¡JA! ¡Es un hecho! ¡Soy el mejor tío del mundo! ¡Y tengo un papel que lo demuestra!
La batalla ha sido dura pero he salido victorioso.
No voy a desmerecer ahora a mis hermanos, que, como tíos, sí, bueno, se esfuerzan lo suyo, pero ellos no han recibido, como yo, por escrito y firmada, semejante distinción.
Y desde aquí reconoceré que tú, Tomás, has sido bueno, muy bueno con tu arte de hacerles cosquillas en la espalda, y con masajitos de esos tan gustosos que les hacen soltar una mar de babas en el sofá.
Y tú, Fran, eres un perfecto león a la hora de perseguirles y morderles brazos y piernas hasta hacerles llorar de risa (y de dolor, porque el colmillito lo clavas, amigo, ¡vaya si lo clavas!)
Pero a la hora de la verdad, cuando ya no les valen excusas para seguir levantados y se les manda a la cama, todos corren a buscarme.
- Tío Juan, ¿nos vas a contar un cuento?
- ¡Sííí, porfaaa, un cuento, un cuento…!
Y ahí es donde saco yo toda mi profesionalidad como cuentista especialista en hijos y sobrinos. Qué queréis, son muchos años ya…
Tengo que reconocer que gran parte del mérito es de ellos, que son muy agradecidos, porque cuando no me apetece ponerme a inventar una historia (que ahora que no me oyen diré que es casi siempre) me permiten que me meta en jardines embarrados y en caminos sin salida, y que la trama se vuelva tremendamente absurda, y ni aún así protestan. Y eso que yo mismo me encuentro tan perdido a veces que no puedo evitar partirme de risa, sobre todo al comprobar en esas caritas expectantes cuánto me conocen y qué serios esperan pacientemente a que se me pase la tontería y prosiga el cuento de la manera más digna posible.
Creo que todo me lo perdonan porque lo que más les gusta (sobre todo a Marta) es que al final haya una ronda de preguntas, cosa que hago para comprobar lo listos que son (y si han estado atentos)
- A ver, quién me dice cómo se llamaba la niña que pescaba truchas con los pies.
- ¡Parrusica!
- Muy bien
- ¿Y por qué no paró el autobús en el pueblo?
- Porque era jueves y en ese pueblo los jueves la gente pegaba coces.
- ¡Eso es!
- ¿Y a quién se le cayó un zapato por la ventana?
- …
- ¡No, eso no lo has contado!
- ¡Muy bien, Marta, has estado atenta! (Marta gana casi siempre)
En fin, que el otro día mis sobrinas me regalaron un papel en el que habían escrito y firmado que soy el mejor tío del mundo. No es por nada, pero no todos pueden presumir de algo así, y además, si ellas dicen que soy el mejor, es que lo soy, que no me venga ahora nadie a convalidar títulos similares. Este es el oficial y verdadero.
De momento mis sobrinos (e hijos) no leen este blog, pero como quizás lo hagan algún día, voy a dejarles hoy aquí un nuevo cuento dedicado, al más puro estilo tiojuanesco.
Hubo una vez un caminante que pasaba por los pueblos contando cuentos a los niños del lugar. Era tan bueno en su oficio que se le consideraba el mejor cuentacuentos del mundo. Bueno, en realidad lo era de medio mundo, porque nunca se aventuraba a ir a la otra mitad en la que es de noche, pues le daba miedo la oscuridad.
Cuando los niños y niñas le veían llegar, exclamaban alegres:
- ¡¡Ya está aquí el cuentacuentos!!
Y corrían hacia él para hacer un gran corro manolo a su alrededor y terminar echando culos en tierra para disponerse a escuchar.
Los padres de las criaturas, satisfechos al verle aparecer, podían dedicarse tranquilamente a hacer otros menesteres, sabedores de que por un buen rato sus hijos no les iban a molestar, y así aprovechaban para podar rosales, alimentar al loro, lavar el coche o preparar espaguetis a la carbonara, con su ajito y tal.
Pero, ay amigos, nadie imaginaba que en realidad ese cuentacuentos era un tramposo, un gandul que tenía un buen truco para no pasar tanto tiempo entre niños.
Lo que este hombre hacía era que comenzaba el cuento con todo el encanto posible, con toda la magia y acción de que era capaz, y ponía el cuento en la velocidad suficiente para, en un momento dado, soltarlo y que siguiera en marcha por inercia. Entonces la historia seguía andando por sí sola y él aprovechaba que los niños seguían embobados para salirse del círculo y echarse a dormir la siesta bajo alguna higuera.
Nadie se daba cuenta de que el cuenta cuentos ya no estaba porque el cuento, con la carrerilla que él le daba, lograba llegar hasta el final.
Sí es cierto que algunos niños se percataban de que cada vez la historia se hacía más lenta, hasta el punto de que al acabar la cosa ya sonaba muy rara en ese “ ...y colorín coo…loor….aadooo, esteee cueeeeeeeen……toooooooo…..seaaaaaac….ccccc….ccabbbbaaa….
El último do rara vez se escuchaba porque el cuento llegaba a su fin muy desinflado, pero los niños quedaban más que satisfechos y volvían a sus casas comentando la maravillosa historia que habían escuchado.
Nunca hubo problemas ante esta forma de actuar, y el cuentacuentos la utilizaba una y otra vez para su feliz asueto.
Sin embargo, una tarde en la que había amanecido lloviendo, ocurrió un percance que cambió el rumbo de las cosas.
Los niños vieron aparecer al cuentista y se arremolinaron alegres a su alrededor, los padres sonrieron y se volcaron en sus rosales, loros, coches y espaguetis, y el cuentista empezó con un nuevo y maravilloso cuento.
Introducción atractiva, personajes con carácter, comienzo trepidante, carrerilla, velocidad y… adiós muy buenas, ahí les dejaba, con el cuento en automático para marchar a prepararse la merienda.
Pero esta vez no había contado con que el suelo estaba húmedo por la lluvia y que el cuento iba a demasiada velocidad. Estando lejos de allí no llegó a saber que en un momento dado, cuando el príncipe Remigio cabalgaba a todo cabalgar, el cuento pegó un patinazo, resbaló hacia la izquierda y fue a chocar contra un árbol próximo para rebotar y darse un trompazo con una papelera del parque.
El caballo de Remigio fue a caer espatarrado delante de Angelines, la hija del farmacéutico, que del susto empezó a llorar. Un zapato del príncipe le dio en la boca a Manolín, que estaba en primera fila y miraba a un lado y a otro muy confundido. El Reino de Maravindes, incluido castillo, cayó entero encima de las hermanas Felisa y Maribel. ¿Las mató?, os preguntaréis. No, porque la imaginación no pesa mucho, pero el susto que se llevaron aún no lo han soltado las pobres.
Algunos padres oyeron los gritos y llantos de los niños y salieron apresurados en su auxilio para descubrir el caos.
Carlitos no conseguía sacarse de la cabeza las enaguas de una bruja, Rosita estaba enterrada en las monedas del avaro y gritaba socorro, un alguacil apareció metido en la papelera y no dejaba de escupir plumas, un burrico con alforjas trotaba por los alrededores, dando coces a los gnomos…
- Pero, pero… ¿¿dónde está el cuentacuentos??
- Ay, no lo sabemos, de momento el cuento se ha vuelto loco.
Al hombre lo encontraron en un bancal, cocinando junto a un ribazo.
- ¡Sinvergüenza!, ¿le parece bonito lo que ha hecho? ¿Para eso le pagamos?
- ¡Eh, un momento, que a mí nadie me ha pagado nunca, que esto lo hago por afición!
- Ha dejado a los niños solos, ¡es usted un farsante!
- Yo les he dejado acompañados de un cuento. ¡De un buen cuento!
- ¡Váyase a freír espárragos!
- Pues precisamente en eso estaba, friendo unos esparraguitos tiernos, ¿ustedes gustan?
Toda esta historia nos trae una enseñanza, y es que hay que fiarse poco de los cuentistas, o que debemos abrir mucho los ojos para que no nos den gato por liebre, y además hemos de ser cautos para que las cosas no terminen patinando (sobre todo en días grises)
Y colorín, colorado…
Se ha hecho tarde, las preguntas las dejamos para otro día, ¿vale?
Anda, si diría que algunos se han dormido…
Bueno, yo estoy contento porque me han dado un título. ¡JA!