26 de diciembre de 2018

EN BUSCA DE LOS TRES REYES MALOS (Audio cuento grabado en familia)


En los primeros días de este 2018, cuando era un año  recién estrenado y faltaba mucho para decirle adiós, escribí un cuento que hoy quiero compartir con todos ustedes. 

Fue creado con la idea de que tuviera tantos personajes como miembros de la familia dispuestos a ponerles voz, tal como habíamos hecho tiempo atrás con la grabación de un cuento ya conocido: la Bella Durmiente.

En esta rocambolesca historia fue necesario hacer algunos  reajustes sobre la marcha, y hubo multitud de  ideas divertidas aportadas tanto por los mayores  como por los pequeños, sobre todo por los pequeños, que se sumaron al proyecto de grabación con sumo entusiasmo.

Los protagonistas principales son mis sobrinos Marta y Saúl y mi hija Aitana, como los tres niños majos que han de viajar a Oriente a llevar algunos regalos a los Reyes, pero en el transcurso del cuento aparecemos todos: abuela, tíos, primos… ¡Hasta la mascota de la casa hizo su aportación con algunos ladridos!

Naturalmente fue una experiencia muy divertida y un bonito recuerdo para la posteridad.
Espero que les guste.

PD. Aprovecho para desear a todos los lectores de este blog  ¡¡ MUY FELICES FIESTAS y un fructífero AÑO 2019!!

12 de noviembre de 2018

TEATRILLOS GRATUITOS PARA TARDES DE OTOÑO


SE ALZA EL TELÓN.

Un hombre acostado en un catre.  Sentada a sus pies, una anciana vestida de negro con una guadaña en el regazo.


EL HOMBRE: ¿Eh? ¿Quién anda ahí?:
LA MUERTE: Yo
EL HOMBRE: ¿Yo? ¿¿Quién es yo??¡Conteste!
LA MUERTE: ¿No lo ve usted? Soy la Muerte.
EL HOMBRE: (muy asustado) ¿La Muerte? ¿Cómo que la Muerte?
LA MUERTE:   Eso es lo que he dicho, la Muerte.
EL HOMBRE: ¡No puede ser!
LA MUERTE:  Tanto como no poder ser…  No sólo soy, es que aquí estoy.
EL HOMBRE:  Y esto qué quiere decir. ¿Que voy a morirme?
LA MUERTE: Parece que de momento no. Solo me está soñando.
EL HOMBRE: Ah, ¿estoy soñando?
LA MUERTE:  Así es (se pone la mano sobre la boca y bosteza) Duerme usted como un tronco.
EL HOMBRE: Pues vaya susto, porque yo no quiero morirme.
LA MUERTE: Muy natural.
EL HOMBRE: Y no pienso despertarme hasta que no se marche.
LA MUERTE: (murmura algo)
EL HOMBRE: ¿Cómo dice?
LA MUERTE: ¡Que a ver si se va usted a morir de tanto dormir!
EL HOMBRE: No, en serio, cuando abra los ojos no quiero verla, ¿eh?
LA MUERTE: Ya verá como no estaré.
EL HOMBRE: Ay
LA MUERTE: ¿Qué pasa?
EL HOMBRE: Ahora me da miedo despertar.
LA MUERTE: (negando con la cabeza) Anda que… ¡si ya le he dicho que tan solo me está soñando!
EL HOMBRE: Es que tampoco quiero soñarla.
LA MUERTE: (suspira y hace una pausa) Escuche, ¿nunca ha oído que el que sueña con la Muerte está alargando su vida?
EL HOMBRE: ¿Eso es verdad?
LA MUERTE: Eso dicen
EL HOMBRE: ¿Y no me dirá esto para que yo me despierte y llevarme con usted?
LA MUERTE: ¡Ay, qué cansino! ¡Me entran ganas de matarlo! ¡Despierte de una vez!

El hombre despierta pero no se atreve a abrir los ojos.

EL HOMBRE: (alzando la voz) ¿Está usted ahí? (Silencio) ¿Señora? ¿Está ahí? (Se reincorpora de golpe y mira) ¡Vaya!  (respira aliviado) Al menos no es una mentirosa.

CAE EL TELÓN  (y lo mata)

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Noche de San Juan. En el cielo brilla una luna como el faro de Alejandría. Echadas sobre la hierba del prado, dos figuras plateadas. Son dos jóvenes enamorados que miran al firmamento con las manos enlazadas.

MARINA: ¿Tú me quieres, Julián?
JULIÁN: Yo te adoro, Marina.
MARINA: ¿Cuánto me quieres?
JULIÁN: Como el cielo, infinito.
MARINA: ¿Infinito? Pero eso no lo puedo imaginar. Ponme otro ejemplo.
JULIÁN: Es que te quiero infinito. No se me ocurre otro ejemplo. 
MARINA: (señalando la bóveda celeste) ¿Me quieres como ir volando hasta aquella estrella y volver?
JULIÁN: Aquella estrella está demasiado cerca para lo que yo te quiero.
MARINA: Entonces, ¿hasta qué estrella me quieres?
JULIÁN: Hasta la última de todas, que está tan lejos que desde aquí no se puede ver.
MARINA: ¿Si? Bueno, eso casi lo puedo imaginar.
JULIÁN: Está al otro lado del infinito.
MARINA. ¿Y cómo se llama esa estrella?
JULIÁN: Se llama como tú, Marina.
MARINA: (se estremece) ¿De verdad, Julián?
JULIÁN: Claro
MARINA: ¿Entonces me quieres como ir volando hasta la estrella Marina y volver?
JULIÁN: No volvería.
MARINA: (se vuelve a estremecer) ¿Por qué no volverías?
JULIÁN: Porque está tan lejos que no llegaría nunca.
MARINA: (se queda en silencio y suspira) Ay
JULIÁN: ¿Qué te pasa?
MARINA: Que no me gusta eso. Yo quiero que vuelvas.
JULIÁN: (ríe) Pero si es sólo un ejemplo. Para que veas lo mucho que te quiero. ¿No lo entiendes?
MARINA: (larga pausa) Sí lo entiendo.  Pero prefiero que me quieras un poco menos. Hasta un lugar que yo pueda ver y del que te vea volver.

Julián levanta la mano de Marina y la besa.

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En el escenario, gran revuelo de criados ante la puerta de acceso a palacio. Todos se han acercado a ver entrar al joven soldado que arrastra con esfuerzo la ensangrentada cabeza de un dragón.

EL REY: (descendiendo al salón con solemnidad) ¿Qué alboroto es este? ¿Qué ocurre? (se detiene atónito al ver aquella bestia a los pies del soldado)
EL SOLDADO:  Majestad, (hace una reverencia) os brindo la cabeza de este monstruo que he conseguido abatir.
EL REY: ¡Cuidado con esa sangre! La Reina no soporta ver manchas en la alfombra.
EL SOLDADO: (algo confundido) Mis disculpas...
EL REY: ¿Dónde se escondía tamaño bicho?
EL SOLDADO: Más allá de las Montañas Salvajes, en el Precipicio de las Cavernas.
EL REY: (observándolo de cerca) Interesante... ¿Y lo habéis matado vos mismo?
EL SOLDADO: Así es. ¡Y no sin esfuerzo! Casi muero en el intento.
EL REY: ¿Qué arma utilizasteis?
EL SOLDADO: Mi espada, Majestad. Nada más. Bueno, y ésta (con un dedo se toca la frente varias veces) Fuí capaz de vencerle por ser más inteligente que él. Aun así casi me asa como a un pollo.
EL REY: Os agradezco el obsequio. Una vez embalsamado  quedará muy bien en alguno de estos muros.
EL SOLDADO: Claro, Majestad, pero...
EL REY: Sí, sí, haré que os recompensen.
EL SOLDADO: No, Majestad, verá... Si fui en busca de este dragón fue por...
EL REY: (se golpea la frente con la palma de una mano) ¡Es cierto! Prometí desposar a mi hija con el hombre que... ¡Avisad a la Princesa!

Un par de doncellas desaparecen por un lateral y a los pocos minutos llega la princesa. Al ver la cabeza del dragón en el suelo, se echa las manos a la cara y los ojos se le llenan de lágrimas.

LA PRINCESA:  ¡¡Rufus!! (se arrodilla y abraza el cuello ensangrentado) ¿Qué te han hecho, mi querido amigo? (llora y grita) ¿¿Quién ha sido el infame que te ha dado muerte?? ¡¡Ay, Rufus, mi dragón favorito!! ¡¡Pagarán por esto!!  ¡¡Te lo juro!!

(El rey y el soldado se miran con los ojos muy abiertos, alejándose poco a poco)

25 de octubre de 2018

AQUELLAS CABAÑAS DE MADERA


En mis habituales desplazamientos de Yecla a Petrel, al pasar a la altura de Sax, puedo ver esta hermosa sierra en la distancia.


Tengo tan buenos recuerdos de este lugar que es imposible no sonreír cada vez que miro ese paisaje desde la autovía, aunque también me deja siempre una inevitable estela de nostalgia.

Fue a finales de los años setenta cuando mi padre compró un terreno a los pies de estas montañas (que casualmente se llaman Picachos de Cabrera)

Era una parcela de cultivo, con almendros y vides en un terreno en declive.
Un buen día nos sorprendió con la increíble noticia de que había construido una cabaña allí.
He de decir que nuestro padre viene a ser una combinación entre Cristóbal Colón, por lo aventurero y descubridor, Robinson Crusoe, por su capacidad de supervivencia y San Francisco de Asís, por su amor por los animales y la Naturaleza, y su predisposición a la meditación.  

Y no es que tuviera conocimientos de arquitectura precisamente, qué va, pero con un poco de intuición y una gran cantidad de ilusión, el resultado fue más que notable, especialmente para dos hijos adolescentes y otros dos de menor edad que vivimos la visita a aquella cabaña como la aventura entre las aventuras.

Recuerdo cómo disfrutamos recorriéndola por dentro. Nada más entrar estaba la cocina, con una gran mesa de madera colocada en el centro, también construida por él. Una ancha estantería a la derecha servía de separación con el salón, y al fondo, dos recias puertas daban paso a dos habitaciones más.
Todo: suelo, techo, paredes, bancos, estanterías estaba hecho con tablones de madera.

Y si tener una cabaña pegada a la montaña era ya un lujo sin igual, el quedarse algún fin de semana en ella, pasando la noche  en sacos de dormir sobre mantas fue la reoca.

Qué días tan agradables, tanto en verano como en invierno, pasamos en aquella cabaña. Unas veces solos, otras con abuelos, tíos y primos, y siempre con nuestro perro Tranquilo, que recorría alegremente el monte hasta terminar rendido.


Mi madre la iba decorando cada vez que íbamos, hasta dejarla muy acogedora. La recuerdo llevando cojines, colchas y manteles de vivos colores, jarrones con flores secas y algunas pieles de cabra que colocadas sobre las paredes  encajaban perfectamente en la rusticidad del entorno.
Jugábamos a las cartas o al Monopoly, comíamos alrededor de la gran mesa, contábamos historias, chistes… y siempre  terminábamos cantando el Carrascal.

Carrascal, Carrascal, qué bonita serenata,
Carrascal, Carrascal, que me estás dando la lata.

Nuestro padre vendió finalmente aquella cabaña, pero en la cabeza ya estaba planeando construir una mayor, de varias alturas (porque él siempre ha soñado así, a lo grande)
No sé si sería con el dinero que recibió de aquella venta o con la de algún otro terreno, o tal vez con la suma de ambas cosas, porque la cantidad de tablones, tornillos, clavos, tejas y herramientas de todo tipo que necesitó para el nuevo proyecto fue colosal.

Eran ya los años 80 cuando, a unos cien metros de la pequeña, empezó a construir la segunda cabaña. ¡Y qué cabaña! ¡Aquello parecía el Hotel de algún pueblo del Far West!


Hace unas semanas le telefoneé para comentarle que tenía idea de escribir sobre las cabañas en el blog, por si me podía dar datos que yo no recordaba.

-Vaya proeza aquella, papá. ¿Qué dimensiones tendría?
- Pues la primera era de 10 x 8 metros, y la grande unos 14 x 12.
- Y dos alturas, creo recordar, ¿no?
- No, en realidad eran tres, porque al haber desnivel pude distribuir habitaciones en tres alturas.
- Pero ¿cómo fuiste capaz de hacer algo tan grande?
- Bueno, me ayudaron dos personas, que por cierto también se llamaban Juan. Éramos tres Juanes. Pero sí que era grande, sí. Imagínate: 120 pilares, una chimenea hermosísima, con su campana, y un ensamblado de tablas  que resultó muy complicado, pero todo encajó a la perfección.
- ¿Qué fue lo que más te costó?
- Las ventanas, porque eran amplísimas. Y anclar la campana de cocina, pero lo hice  de tal forma que ni una bomba la habría tirado al suelo.

Aunque en la construcción de aquella cabaña empleó varios años, no tuvimos problema en ir disfrutándola mientras tanto, y en ocasiones fuimos por nuestra cuenta los cuatro hermanos, unas veces con primos y otras con amigos.

Solíamos llevar radiocassette para que no faltara música, hacíamos excursiones por el monte y preparábamos alguna parrillada en la chimenea o en el exterior.
Era impresionante ver a través de aquellos grandes ventanales rectangulares cómo iba cambiando la tonalidad de las montañas conforme avanzaba el día. Y una vez el sol se ocultaba tras un horizonte anaranjado, empezaba a sonar otra música: el cricri de los grillos.

Podría contar montones de historias vividas allí, pero me acuerdo especialmente de una que sucedió a mediados de los 90.

Habíamos ido a pasar el fin de semana mis hermanos, tres amigos y yo. Fran tuvo la idea de ir vestido como un cowboy, con su sombrero tejano, camisa a cuadros, pantalones vaqueros e incluso botas de montar, por lo que todo él encajaba como un guante en aquella cabaña.
Parece ser que un vecino de la zona había pasado con su coche esa mañana y desde lejos nos había visto bailando sobre el depósito del agua de la cabaña pequeña, que era una tarima hecha de obra que parecía un escenario.
Estaba ya oscureciendo cuando oímos llegar un coche. Uno de nosotros bromeó diciendo que tal vez era un asesino que venía a matarnos y a todos nos entró el pánico y la risa y nos escondimos por la cabaña. Como el hombre empezó a golpear la puerta y no parecía dispuesto a marcharse, no tuve más remedio que abrir.
Y nos echó un buen puro, por lo dicho, porque nos había visto haciendo el cabra en propiedad privada (para entonces hacía ya tiempo que aquella otra cabaña ya no era nuestra). Me disculpé, justificándome con que sólo nos estábamos divirtiendo y que no habíamos roto nada, pero el hombre había venido muy mosqueado y empezó a preguntarse si no estaríamos allí sin permiso. Le expliqué que no, que aquella cabaña era de mi padre y que habíamos ido a pasar el fin de semana, pero el hombre no dejaba de ladrar malhumorado.
Y en esa tensión nerviosa nos encontrábamos cuando de repente se oyó el  sonido de unos tacones bajando lentamente por las escaleras.

CLONK... CLONK... CLONK...

Y entonces apareció Fran, con su sombrero sobre los ojos  y los brazos en jarra, y exclamó:
"¡Oiga usted...!"

No recuerdo las palabras exactas que utilizó, pero se puso muy serio para decirle que si ya le habíamos asegurado que no sucedería más y que le habíamos prometido que aquella cabaña era nuestra, no había más que decir, que nos dejara disfrutar en paz.

Entonces el hombre se marchó y tras un silencio todos explotamos en aplausos y risas.

"¡Impresionante, Fran!" "¡El hombre ha visto bajar a Clint Eastwood y se ha acojonado!" ¡Madre mía, si parecía que ibas a desenfundar!" "Yo es que ni me había dado cuenta de que no estabas, Fran, jaja!” ¡¡Ha sido de película!!"

Todavía hoy recordamos  aquel "clonk, clonk" de las botas de Fran bajando por las escaleras como un desafiante pistolero en el saloon.



Por necesidades económicas, mi padre también terminó vendiendo aquella cabaña cuando le quedaba poco para concluirla.
Siempre me dio mucha pena pensar que no recibió ni de lejos el valor que realmente tenia aquella maravilla que con tanto esfuerzo e ilusión había creado. 
El hombre que la compró no se preocupó nunca por ella y con los años el exterior se fue deteriorando más y más.
Un amigo me dijo que al no tener cierre las ventanas, los vándalos habían ido entrando y haciendo estragos, pintando graffitis y destrozándolo todo.

Hace más de 20 años que no he vuelto por allí. Ni siquiera me he acercado por la zona.
No quiero ver aquello de forma distinta a como lo recuerdo. 
La imponente silueta en la noche de aquella casa de madera... mi primo Juan con la guitarra, cantando todos a la luz de la luna... el aroma a serrín... o aquellos amaneceres, cuando lo primero que veían nuestros ojos era el brillante verdor de los pinos, encaramándose por  los perfilados riscos de los picachos de Cabrera.

Tu esfuerzo mereció la pena, papá. Tus cabañas nos hicieron muy felices.
Lo demás ya no importa.



18 de septiembre de 2018

¡AHH, QUÉ CALOR TAN BUENO!

Me considero una persona tranquila, de natural sereno, que no se altera fácilmente  y a la que es muy difícil ver enfadada. Dado que mi bienestar está íntimamente ligado a la armonía que me rodea, evito al máximo las discusiones y huyo de los conflictos como de la peste.

Ni siquiera cuando estoy nervioso lo exteriorizo, con lo que en ocasiones llevo por dentro (muy adentro) una secreta procesión en honor a San Vito.

Se puede decir que vivo en una constante calma y no sería exagerado que me llamaran  "El hombre tranquilo", como aquel film de John Ford.

Sin embargo hay dos situaciones  en las que todo lo anterior se volatiliza y consiguen que me transforme en todo  lo contrario a lo que acabo de exponer.

Una de ellas es al volante.
Cuando hay atascos, cuando el tráfico es demasiado lento, cuando a los semáforos se les olvida que tienen una luz verde... ¡me crispo! Y todavía más si llevo mucha prisa y todo el mundo se organiza  para prolongar al máximo mi cabreo (como conté aquí)
Dentro del coche paso de ser Jekyll a Mr. Hyde en menos de los que se tarda en meter una marcha.

La otra excepción es con el calor.  
Esos días sofocantes en los que cualquier actividad física, por suave que sea, me hace sudar a mares me pone de un humor de perros. Soporto bastante bien el frío, (soy muy amigo del otoño, e incluso del invierno), pero el veranito... ¡ay!
Creo que toleraría mucho más el calor si no fuera porque soy de glándula sudorípara alegre y, como es lógico, me resulta muy incómodo sentir la ropa pegada y la cara húmeda en todo momento.

El súmmum de mi mal humor se produce, por consiguiente,  si voy conduciendo, todo son trabas en el trayecto y el sol se viene arriba y me tortura subiendo el termostato. ¡¡Ahí se me llevan todos los demonios en fila india!!

Una vez hablaba con mi hermana de estos cabreos míos y me hizo ver que  no eran esas circunstancias las que me hacían perder la paciencia, sino que era yo mismo, por mi baja tolerancia a sentirme incómodo, el que creaba esa rabia que terminaba desesperándome.
Y es cierto que, dependiendo de la actitud, una misma realidad puede llegar a verse de maneras muy distintas.

Recuerdo las muchas veces que, al subir al coche de nuestro  padre, después de haber estado varias horas al sol, mi hermano y yo nos quejábamos agobiados:

- ¡Arrggg! ¡Qué calor! ¡Rápido, papá, baja las ventanillas, que me ahogo!

Un día, escuchando nuestras continuas protestas, nos dijo con una sonrisa:

- No sabéis lo que decís. ¿Es que no os dais cuenta de qué calor tan bueno hace aquí dentro? ¡Es un calor maravilloso!
- ¡Pero si no se puede ni respirar! - y nos apresurábamos a girar las manivelas.

Y así sucedía siempre, que nosotros le veíamos actuar de manera muy distinta a la nuestra: él con su calma y nosotros con nuestra desesperación.

- Ahhh, qué calor tan bueno - eran sus primeras palabras, nada más sentarse al volante - Dejad que pasen unos segundos para sentirlo bien. ¿Notáis cómo se abren todos los poros del cuerpo? ¿Verdad que es una sensación maravillosa?  Y ahora, con tranquilidad, bajamos las ventanillas.

Tardamos tiempo en entenderle, pero finalmente nos decidimos a imitarle en su forma de proceder, nos apuntamos a esa divertida manera de burlar a la realidad,  y al subir al coche, aun siendo un horno encendido que no dejaba de recibirnos con una ardiente bofetada, exclamábamos sonrientes:
"Ahhh, qué calor tan buenooo".


El calor siempre era el mismo, por supuesto, pero era infinitamente más llevadero si lo aceptabas con calma, si no permitías que ese mal rato te dominara.

Como suele suceder, la historia se repite, y cuando mis hijos suben hoy a mi coche y está que arde se apresuran a pedirme que encienda el aire acondicionado.

- ¡¡¡Jo, qué calor!!! ¡Dale, a tope, papá, que me aso!
-  Esa no es la actitud - les digo yo, tan asado como ellos -  Repetid conmigo: ¡¡Ahhh, qué calor tan buenooo!!