En mis habituales desplazamientos de Yecla a
Petrel, al pasar a la altura de Sax, puedo ver esta hermosa sierra en la
distancia.
Tengo tan buenos recuerdos de este lugar que es
imposible no sonreír cada vez que miro ese paisaje desde la autovía, aunque
también me deja siempre una inevitable estela de nostalgia.
Fue a finales de los años setenta cuando mi
padre compró un terreno a los pies de estas montañas (que casualmente se llaman
Picachos de Cabrera)
Era una parcela de cultivo, con almendros y
vides en un terreno en declive.
Un buen día nos sorprendió con la increíble
noticia de que había construido una cabaña allí.
He de decir que nuestro padre viene a ser una
combinación entre Cristóbal Colón, por lo aventurero y descubridor, Robinson
Crusoe, por su capacidad de supervivencia y San Francisco de Asís, por su amor
por los animales y la Naturaleza, y su predisposición a la meditación.
Y no es que tuviera conocimientos de
arquitectura precisamente, qué va, pero con un poco de intuición y una gran cantidad de ilusión, el resultado fue más que notable, especialmente para dos
hijos adolescentes y otros dos de menor edad que vivimos la visita a aquella
cabaña como la aventura entre las aventuras.
Recuerdo cómo disfrutamos recorriéndola por
dentro. Nada más entrar estaba la cocina, con una gran mesa de madera colocada
en el centro, también construida por él. Una ancha estantería a la derecha
servía de separación con el salón, y al fondo, dos recias puertas daban paso a
dos habitaciones más.
Todo: suelo, techo, paredes, bancos, estanterías
estaba hecho con tablones de madera.
Y si tener una cabaña pegada a la montaña era ya
un lujo sin igual, el quedarse algún fin de semana en ella, pasando la noche en sacos de dormir sobre mantas fue la reoca.
Qué días tan agradables, tanto en verano como en
invierno, pasamos en aquella cabaña. Unas veces solos, otras con abuelos, tíos
y primos, y siempre con nuestro perro Tranquilo, que recorría alegremente el
monte hasta terminar rendido.
Mi madre la iba decorando cada vez que íbamos,
hasta dejarla muy acogedora. La recuerdo llevando cojines, colchas y manteles
de vivos colores, jarrones con flores secas y algunas pieles de cabra que
colocadas sobre las paredes encajaban
perfectamente en la rusticidad del entorno.
Jugábamos a las cartas o al Monopoly, comíamos
alrededor de la gran mesa, contábamos historias, chistes… y siempre terminábamos cantando el Carrascal.
Carrascal, Carrascal, qué bonita serenata,
Carrascal, Carrascal, que me estás dando la
lata.
Nuestro padre vendió finalmente aquella cabaña,
pero en la cabeza ya estaba planeando construir una mayor, de varias alturas
(porque él siempre ha soñado así, a lo grande)
No sé si sería con el dinero que recibió de
aquella venta o con la de algún otro terreno, o tal vez con la suma de ambas
cosas, porque la cantidad de tablones, tornillos, clavos, tejas y herramientas de todo
tipo que necesitó para el nuevo proyecto fue colosal.
Eran ya los años 80 cuando, a unos cien metros de
la pequeña, empezó a construir la segunda cabaña. ¡Y qué cabaña! ¡Aquello
parecía el Hotel de algún pueblo del Far West!
Hace unas semanas le telefoneé para comentarle
que tenía idea de escribir sobre las cabañas en el blog, por si me podía dar
datos que yo no recordaba.
-Vaya proeza aquella, papá. ¿Qué dimensiones
tendría?
- Pues la primera era de 10 x 8 metros, y la
grande unos 14 x 12.
- Y dos alturas, creo recordar, ¿no?
- No, en realidad eran tres, porque al haber
desnivel pude distribuir habitaciones en tres alturas.
- Pero ¿cómo fuiste capaz de hacer algo tan
grande?
- Bueno, me ayudaron dos personas, que por
cierto también se llamaban Juan. Éramos tres Juanes. Pero sí que era grande,
sí. Imagínate: 120 pilares, una chimenea hermosísima, con su campana, y un
ensamblado de tablas que resultó muy
complicado, pero todo encajó a la perfección.
- ¿Qué fue lo que más te costó?
- Las ventanas, porque eran amplísimas. Y anclar
la campana de cocina, pero lo hice de
tal forma que ni una bomba la habría tirado al suelo.
Aunque en la construcción de aquella cabaña
empleó varios años, no tuvimos problema en ir disfrutándola mientras tanto, y
en ocasiones fuimos por nuestra cuenta los cuatro hermanos, unas veces con
primos y otras con amigos.
Solíamos llevar radiocassette para que no
faltara música, hacíamos excursiones por el monte y preparábamos alguna parrillada en la chimenea o en el exterior.
Era impresionante ver a través de aquellos
grandes ventanales rectangulares cómo iba cambiando la tonalidad de las
montañas conforme avanzaba el día. Y una vez el sol se ocultaba tras un horizonte
anaranjado, empezaba a sonar otra música: el cricri de los grillos.
Podría contar montones de historias vividas
allí, pero me acuerdo especialmente de una que sucedió a mediados de los 90.
Habíamos ido a pasar el fin de semana mis
hermanos, tres amigos y yo. Fran tuvo la idea de ir vestido como un cowboy, con
su sombrero tejano, camisa a cuadros, pantalones vaqueros e incluso botas de
montar, por lo que todo él encajaba como un guante en aquella cabaña.
Parece ser que un vecino de la zona había pasado
con su coche esa mañana y desde lejos nos había visto bailando sobre el
depósito del agua de la cabaña pequeña, que era una tarima hecha de obra que
parecía un escenario.
Estaba ya oscureciendo cuando oímos llegar un
coche. Uno de nosotros bromeó diciendo que tal vez era un asesino que venía a
matarnos y a todos nos entró el pánico y la risa y nos escondimos por la
cabaña. Como el hombre empezó a golpear la puerta y no parecía dispuesto a
marcharse, no tuve más remedio que abrir.
Y nos echó un buen puro, por lo dicho, porque
nos había visto haciendo el cabra en propiedad privada (para entonces hacía ya
tiempo que aquella otra cabaña ya no era nuestra). Me disculpé, justificándome
con que sólo nos estábamos divirtiendo y que no habíamos roto nada, pero el hombre
había venido muy mosqueado y empezó a preguntarse si no estaríamos allí sin
permiso. Le expliqué que no, que aquella cabaña era de mi padre y que habíamos
ido a pasar el fin de semana, pero el hombre no dejaba de ladrar malhumorado.
Y en esa tensión nerviosa nos encontrábamos
cuando de repente se oyó el sonido de
unos tacones bajando lentamente por las escaleras.
CLONK... CLONK... CLONK...
Y entonces apareció Fran, con su sombrero sobre
los ojos y los brazos en jarra, y
exclamó:
"¡Oiga usted...!"
No recuerdo las palabras exactas que utilizó,
pero se puso muy serio para decirle que si ya le habíamos asegurado que no
sucedería más y que le habíamos prometido que aquella cabaña era nuestra, no
había más que decir, que nos dejara disfrutar en paz.
Entonces el hombre se marchó y tras un silencio
todos explotamos en aplausos y risas.
"¡Impresionante, Fran!" "¡El
hombre ha visto bajar a Clint Eastwood y se ha acojonado!" ¡Madre mía, si
parecía que ibas a desenfundar!" "Yo es que ni me había dado cuenta
de que no estabas, Fran, jaja!” ¡¡Ha sido de película!!"
Todavía hoy recordamos aquel "clonk, clonk" de las botas de
Fran bajando por las escaleras como un desafiante pistolero en el saloon.
Por necesidades económicas, mi padre también
terminó vendiendo aquella cabaña cuando le quedaba poco para concluirla.
Siempre me dio mucha pena pensar que no recibió
ni de lejos el valor que realmente tenia aquella maravilla que con tanto
esfuerzo e ilusión había creado.
El hombre que la compró no se preocupó nunca por
ella y con los años el exterior se fue deteriorando más y más.
Un amigo me dijo que al no tener cierre las
ventanas, los vándalos habían ido entrando y haciendo estragos, pintando
graffitis y destrozándolo todo.
Hace más de 20 años que no he vuelto por allí. Ni
siquiera me he acercado por la zona.
No quiero ver aquello de forma distinta a como
lo recuerdo.
La imponente silueta en la noche de aquella casa de madera... mi primo Juan con la guitarra, cantando todos a la luz de la luna... el aroma a serrín... o aquellos amaneceres, cuando lo primero que veían nuestros ojos era el brillante verdor de los
pinos, encaramándose por los perfilados
riscos de los picachos de Cabrera.
Tu esfuerzo mereció la pena, papá. Tus cabañas
nos hicieron muy felices.
Lo demás ya no importa.