Desde mi
asiento veo cómo el joven se adelanta para abrirle la puerta a su
abuelo, y una vez dentro le vuelve a coger del brazo con afecto. El
chico me da las buenas tardes y el anciano, que camina arrastrando
los pies, me saluda con un gesto de su cabeza.
- ¿Dónde
te sientas, abuelo?
- En
aquella mesa.
Observo
cómo le quita con cuidado el abrigo y el sombrero y los cuelga en
la percha más próxima.
Una vez
sentado le pregunta si está bien y el abuelo le dice que sí y hace
un gesto con la mano a su nieto, apremiándole a marcharse.
- Dentro
de hora y media vengo a por ti, ¿vale?
- No, no
hace falta que vengas, ya me bajo yo andandico
- Ni
pensarlo, luego vengo a recogerte.
- Pero...
Y sin
darle opción a réplica se despide dándole un beso en la mejilla.
El
hombre se queda en silencio, relajado en su silla, esperando a que
lleguen sus compañeros de juego.
Quedo
emocionado ante la forma de actuar de este muchacho.
Se va
llenando el salón conforme pasan los minutos. La mayoría de los
mayores llegan solos, con su propio pie, unos con paso más agil que
otros.
A Damián
lo trae su hija en coche, y desde el coche hasta el salón de juegos
se acerca él con su andador de aluminio. Ella no suele entrar, pero
esta vez lo acompaña porque él le ha pedido que le saque un café
de la máquina.
- ¡Este
hombre...! - entra ella refunfuñando - ¡Cuanta más prisa tiene
una, más pide!
- La
próxima vez que me pida el café a mí y yo se lo saco – le digo.
- ¿Has
oído? - dice alzando la voz para que le oiga su padre – Cuando
quieras un café se lo pides al chico.
- Claro, a
mi no me cuesta nada...
- Es que
de verdad, está ultimamente... - me dice mientras espera a que el
vaso se llene - Si no lo traigo no saldría de casa. ¡Que le daba
miedo caerse! Y voy, le compro el andador y ni aún asi. Y luego un
móvil para que me llame cuando quiera que le recojamos. Si es que no
le falta de nada. Y es que es lo que yo le digo, ¡sal de casa y
distráete! No, es que si no se mueve se hace viejo en cuatro dias,
¿sabes? Por eso le obligo - Saca el vaso del hueco de la máquina y
se lo lleva a la mesa- ¡Toma! ¡Tu café!
Más de
una vez hemos oído, y hoy yo lo puedo asegurar convencido, que un
anciano se parece más a un niño que a un adulto. Al anciano le
gusta sentirse mimado, y los desaires y las ofensas los acusa
profundamente. Con ternura y apoyo moral se les da más fuerza que
con toda la ayuda material que muchas veces, por lástima o por
propia comodidad, les prodigamos.
Para un
joven es más o menos fácil recuperarse de las adversidades que
puedan sucederle en el terreno afectivo, pero para un viejo es ya muy
difícil.
He visto
a tantos jóvenes mirar a los ancianos como bichos raros, sin
respeto, como si fueran algo pasado que ya no cuenta ni merece la
pena prestar atención...
Qué
poco pensamos en que el paso del tiempo es rapidísimo y que todos
llegaremos a esta situación en la que, después de una accidentada
vida llena de luchas, de desengaños, de ingratitudes y de egoismos,
lo que más nos importará es que nos quede lo mejor que de ella
hemos conocido: el afecto, el cariño, el amor.
Vuelve
la hija a llevarse a su padre.
- Venga,
aligera que he dejado el coche mal aparcado. No te habrás manchado
otra vez de café, ¿no? Venga, veeenga, que tengo prisa.
Llega el
nieto a recoger a su abuelo.
Le pone
el abrigo y el sombrero. Cuando salen por la puerta oigo al joven
preguntarle si ha ganado al dominó.
- Pues de
cinco partidas que hemos echao, una vez solo
- ¡Pero
abuelo, asi no vamos, ¿eh? Así no vamos! – y lo vuelve a tomar
del brazo.