29 de enero de 2019

EL ZUMO DE LA VIDA

Ultimamente, de alguno de los cajones dorados de la memoria, ha estado asomando un recuerdo de mi niñez.
Tiene que ver con mi padre y unas naranjas.

Podría situar aquella mañana con bastante exactitud en el tiempo.  Yo debía de tener unos 5 o 6 años y mi hermano dos menos, y dado que los naranjos estaban cargados de frutos, debió de ser en invierno, o tal vez a principios de primavera.
De lo que no me cabe la menor duda es de que fue un día soleado.

Tomás y yo jugábamos por los exteriores de la casa de campo.  Nuestro padre nos pidió que nos sentáramos en un pequeño ribazo que separaba el camino de entrada de un pequeño jardín.
Traía entre las manos una naranja cortada en dos mitades.

- A ver - dijo - levantad la cara hacia mí y echad la cabeza hacia atrás. Vais a ver qué cosa más buena.

 Y primero a uno y después al otro, exprimió cada mitad sobre nuestras bocas abiertas, que recibían con gozo el dulce zumo de aquella naranja.

- ¡Qué! ¿Os ha gustado?
Mi hermano y yo asentíamos, complacidos, enjugando con las mangas las gotas que habían salpicado  la cara.

Después partió otras naranjas y la operación se repitió varias veces más. Los chorros de zumo caían con precisión sobre la lengua, pero la cantidad era a veces mayor que nuestra capacidad para tragar, lo que nos obligaba a cerrar los ojos y retener el zumo y aguantar la risa.
-  ¡Quiero más!
- ¡Y yo también!

Casi puedo ver la cara de satisfacción de nuestro padre exclamando "¡Esto es vitamina pura!"
Ni que decir tiene que  acabamos  con manchas de zumo por todas partes,  con las manos pegajosas y relamiéndonos como dos gatos.

Y aquel episodio con las naranjas  ha quedado como un recuerdo imborrable para los tres.

Otra imagen de mi padre que también viene a mí estos días es la de un momento a solas con él.
Me es más difícil determinar mi edad entonces. Calculo que entre los 15 y 17 años.
Acababa de llegar a casa y se sentó en la marquesina con aire abatido.  Yo había escrito un cuento corto. No recuerdo en absoluto de qué trataba, solo sé que me sentía satisfecho con el resultado y tenía ganas de compartirlo.

- ¿Quieres que te lea algo que he escrito?
Asintió con una leve sonrisa y yo comencé a leer.

Cuando concluí y levanté la cara del papel, descubrí que tenía los ojos cerrados y le caían lágrimas por las mejillas. Esto me dejó perplejo y como no supe reaccionar, me quedé en silencio.
Entonces, con la voz entrecortada por la congoja, dijo que había soñado siempre con grandes cosas para nosotros y que hubiera querido darnos todo lo que merecíamos. Dijo otras muchas cosas que hoy, por haber transcurrido tanto tiempo, no logro recordar, pero sé que tenían que ver  con un enorme deseo por su parte de que las cosas nos fueran bien en la vida.
Y aquella reacción suya, tan inesperada para mí,  me quedó siempre grabada.  

Y fue con el paso del tiempo, al tener hijos, cuando he logrado entender la emoción que le embargó aquel día. 
Probablemente estuviera preocupado por algún contratiempo, y al escucharme a mí, tan ajeno a los problemas que le agobiaban, tan entusiasmado con mi texto y mi ilusión por dárselo a conocer,  se conmovió, de la misma forma en que me conmueven a menudo muchos gestos de mis hijos, cuando en ocasiones han venido a mostrarme algo de lo que se sienten orgullosos. A veces me pillan abstraído en mis propios pensamientos, pero en seguida me percato de lo importante que es para ellos mi aprobación.

Y muchas veces, observando a mis hijos, especialmente cuando duermen, me emociona contemplar su inocencia, la tranquilidad con la que viven su niñez, y recuerdo entonces las ocasiones en que mi padre nos decía:  "Si yo pudiera, querría para mi todos los males que os pueda traer la vida"
También es hoy cuando entiendo aquello, pues igualmente desearía que no tuvieran que conocer jamás las desilusiones, el dolor, los desengaños, la tristeza...
Sin embargo es inevitable que en la vida haya contratiempos, y que lo importante es ayudarles a creer en sí mismos, y a que hay que levantarse después de cada caída.

También recuerdo que cuando llorábamos, mi padre solía decir "No llores por eso. No tiene importancia. Mejor guarda esas lágrimas para cuando yo me muera"
Y no hace mucho tiempo, consolando a mi hija, se me ocurrió repetir las mismas palabras.
Fue gracioso, porque  no le gustaron nada.

- Me las decía mi padre cuando yo lloraba - le expliqué
- Pues a mí no me las digas nunca más,  que me pongo más triste.

Lo cierto es que tampoco a mí me gustó nunca eso de "cuando yo me muera", pero no se me ocurrió expresarlo tan abiertamente como ella.

En fin, cuento todo esto porque me gustan las historias familiares que se repiten en el tiempo, las que se transmiten de generación en generación casi sin darse uno cuenta, como un ciclo que se cierra y se vuelve a abrir, para renovarse cada vez.

Hace unos días, en el campo de Petrel,  senté a mis hijos en el mismo lugar en el que nos sentamos mi hermano y yo.

- Samuel, Aitana - les dije - echad la cabeza hacia atrás y abrid bien la boca.
Y apreté con mis manos  las naranjas que acababa de partir, para ver cómo el zumo caía en sus bocas.

Y entonces pude entender con plenitud la satisfacción que sintió mi padre aquel día.

El mismo ribazo, los mismos naranjos... Las mismas emociones.

Era otra mañana soleada. 
Tal vez un poco la misma.