Me cuesta admitir que hayan pasado más de 30 años sin volver a entrar en el que fuera el hogar de mis abuelos paternos.
Aquel lugar sigue tan nítido en mi memoria como si lo hubiera visitado ayer mismo.
De hecho, si cierro los ojos, puedo verme en la calle Eugenio Montes de Elda, ante aquel portón oscuro que se atascaba en el suelo y que tenía una aldabón de hierro con forma de mano sujetando una bola.
Aquella entrada daba paso a un rellano minúsculo con una escalera muy estrecha que subía a dos pisos. En el primero vivían mis abuelos.
Tampoco había timbre arriba, por lo que en la puerta, de un marrón casi negro, encontrabas otro llamador dorado sobre un letrero en el que se leía :
JUAN JOSÉ CABRERA PARTAL
GESTOR
Y una mirilla tan grande que, a través de la espiral que se formaba al abrirla, asomaba sin discreción alguna el ojo que te observaba.
Lo primero que se veía al entrar en la casa era una imagen de Santa Rita, en una peana en la pared. Llevaba un hábito negro que brillaba bajo la luz de un farolillo que siempre vi encendido, (hasta que un buen día descubrí que tenía un interruptor para apagarlo a la hora de irse a la cama)
Siempre me pareció aquella casa un lugar muy especial, sin duda por estar ligada a tantos recuerdos de niñez junto a mis primos, y al recordarla hoy diría que tenía un aire regio, señorial, y a la vez decadente, como el de la vivienda de una familia aristocrática venida a menos que se resistiera a modernizarse.
La habitación donde dormían mis abuelos, por ejemplo, estaba precedida por altos y recios cortinones con estampados de cachemir, como si ocultaran la alcoba de algún monarca. En ocasiones husmeaba a solas por allí y era tal la solemnidad que desprendía todo en su interior que no tardaba mucho en sentirme incómodo y salir corriendo.
Pero para demostrar que recuerdo toda la casa con detalle volveré a la entrada.
La dirección habitual en una visita dominical era hacia la izquierda, donde se encontraban salón y cocina, pero yo empezaré por la derecha, donde había un escalón - rematado con un desgastado listón de madera - para subir a un distribuidor de cierta elegancia, presidido por un gran tapiz de tonos ocre, con motivos orientales: palmeras, camellos, árabes con turbantes…
Bajo ese tapiz, un antiguo tresillo de terciopelo oscuro. Sentado en el sofá, se podían ver en la pared derecha cuatro fotografías enmarcadas de los hombres de la familia: mi bisabuelo Guillermo, mi abuelo Juan, mi tío Guillermo y mi padre, y en la de la izquierda un cuadro a carboncillo de Laocoonte y sus hijos luchando con la serpiente. Enfrente la ya citada habitación de “los monarcas”.
Este distribuidor servía como antedespacho o sala de espera al lugar de trabajo de mi abuelo: una gestoría montada en la sala más luminosa de la casa.
No había lugar tan pulcro y ordenado como aquel. Muebles de oficina cromados en color azul claro, alguno gris. Sobres y papeles bien apilados, máquinas de escribir, lapiceros perfectamente afilados y aquel teléfono blanco que tanto me llamaba la atención.
Recuerdo que al terminar la jornada, mi abuelo solía dejar colocados todos los utensilios de forma simétrica, de manera que podía saber si alguien le había tocado algo con solo echar un vistazo.
Del despacho de mi abuelo recuerdo especialmente la emoción que me produjo descubrir que existían gomas de borrar tinta y unos papeles azules que permitían calcar lo que uno escribiera sobre ellos. Cuando nos dejaba utilizar alguno pasábamos una tarde artística a lo grande.
El mayor encanto de aquella sala era un mirador rectangular con cuatro ventanas sobresaliendo a la calle. En ese mirador había una mesa camilla con calentador eléctrico, y allí pasaba mi abuela muchas tardes leyendo revistas del corazón, (en los tiempos en que la prensa rosa aún mostraba las vidas de famosos con un curriculum meritorio) o sencillamente se entretenía viendo a la gente pasar por la calle, por delante del Cine Ideal y del Bar Ideal, que ya no existen.
Hubo un tiempo en el que el recorrido de los desfiles de las fiestas de Moros y Cristianos pasaba ante aquel mirador, por lo que era un lujo para toda la familia el poder verlo desde tan privilegiado lugar.
Salgamos ahora de ese despacho (en el que recuerdo hubo una jaula con canario cantor) y volvamos al escalón para bajar a la otra mitad de la casa.
Si hay una particularidad que recordamos todos los hermanos es que el suelo tenia una evidente inclinación. Ignoro si se construyó mal desde un principio o que con los años se asentaron los cimientos de media vivienda , pero lo cierto es que si dejábamos una canica en el suelo del antedespacho terminaba por bajar el escalón, recorrer el pasillo y chocar con la puerta que daba a la terraza.
Este hecho hacia las delicias de los nietos que jugábamos a derribar soldados, calculando el recorrido de la canica. Había que tener en cuenta la irregularidad de algunas baldosas, todas con cromados antiguos, porque muchas veces la hacían botar y frustrar o beneficiar muchas estrategias.
Hagamos pues el mismo recorrido que una de aquellas canicas para pasar junto a un espejo redondo a la izquierda y otra habitación de puertas muy altas a la derecha. Aquel era un dormitorio que yo evitaba a la hora de jugar al escondite, pues el hecho de que durante largas temporadas un cirio encendido hiciera titilar luces rojas en su interior, me resultaba inquietante.
La canica chocaba, al final del pasillo, con la puerta que daba acceso a una terraza semicircular con macetas. Justo antes había dos estancias: a la izquierda, un cuarto de baño con varias losetas quebradas y bailonas y una bañera con manchas de óxido que semejaban caras de brujas, y a la derecha el salón comedor, el verdadero corazón de la casa, el lugar de las reuniones familiares, de tantos cumpleaños, de varios encuentros navideños, y de muchas tardes de merienda cargadas de cariño, tardes previas a las clases de música o de inglés en aquellos años de pruebas a estudios más o menos fallidos.
(CONTINUARÁ)