23 de diciembre de 2020

UN TESORO BAJO LAS TEJAS

 Esta es la historia de una simple visión que pasó a ser leyenda para convertirse con el tiempo en una verdad indiscutible.


Pero me explicaré mejor, empezando desde el principio.


Era yo un adolescente cuando, viviendo en la casa de campo de Petrel, hubo que cambiar algunas tejas porque había goteras. 

Mi hermano y yo tuvimos que admitir que habíamos estado caminando sobre el tejado, y no sólo para coger el balón cada vez que se nos colaba, sino también por el simple placer de hacerlo y ver el campo desde las alturas. 


Era muy sencilla esa aventura  dado que al tejado se podía acceder desde la terraza sorteando un muro bajo y estrecho, pero no contábamos con que aquellas tejas planas y rectangulares eran ya muy viejas y muchas de ellas se quebraron con nuestro peso.


El caso es que el día en que llegó el encargado de cambiarlas yo estaba presente. Recuerdo que me fascinó ver aquellos huecos abiertos al cielo y desde la terraza curioseé el interior como buenamente pude, maravillado al comprobar el enorme vacío abuhardillado que había bajo el tejado y el magnífico escondite que aquello sería si fuera posible entrar.


Entonces vi algo blancuzco en aquella semioscuridad, como una sábana extendida sobre una mesa, o sobre algún mueble grande. No me dio tiempo a observar mejor qué era lo que estaba viendo porque no duró mucho el cambio de tejas, pero aquello se me quedó grabado.


En cuanto tuve ocasión se lo conté a mi madre.


- Te habrá parecido – me dijo

- No, no, ¡que lo he visto!

- Sería otra cosa – insistía- Ahí arriba no puede haber muebles. ¡Se hundiría el techo!


Pero yo no quería olvidar aquella visión, era un descubrimiento fabuloso que hacía disparar mi imaginación. ¿Y si los antiguos inquilinos escondieron algo allí? Seguro que había cosas de valor, de mucho valor.


El tiempo pasó y de vez en cuando, si venía al caso, volvía yo a repetir que sobre nuestras cabezas había un tesoro escondido. A mi hermano empezaba a darle muchos más detalles y ya no era solo una mesa cubierta lo que había visto, también “recordé” un cuadro de una mujer misteriosa vestida de blanco.


- ¿En serio que lo viste? - me preguntaba Tomás

- ¡Claro que lo vi!

- ¿Te imaginas poder entrar? - se atrevía a aventurar

-  ¡Guau! ¡Encontraríamos cosas increíbles!


Y lo decía yo tan convencido que hasta mi padre parecía dudar cuando me escuchaba.


- Me pareció – dije un día- que sobre la mesa había algunos libros.

- ¿Cómo que libros? - exclamó mi padre, intrigado, y a mí me divertía enormemente crear tanta expectación.

- ¡Anda, anda! - salía al paso mi madre rompiendo la magia - ¿pero no veis que se lo inventa todo? ¡Pues no le gusta  ponerle misterio a la cosa!


Cuando mis hermanos pequeños crecieron, la historia era ya colosal. Había un esqueleto, un globo terráqueo, algunos juguetes viejos…


- ¿Y por qué no levantamos las tejas para ver todo eso? - me preguntaba el pequeño Fran.

- Yo también quiero verlo – decía Ana

- No, es mejor dejarlo ahí escondido – les contestaba yo.


Han pasado muchos años desde que tuve oportunidad de asomarme por aquel agujero del tejado y ver lo que vi. Hoy los adolescentes son mis hijos y a ellos también les he dicho siempre que allí, bajo las tejas, hay un escondite lleno de   cosas extraordinarias. Nunca me han creído, entre otras cosas porque la abuela continúa diciéndoles que su padre tiene demasiada imaginación.


Pero yo les digo que los mejores y más grandes tesoros son los que no se han descubierto todavía, aquellos que sabes que están ahí y que te están esperando. Que el brillo y la magia de esos tesoros radica en creer en ellos.


- Hay algunas personas tan tristes – les digo -  ¡que no creen ni en los Reyes Magos! Y entonces no queda más remedio que sean sus padres o sus parejas los que les compren alguna cosa. A mí me las regalan los Reyes. Y ahora que lo pienso… me parece que  guardan los regalos debajo del tejado del campo.


Solo me queda añadir que para cuando las futuras generaciones me pregunten qué es lo que vi aquel día, he compuesto una canción que dice:


¿QUÉ HAY EN EL TEJADO, DEBAJO DE LAS TEJAS?

UN MONTÓN DE MARAVILLAS DE LAS QUE NADIE SABE NADA

UN COFRE CON CIEN CARTAS, SEIS MUÑECAS VIEJAS,

UN SOLDADO  DE  MADERA CON SU CASACA  DORADA.


UN TARRO DE CRISTAL REPLETO DE CANICAS

EL DIBUJO DE UN LIRIO PINTADO CON SU SAVIA

UN GUANTE DE BOXEO QUE SIGUE OLIENDO  A  ARNICA

UN MAPA DE ITALIA Y  LA  ANTIGUA YUGOSLAVIA.


DISCOS DE EDITH PIAF,  DE BOLEROS Y DE  FADOS,

POSTALES DEL MUNDO, TEBEOS  DE  PESETA, 

LIBROS DE SALGARI Y UNO RARO TITULADO:

“LA CAZA DEL CIERVO SIN CEPO NI ESCOPETA”


FOTOS COLOR SEPIA, UNA RADIO DE BOTONES,

UN JUEGO DE MAGIA CON SU SOMBRERO DE COPA

UNA MANDOLINA, PARTITURAS Y CANCIONES,

UN ALBUM DE SELLOS CON LOS REYES DE EUROPA


ACUARELAS, PINCELES, UN AUTOBÚS DE HOJALATA,

GATOS Y  ELEFANTES DE ALABASTRO Y  DE MARFIL

Y BAJO UNA MESA, SORTEANDO SUS PATAS,

EL ZIG ZAG DE UNAS VÍAS CON SU  FERROCARRIL.




13 de diciembre de 2020

AL OTRO LADO DE LA PUERTA

 - ¡Ya están aquí, papá! - dijo el niño con los ojos cerrados y los dedos sobre las sienes.

- ¿Estás seguro? - Casi no reconoció su propia voz, estrangulada por el miedo.

- Sí, están muy cerca.

Sin saber por qué, intentando captar algún sonido del exterior, levantó la mirada hacia el techo de la habitación, como si fueran a irrumpir en cualquier momento perforando el tejado.

Una hora antes el lugar le pareció seguro; había bloqueado la puerta  con varios muebles robustos y la ventana, aunque cubierta con un rudimentario saco clavado a la pared, era demasiado pequeña como para que pudiera entrar alguien por ella.

 Ahora, sumidos en el más absoluto silencio, escasamente iluminados por una desnuda bombilla, le parecía que todas las precauciones eran insuficientes, que habría algo con lo que no habían contado.

El niño señaló el montón de cuchillos que habían traído de la cocina y que ahora, esparcidos sobre la cama, eran como el presagio de un horror inminente.

- ¿Los vas a usar? - susurró el niño.

- No va a hacer falta – mintió para tranquilizarle, sin saber  qué haría realmente si fuera inevitable defenderse. - Dime… ¿eres capaz de ver cuántos son?

El niño volvió a cerrar los ojos y agachó la cabeza durante unos segundos.

- Son muchos

- Como cuántos...

- Papá, - dijo abriendo los ojos – ¡son niños!

- ¿¿Cómo que niños??

- Y ya han entrado en la casa. ¡Están a punto de encontrarnos!

Primero fue un impacto suave sobre la puerta, como el del puntapié de un ser de corta edad. A ese sonido se sumaron otros, los golpes de pequeños puños golpeando la madera. Algunos con más ímpetu, como si hubiera entre ellos niños de mayor tamaño. Pronto aquel palpitar de golpes se convirtió en un estruendo opresor.

El hombre se aproximó lentamente hacia la puerta. No se oía grito alguno, ni el más mínimo susurro, solo el retumbar de patadas y puñetazos. Le dio la impresión de que, quienes quiera que fuesen los que había al otro lado de la puerta, ni siquiera respiraban.

Retrocedió despacio y se sentó en la cama. Intentaba disimular el temblor de manos apretando los dedos.

- Papá – susurró el niño

- Dime

- Toma – dijo ofreciéndole uno de los cuchillos.

- No, deja eso ahí.

- Tienes que usarlo, papá

- No, no te preocupes, no pueden entrar.

- Van a entrar, papá, coge éste.

Los golpes empezaron a sonar con mayor intensidad, como el repentino estallido de una tormenta de granizo.

- Es que si no lo haces tú – dijo el niño con absoluta calma - lo voy a hacer yo.

El hombre cayó de rodillas. Una empuñadura negra le sobresalía de la garganta. Quedó unos segundos palpándose el cuello con manos torpes hasta que se derrumbó.

El niño se quedó mirando el reflejo de la bombilla avanzando sobre aquel oscuro mar que se extendía en el suelo, como si fuera una solitaria estrella perdida en la noche.

Los golpes en la puerta empezaron a disminuir hasta cesar por completo.


(Relato inspirado en un sueño reciente)

1 de diciembre de 2020

SOL DE INVIERNO

 

Uno de mis momentos preferidos estos días es el de la hora de comer en el trabajo. 

A las dos, cuando el edificio se queda vacío, caliento la comida del tupper y me dirijo al patio trasero. Allí, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la puerta me relamo como un gato mientras me empapo de sol.

Yo, que tanto reniego del calor del verano, amo con todos mis sentidos al sol del invierno. 


Me reconforta especialmente en los días fríos en los que encuentras ese lugar perfecto, al abrigo del viento, para ahuecar hasta los huesos.

Y diré más: doy permiso al cielo para que alguna que otra nubecilla  juegue a tapar el sol durante  unos segundos, porque es una auténtica delicia sentirlo reaparecer con toda intensidad después de haber suplicado mentalmente que vuelva. 

 “Aparta, aparta, aparta” 

Y cuando la nube se va...  renace la dicha.


En situaciones así me suelo acordar de una escena de  Milagro en Milán, una película de Vittorio de Sica de 1951, en la que un grupo de humildes obreros intentan vencer el frio de un gélido día nublado dando saltos para desentumecer los pies. Todos llevan encima tantas capas de ropa como han podido conseguir.

De repente se abre un claro en las nubes y un débil  rayo de sol llega a  unos metros de ellos. Al verlo, todos corren hacia él, haciendo crujir la escarcha bajos sus pies. Con tal de recibir algo de calor, por liviano que sea, todos se apiñan en ese círculo de luz.

Las nubes vuelven a cubrir el cielo y todos lamentan lo breve que ha sido su felicidad, pero un nuevo foco  reaparece más allá y de nuevo corren hacia él. 


Siempre me hace sonreír el recuerdo de esa escena porque resulta muy cómica dentro del tono dramático de la historia.


Pero como decía, cada vez que el tiempo me permite comer en el patio, el aliciente me pone de buen humor.

Suele aparecer una avispa, (yo diría que es siempre la misma) revoloteando alrededor de mi plato. Me pregunto desde qué distancia es capaz de detectar el olor de mi comida.

Como se pone muy pesada, ya sé lo que he de hacer para que se marche.

En el borde de una de las macetas pongo un trocito de carne  y la avispa, después de un largo baile de zumba, se termina posando cerca para volver a salir volando con el trozo de carne entre sus mandíbulas.

A veces vuelve, y descubre que ya le tengo preparada su comida para llevar.


He terminado y alzo el rostro al sol con los ojos cerrados. Es un momento perfecto de silenciosa soledad. A veces me llega el lejano rumor del motor de un coche o los pasos de un viandante al otro lado de la verja, al que ya solo puedo imaginar con mascarilla.


Y pienso en el extraño y complicado momento que estamos atravesando. Y que la vida es también como el cielo en estos momentos: una luz radiante de  bienestar que no dura eternamente; que hay periodos más o menos largos de oscuras nubes que ocultan el sol y que consiguen hacernos olvidar que  sigue al otro lado y que tarde o temprano reaparecerá.


Por eso, aquí y ahora, con el sol abrazándome el cuerpo y el zumbido de la avispa buscando su comida, procuro ser muy consciente del momento, de vivirlo y disfrutarlo con intensidad.


Y llegarán las nubes para eclipsar la dicha, lo sé. 

Pero igual que lleguen, se irán.