadas. No importa si la vivienda
está en el centro de la ciudad o apartada en el campo; si los techos son de
escayola o dejan ver el cielo abierto; si está muy deteriorada o todavía conserva
un aspecto decente. En todas se detiene el tiempo en el mismo instante en que
te introduces en ellas. De hecho, deja de existir.
Y los sonidos se vuelven fugaces. Y llegan hasta ti con un eco especial. El de tus propios pasos, el ligero retemblar de las persianas que mueve el
viento, los crujidos de maderas viejas, una gotera en algún lugar, el vuelo de
un moscardón desorientado…
No, no hay emociones comparables
a las de caminar por una casa abandonada. Ni mejor laxante.
Si yo pudiera entrar a las dos
mil casas abandonadas…
Y si pudiera hacer un inventario
tanto de objetos físicos como de sensaciones personales, con seguridad escribiría la más bella y sombría Enciclopedia del abandono.
Y expresaría mi absoluta
fascinación ante libros y revistas que duermen en polvorosas estanterías.
Los cosquilleos de emoción ante
cartas y fotografías olvidadas en algún cajón.
Esa melancólica nostalgia al
descubrir juguetes antiguos.
La fascinación al observar la tenue luz que se filtra entre las viejas persianas, que descubre la sempiterna belleza de lo decadente.
Y un repelús no exento de macabra
atracción al encontrar cucarachas disecadas o ratones momificados.
He fotografiado algunas puertas de casas de Yecla que llevan muchos años cerradas. Y os aseguro que les he susurrado que mantengan todas las maravillas que guarden en su interior para el día en que me permitan visitarlas.
Les he dicho que, de momento, sólo puedo hacerlo con la imaginación.