Mi hermana Ana me ha sugerido en más de una ocasión que cuente en el blog aquellos juegos con los que tanto nos entreteníamos hace años. (Mejor no digo cuántos, que se me seca la boca)
Esta misma mañana me reía recordando uno y me he decidido a escribir sobre el tema.
Os recuerdo que mis dos hermanos pequeños se llevan 7 y 8 años conmigo, y que fueron dos excelentes compañeros de juegos con los que pude dar rienda suelta a esa mezcla de imaginación y puntillo maquiavélico que siempre tengo tuve.
La cantidad de juegos en los que les hice partícipes es amplísima: Los Momitos, El Río, El Hotel Mustafá, Los Bomberos, El Árbol, El Coche Loco... por lo que, para no extenderme demasiado, me centraré hoy solo en tres: La Calle, El Circo y Los alemanes.
LA CALLE.- Este venía a ser simplemente un juego de interpretación y sugestión en el que, como en otros muchos, nos metíamos tanto en nuestros papeles que los vivíamos casi como algo real.
Fran y Ana eran, en éste y en otros tantos juegos, dos inocentes niños que estaban prácticamente solos en el mundo. Vivían en un barrio marginal y su madre, enferma en la cama, les daba algo de dinero para que bajaran a la calle a comprar medicamentos en la farmacia.
Esa calle era el pasillo del campo en el que siempre hemos vivido, un pasillo que oscurecíamos bajando todas las persianas de las habitaciones o simplemente jugando por la noche. Imaginadles en su tierna edad (entre los 6 y 9 años) cogidos de la mano, avanzando lentamente por ese pasillo -esa calle quiero decir - por la que deambulaban muchos borrachos, quinquis y drogadictos.
- Chist, niños - les salía yo al paso poniendo cara de tipo sospechoso - ¿tenéis dinero?
Ja. Si es que eran unos actores de tomo y lomo porque no me veían como su hermano mayor sino realmente como el tipo depravado que no se lo pensaría dos veces a la hora de darles un navajazo.
Iban sorteando todos los obstáculos como buenamente podían pero siempre terminaba por aparecer un loco que se abalanzaba sobre ellos con un grito inhumano que les obligaba a correr y esconderse debajo de las camas o dentro de algún armario. Matar, matar...
Reconozco que yo disfrutaba como un enano.
EL CIRCO.- He aquí a los dos huerfanitos Fran y Ana ganándose la vida trabajando en un circo que realizaba funciones por muchos países. Se pateaban medio mundo, pues lo mismo jugábamos un día al Circo de Polonia que al Circo de China al siguiente.
Había un denominador común y es que los espectadores (osea yo) eran siempre muy pero que muy exigentes. Si la función no resultaba de su agrado no se conformaban con que les devolvieran el dinero. ¡Qué va! Salían en estampida y en masa hacia ellos. Matar, matar...
¿Que en qué consistían las funciones? Nada, cuatro cosas: eran unos hermanos malabaristas que hacían la voltereta sobre una colchoneta, el pino contra la pared, el pinopuente en el suelo y alguna cosilla más, con mucho redoble de tambor y ovación de las masas.
Como a Fran no se le daba demasiado bien el pino, solía acabar dándose un coscorrón contra el suelo y entonces la tensión se podía mascar en el ambiente. El público en las gradas exigía algo grande y entonces Ana se tenía que esmerar mucho para contrarrestar esos fallos de su hermano.
Pero el número final, y atención, porque aquí llega el mayor espectáculo habido y por haber, era convertirse en llamas humanas.
Yo les ponía alcohol en las manos y lo prendía con un mechero. Ellos lo debían apagar rapidamente de un manotazo para que el público rugiera de emoción, pero como a mí se me iba la mano con la botella (cof, cof, sin querer, ¿eh?), a veces hacían desaparecer las llamas azules al segundo o tercer intento.
Todos sabemos lo que esto desagrada a los que asisten, digamos, al Circo de Yugoslavia. Matar, matar...
¡Cómo corrían los pobres! Escaldados y encima... a palos.
¿Cómo? ¿Que yo era un loco y un irresponsable? Vamos a ver, demasiado bueno fuí siempre para tener el Diablo dentro. Por algún sitio tenía que salir mi punto de maldad y el fuego, ¿no?
Además, preguntadle a ellos si lo pasaban bien o no.
(Y es que, claro, vosotros no imaginais lo que era ver cómo Fran apagaba con tanto nervio esas llamas que le socarraban los pelillos del brazo... ¡no hay espectáculo en el mundo que superara aquello!)
LOS ALEMANES.- Todo comenzaba con el sonido del motor de un avión acercándose y un grito de horror:
¡¡Los alemanes! ¡Vienen los alemanes!
El avión aterrizaba y descendía un JuanRa nazi con una cara de malas pulgas de las de echarse a temblar.
Se suponía que los dos pobrecitos hermanos, (aquellos a los que les robaban el dinero en la calle y que actuaban con mayor o menor éxito bajo las carpas) sabían perfectamente alemán, (por la cuenta que les traía)
El alemán se les quedaba mirando y exclamaba algo como:
- ¿Krasen Molen Heir?
Fran y Ana determinaban de antemano que lo mejor era que él no hablara porque el pobre siempre la terminaba cagando. Así que ante cualquier pregunta, él se limitaba a señalarse la garganta y emitir un aggg, aggg, que venía a decir:
"Señor alemán, a mi no me pregunte que soy mudo y además tengo una faringitis del catorce"
Ana, más resuelta, ponía su mejor sonrisa y pronunciaba:
- Ejk (Ejk era la única palabra en alemán que sabían y que significaba Guapo)
Por lo general, el alemán era tan vanidoso que sonreía como un bobo ante el piropo y los dejaba en paz, pero otras veces quería más conversación:
- Oh, Destrofen vulter monisken?
- Mm, no - decía tímidamente Ana
- ¿¿¿NOO?? - rugía el alemán
- Ah, yeah yeah- corregía ella nerviosa sin tener ni idea de lo que podía haber dicho.
Así de tonta era la cosa, pero de divertida al mismo tiempo pues yo llevaba las riendas hacia el grado de tensión que me diera la gana.
- ¿Parffij... mevissen o trevissen?
- Mevissen - se aventuraba a decir Ana.
- Ahhh, ¡¡Mevissen!! - decía el alemán alzando la voz.
- No, ¡Trevissen! - corregía ella temiendo haber metido la pata.
- ¿¿TREVISSEN??
- Mevissen, mevissen mevissen - volvía a rectificar.
Y todo esto con pulcra seriedad. Ay, si les daba por reirse... ¡Esto no era un juego, era la dura realidad!
Otras veces Ana conseguía hasta contarle chistes al alemán sin saber nada del idioma. Simplemente yo permitía que lo lograra, y el hombre reía abiertamente y cantaban juntos canciones alemanas que él a veces interrumpía para que ella prosiguiera hecha un manojo de nervios.
Al final se marchaba de buen humor.
Hasta que volvía en otra ocasión en la que Fran ya estaba obligado a hablar.
Pero Fran no daba pie con bola. El alemán no le entendía nunca. En sus deseperación, Fran a veces exclamaba
- ¡¡Ejk, ejk, ejk!!
Pero era peor. Terminaba a tiros con él. Matar, matar...
Lo curioso es que aquellos juegos no funcionan hoy con mis hijos.
Al de la calle no hemos jugado porque no tenemos un pasillo en condiciones; al del circo... uff, no sé, experimentar con cobayas no estaba mal, pero con seres humanos... ¡angelicos míos!
Y al de los alemanes... a éste sí he intentado jugar con ellos, pero cada vez que les hablo en alemán severo se descojonan en mi cara. ¡No se meten en sus papeles! Y así no hay manera.
Ay, Fran, Ana... ¡¡con vosotros sí que era divertido!!