Siempre participábamos más o menos los mismos y lo hacíamos intuyendo que íbamos a pasar calor por el día y miedo por la noche. Pero no por ello decaía la ilusión; todo lo contrario, en las penalidades estaba el verdadero encanto.
Además éramos siempre muchos y el calor humano siempre ayuda. (Mal de muchos, consuelo de tontos)
Repito que excursiones a la cueva ha habido muchas, pero hubo una que ha quedado grabada en nuestra memoria de forma especial. Retrocedo en el tiempo y me concentro para relatárosla lo mejor posible.
En aquella aventura éramos 12: Juanmi, Miguel, Juanjo, Gabi, Elías, Natibel, Juani, Santiago, Tomás, Fran, Ana y yo. Una verdadera multitud.
Lo primero era convencer a mi primo Santiago para que se viniera con nosotros. El muy testarudo se hacía mucho de rogar porque disfrutaba cuando le decíamos que sin él no podía haber excursión (cosa que en el fondo era verdad: sin Santi no era lo mismo)
Con una fecha próxima en el calendario, cada uno empezaba a improvisar una pequeña mochila acorde a su personalidad. A Fran no se le olvidaban las velas que por la noche daban ese ambiente tan acogedoramente macabro, a Juanjo no se le olvidaba su gorra ni a Santi los ajos con los que restregar las rocas para que su olor repeliera a bichos no deseados.
En aquella ocasión se me ocurrió una idea formidable.
Sólo hice a mi hermano Fran partícipe de mi secreto: grabaría en una cinta diversos sonidos de un disco de efectos especiales que yo tenía. Me llevaría un radio-cassette en la mochila sin decir a nadie que lo llevaba. Cuando se hiciera de noche, camuflaría el radio cassette en el exterior y haría creer a todos que los sonidos que se escucharan eran reales.
Pensarlo y hacerlo fue todo a un tiempo.
Tuve la buena idea de dejar un trozo de cinta en blanco al principio, para que cuando todo empezara a sonar ya hiciera rato que yo me encontrara en la cueva y nadie sospechara de mi momentánea salida.
Llegó el día de la excursión.
Calor, por supuesto. Y ganas de llegar. Y un largo tramo por los montes de Caprala en Petrel, por una rambla seca que en muchas zonas está cubierta por las copas de los árboles formando un túnel, hasta llegar al punto en el que sabemos que hay que dejar la rambla y empezar a ascender.
Pero de igual forma que no se la distingue de lejos, también es difícil llegar a ella. Uno debe abandonar la cómoda rambla para comenzar a subir por laderas de matorrales espinosos, piedras falsas y laberínticos senderos y soportar los pinchazos y resbalones siempre con el calor y los bultos a cuestas. Y por mucho que uno mire hacia arriba, la cueva no se digna a aparecer hasta que la tienes en las mismas narices.
Cuando por fin la alcanzas, al menos te recibe con el alivio de su sombra, y enseguida la sientes como tuya por lo acogedora que resulta, por las vistas que tiene y por ser un refugio apartado del mundo. Si fuese profunda causaría desasosiego, pero no lo es en absoluto. Es perfecta para doce personas tumbadas. No mucho más.
El transcurso hasta la llegada de la noche no viene al caso. Yo voy a lo que voy.
El momento en que mi plan se llevara a cabo llegó por fin.
Sin que nadie se percatara, descendí unos metros con el radio-cassette en mis manos y lo oculté entre unas ramas mirando hacia la cueva. Apreté el play y subí de inmediato.
Era noche cerrada y habíamos cenado. Momento perfecto. Yo aparentaba tranquilidad pero mi corazón latía fuerte por la emoción.
Seguíamos charlando cuando empezó a sonar el canto de unos grillos. Como Elías hablaba tan fuerte, nadie, salvo yo, que estaba atento a que todo funcionara como tenía previsto, se percató de nada. Los grillos seguían con su cri cri inútil, así que tuve que actuar. Les pedí silencio con la excusa de que me había parecido oír un ruido allá afuera. Con sus bocas cerradas se percibían los insectos en todo su esplendor.
- Sólo se oyen grillos - dijo Gabi
Mi hermano Fran me miró de reojo. Le devolví la mirada y sin palabras ya supo que el show acababa de empezar.
Ni qué decir tiene que yo había caldeado el ambiente durante todo el día dejando caer que por aquellos montes se habían visto lobos y jabalíes en muchas ocasiones, cosa que inquietaba un tanto a las chicas.
- Tranquilos - les había dicho yo con aires de suficiencia - si suben a la cueva empezamos a tirarles piedras y seguro que se asustan. Además, raramente atacan al hombre.
- Yo, por si las moscas me he traído un machete - decía Juanjo con chulería.
- Ay, calla, - remarcaba Juani - si me aparece un bicho de esos me meto en el saco y ya no salgo.
Pero la hora de la verdad llegó cuando en la lejanía, de forma nítida e incluso aumentada por el eco del lugar y la quietud de la noche, un lobo empezó a aullar.
- ¿¿Qué es eso?? - dijo alguien.
- ¡Parece un lobo! - exclamó Fran fingiendo asombro.
- ¡¡Ay madre - éste era yo con vena dramática - nunca los había oído de verdad!!
Después del lobo solitario se escucharon dos en coro, y luego más. Yo miraba a todos de soslayo. Los ojos como platos, los cuerpos en tensión. Fran dijo que había que avivar el fuego para que no se atrevieran a entrar, pero el personal estaba petrificado. Para más inri, yo no hacía más que dejar caer comentarios venenosos como que prepararan los machetes por si acaso.
La grabación llegó a su punto álgido, el momento que yo esperaba excitado, en el cual se oye a unas fieras gruñir en sonido ascendente, como si vinieran desde lejos y se fueran acercando. Entonces chillé "¡Coged piedras! ¡Suben!". Y Fran y yo fuimos apagando rápidamente las velas a soplidos como si fuera algo absolutamente necesario. Juani se aferró a mi brazo con tanta fuerza que me dolía. Elias palideció. Miguel se cubrió la cabeza con su saco. Santi no dudó en recoger y lanzar piedras contra las zarzas y Juanjo, y esto fue lo mejor, empezó a rezar y a jurar que si salíamos de ésta se sacrificaría por hacer mil cosas buenas. Y lo decía con una devoción...
A esas alturas, mis otros hermanos, Tomás y Ana, ya sabían que era todo una broma porque no sólo conocen ese disco, también me conocen a mí. Pero se aliaron a la causa.
Lo malo es que hay momentos en que el pánico se contagia y se hace colectivo, porque con los sonidos tan reales de monstruos rodeándonos, todos gritando a la vez, la cueva a oscuras y veinticuatro ojos mirando hacia la tenue claridad de la luna, convencidos de que de un momento a otro entraría como un relámpago un jabalí con espuma en la boca, desquician al más templado.
Cuando empezamos a lanzar piedras hacia la noche pensé que con lo que venía a continuación todos se percatarían entonces de que era todo un montaje. Del aparato llegaron risas aisladas, risas en grupo, enloquecidas, absurdas. Pero no se percataban del engaño. Estaban aterrorizados. Ni siquiera cuando empezaron a sonar los tañidos de unas campanas y osé a decir que debían ser las de alguna ermita abandonada dejaron de creerme.
El caso es que la cinta finalmente concluía con un sonido electrónico, como de platillo volante y ahí no aguanté más y empecé a reírme.
Algunos rostros empezaron a reaccionar y ya no tuve más remedio que aclarar que todo había sido una broma.
Natibel se disgustó mucho porque a su hermano Elías le sentó mal la cena y ya estuvo malo toda la noche. Juanjo y Miguel me dedicaron muchos "piropos" iracundos y Juani, que no terminaba de creer que no fuera a entrar una fiera en la cueva, seguía, cual grillete, sin soltarme el brazo.
Pero lo gracioso, lo gracioso de verdad, es que ninguno fuimos capaces después de salir a recoger el radio-cassette que nos esperaba allá afuera, en la quietud de la noche, donde se agazapan los lobos que aúllan a la luna.