14 de abril de 2021

BREVES LONGEVOS

(RELATOS INSPIRADOS EN HECHOS REALES)

-¡Señor Villaescusa!, ¿es usted?

El niño, que caminaba distraído por el parque dando puntapiés a una lata vacía, levantó la cabeza al oír que alguien lo nombraba.

-Pero, hombre, Villaescusa… ¿Cuánto hace que... ?

Por un instante  tuvo el impulso de echar a correr. No conocía de nada a aquel anciano y el desconcierto lo asustó, pero comprendió que resultaría descortés salir huyendo, así que se quedó muy quieto, observando cómo se levantaba  del banco y empezaba a caminar con la ayuda de un bastón.


Era muy alto, y llevaba puesto un oscuro abrigo de felpa que casi rozaba el suelo.

-Pero cuánto hace que…-decía mientras se acercaba - ¿Cuánto hace que no lo veía? ¿Sigue usted yendo a la escuela?

El niño asintió con la cabeza, mirando fijamente a aquella cara tan arrugada, esperando caer en la cuenta de quién era.  

-¿Ha estado enfermo o algo? Porque ahora que lo pienso... hace mucho que no me encontraba con usted.

-No, no he estado enfermo –respondió el niño, que no lograba encontrar alguna pista que diera luz a semejante misterio: el repentino saludo de un hombre al que no parecía haber visto jamás.

-¿Y sus padres?  ¿Están bien?

-Sí, bien

-Salúdelos de mi parte. También hace mucho tiempo que no los veo.

Y como al niño le resultó tan embarazoso preguntarle quién era, murmuró un inaudible “gracias” y comenzó a caminar alegando que tenía que volver a casa.

A punto de abandonar el parque se volvió para mirarlo una vez más y pudo ver cómo el anciano lo observaba desde la distancia y alzaba el bastón a modo de despedida. 

Esa noche, durante la cena, comentó lo ocurrido a sus padres.

-¡Me llamaba señor Villaescusa! ¡Y me hablaba de usted!

-¿Y qué aspecto tenía? -quiso saber su madre.

-Parecía un espantapájaros con abrigo. Tenía una cara como una patata vieja. Y  un bigote blanco muy finito, como el que se queda cuando te bebes un vaso de leche.

Su padre dejó de sorber la sopa para mirar al pequeño.

-¡Tú has visto a Don Alberto!

-¿Qué?  ¿Quién es ese?

-¡Madre mía! ¡Claro! ¡Tiene que ser él! Fue mi maestro muchos años en el colegio.  Muy alto y muy delgado, ¿verdad?

-¡Pero yo no lo conozco! -proclamó el niño

-¡Claro que no! -contestó su madre –Lo que ha pasado es que eres igualito a tu padre cuando tenía tu edad.

El niño se quedó callado un instante.

-Entonces ese hombre…  -exclamó asombrado- ¿se creía que yo era tú? 

Su padre no contestó, se había quedado mirando al vacío, en silencio, evocando recuerdos que llegaban y se iban como ecos de voces infantiles en un patio muy muy lejano.

“Don Alberto Conesa… -murmuró– Cómo le dolió jubilarse… Nunca me paré a pensar si aún viviría...”


 ***



Hubo un tiempo en que contaba aquel incidente con rabia. Al rememorarlo se alteraba y despotricaba contra la juventud, lamentaba la falta de educación y terminaba abatiéndose al imaginar un futuro en el que no quedaran valores.

Sin embargo el paso del tiempo suavizó su forma de ver las cosas y un buen día, sin saber bien a qué se debió el cambio, se sorprendió a sí mismo contándolo  de manera desenfadada.

Así es como yo lo escuché:

<<Una vez, estando en unos grandes almacenes, vi cómo un joven de unos 15 o 16 años cogía un frasco de perfume y se lo metía disimuladamente detrás del cinturón, tapándolo con la camiseta. 

Descubrirlo me dejó tan abochornado que en un principio no pensé decirle nada. Pero luego me volví a cruzar con él en un pasillo y no me pude contener.

“¿Sabes que me recuerdas a un nieto que tengo?”, le dije. “Y lo mismo que le diría a él te lo voy a decir a ti, porque podría ser yo tu abuelo, y los abuelos queremos lo mejor para nuestros nietos. Anda… deja en su sitio eso que has cogido antes. No merece la pena” 

“¡Pero qué está diciendo!”, me dijo poniéndose a la defensiva. 

“Mira, muchacho”, continué sin perder la calma, “puede que te vayas de aquí sin que pase nada, pero podría ser que eso aún fuera peor, porque volverías a hacerlo y al final te acostumbrarías. Piénsalo, ¿de verdad merece la pena?”

El chaval se alejó de mí, pero yo me fui tras él.

“¡Pase de mí, que no nos conocemos!”

Pero yo, que ya me había envalentonado, seguí dándole consejos, intentando hacerle ver la importancia de ser honrado, de seguir por el buen camino. 

Al final se detuvo y me dijo que no era para tanto, que lo había cogido para su novia.

“Pues si es para tu novia no debes de quererla  mucho si piensas regalarle algo robado. Seguro que eres capaz de ganar dinero por ti mismo, para comprarle todo lo que merezca”

Y entonces vi cómo miraba a derecha e izquierda , se levantaba la camiseta y me entregaba la caja con el perfume.

“Usted gana, abuelo. Ya se lo compraré cuando tenga dinero.”

Y se marchó.

Unos minutos después se me acercó por detrás y me dio un par de palmadas en el hombro. 

“¡Gracias por los consejos, abuelo!” , me dijo con una sonrisa.  

Y la verdad es que aquello me pilló tan de sorpresa que me quedé un buen rato sin reaccionar, emocionado por su actitud, pensando que había conseguido hacerle entrar en razón.

Cuando salí al aparcamiento vi que me había estado esperando y que se acercaba. ¡Tonto de mí, que me alegré al verle, porque quería premiar su gesto!

“¡Gracias por el regalo, abuelo!” 

“¿Qué regalo?”

“El que lleva en ese bolsillo del abrigo”

Resultó que me había metido el perfume en un bolsillo sin que me diera cuenta y cuando lo saqué me lo arrebató y se largó corriendo.

“¡Gracias de parte de mi novia! “, me gritó desde lejos.

¡Ay, cómo me indignó aquello! ¡De haber podido lo hubiera agarrado del cuello y… !

¿Y sabes lo más gracioso? Pues que cuando había ido a colocar el perfume en su estantería, vi que no era caro y decidí comprarlo. ¡Para él! ¡Para regalárselo si lo volvía a ver!  

¡Pero qué ignorante fui! Me sentí peor que si me hubiera robado todo lo que tenía.

Todavía me acuerdo algunas veces de él, y me pregunto qué tal le irá en la vida. Igual es una buena persona y le va bien. 

Es lo que quiero creer.

Espabilado era, desde luego.>>

 

***


Cuando Lita era niña tenía un millón de ilusiones revoloteando  en su interior y  soñaba a lo grande y reía y quería el mundo entero.

Ha cumplido 80 años recientemente y aún hoy suspira al recordar los teatrillos domésticos que hacía con sus muñecas, cuando se disfrazaba de cualquier personaje y ordenaba en su cabeza las historias que quería  representar. Aunque casi siempre lo hacía para ella misma, temblaba de gozo cuando su padre, que enviudó al nacer ella, se sentaba en su butaca para verla actuar.

“Mi padre era el hombre más bueno del mundo. Por entonces  yo creía que iba a dedicarme a ser actriz, y que él estaría siempre conmigo. Ya ves, ilusiones...”

Recién estrenada la adolescencia, Lita se zambulló de golpe en un mar de luto al fallecer su padre. Fue aquella época una nebulosa fría que la dejó perdida y sin rumbo, sin hallar estrella alguna que le sirviera de guía. 

La acogieron unos tíos que habían prometido darle un porvenir, pero la entregaron pronto en casamiento.

Él era un hombre mucho mayor que ella, y de alguna forma Lita quiso ver en él al padre que faltó de su lado y al que tanto echaba de menos. Pronto descubrió, sin embargo, que su marido no era un hombre cariñoso, (“No es que fuera malo, simplemente no sabía querer”) y se fue acostumbrando a un vacío que, con el paso de los años, se iba agrandando en su interior.

“Mi marido murió hace casi 30 años. No tuvimos hijos. Al quedarme viuda… No sé qué hubiera sido de mi vida si no llego a conocer a Don Elías.”

A través de las primeras confesiones, aquel cura fue descubriendo el gran dolor que llevaba arrastrando Lita durante toda su vida, y la ayudó todo lo que pudo. 

“Me trató como a una hija, y como yo lo llamaba Padre, casi me sentía en familia con él. El día que se jubiló me lo pasé llorando”  

Lita vuelve a suspirar.

“No sé por qué, cuanto más mayor me hago, más me acuerdo de mi padre.”

Atesora preciosos diamantes de felicidad  cuando mentalmente vuelve a su lado. Entonces se pone aquel sombrero de lazos azules que le regaló, con el que tanto le gustaba actuar. Y se va a la playa, sobre sus hombros, y vuelve a correr por la orilla, riendo al evitar las olas que les hacían cosquillas en los pies… Y vuelve  a aquellas vacaciones de Pascua, cuando los dos subían al monte de Las Cruces y cogidos de la mano, agotados pero satisfechos, contemplaban la ciudad a sus pies y el inmenso valle que se perdía en el horizonte...

Son imágenes muy antiguas, ya desgastadas, pero que para ella siguen brillando como el oro.