Esta es la tercera entrada consecutiva que dedico al
Colegio Lloret. También la última.
Tenía muy claro, cuando me senté a escribir sobre aquella época de estudiante de primaria, que dejaría constancia de cómo era aquel edificio que nos albergaba, que recordaría a los profesores y que me dejaría llevar por el torrente de recuerdos de aquella etapa escolar.
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Para documentar la entrada busqué información en internet, pero no encontré datos ni foto alguna, por lo que me complace comprobar que ahora sí aparece lo que he escrito. De esta manera queda plasmada una muestra de pequeños fragmentos de la historia de un colegio, de mi colegio. Quizás esto permita que pueden llegar hasta mí antiguos alumnos del mismo.
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Con mi amigo
Juan Luis, compañero y amigo desde aquella etapa de mi vida, suelo bromear acerca de la necesidad de volver a recuperar cosas de nuestra infancia que han desaparecido y que el peso de la nostalgia nos las hacen más atractivas que las actuales.
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- Definitívamente tenemos que ponernos manos a la obra - empieza él - Lo primero que hay que hacer es tirar todos los móviles a la basura.
- ¿A la basura? Al retrete mejor - le secundo yo.
- Y quemar todas las Play Station del mundo, y las Wii y los MP3 y todas esas monsergas
- Eso, eso, los niños a jugar a la calle con las canicas y las chapas.
- Y destruir todos los canales de televisión. Sólo dejar la Primera y la Segunda cadena.
- Y que vuelva a llamarse UHF.
- Por supuesto, y que acabe pronto y a la cama, nada de programas de teletienda de madrugada. Que vuelva La Clave, y El hombre y la tierra y el Un, dos, tres en blanco y negro.
- ¿En blanco y negro? ¿Es necesario que sea en blanco y negro?
- Sí, mira, yo sé que habrá dolor, mucho dolor, pero es necesario.
- Entonces, internet... ¿desaparecerá también?
- Cómo ¡y tanto!
- Joder, sí que va a ser duro.
- Y nada de Carrefures, ni Mercadonas: los ultramarinos de barrio de toda la vida y la tienda de Rosarito.
- ¡Pero Rosarito murió!
- Pues se la resucita. En todo caso hay que volver a construir Galerias Preciados, que sí es de la época. Y volver a levantar piedra sobre piedra todos los cines en la ciudad y demoler las salas multicines de las afueras. Y que se vuelva a estrenar Tiburón.
- Tremendo, tío, tenemos muchísimo trabajo por delante, ¿eh?
- Mucho, mucho, pero necesario.
- Oye, ¿cuándo empezamos? ¿Tiramos ya los móviles al retrete?
- Estoo..., no, si eso ya empezamos mañana.
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Estas conversaciones son habituales entre nosotros.
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Hace unos años (tres o cuatro diría yo, pero no me atrevo a asegurarlo porque parece que al tiempo le guste jugar al despiste conmigo) Juan Luis me llamó por teléfono:
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- Oye, el trabajo de recuperar nuestra España sigue en aumento.
- ¿Y eso?
- También tendremos que volver a construir el Lloret, porque lo van a derribar para hacer un edificio de viviendas.
- ¡¡Qué me dices!!
- Lo que oyes. Adiós al último reducto de nuestra niñez.
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A ambos nos dio mucha pena que nuestro colegio fuera a ser demolido, por eso me pareció una excelente idea la que tuvo de pedir permiso al constructor para poder visitarlo por última vez.
El constructor resultó ser un tipo muy cordial que enseguida entendió nuestro sentimental motivo de querer acceder al edificio y se ofreció gustoso a abrirnos la puerta. Así que quedamos una mañana delante del colegio y yo me presenté con mi cámara de video.
Costó mucho abrir la puerta principal; la humedad la había atascado. Fueron momentos de mucha emoción porque ninguno de los dos habíamos vuelto a entrar en más de 20 años!!
Y os puedo asegurar que nada más abrir la puerta y acceder vivimos un auténtico viaje en el tiempo.
Todo estaba exáctamente igual a como lo recordábamos, si bien parecía más pequeño y, lógicamente, en peor estado.
El Colegio Lloret; el edificio gris del centro de la foto.
Los aseos del patio. Izquierda niñas, derecha niños.
Me gustaban mucho los días de lluvia en los que el suelo del patio se tornaba de un rojo vivo.
El cielo se encapotaba y había que encender las luces, lo que creaba una atmósfera de mayor recogimiento. Aquel sonido de las gotas contra las ventanas y el agua cayendo por los canales mientras en el calor de la clase el aroma de los lápices y las gomas de borrar se hacía más intenso. Inolvidable.
"Caaam-pooo, caaam-pooo" - cantábamos todos en el patio con las miradas puestas en este hueco por el que debía asomar Don Miguel para hacernos callar o para darnos el consentimiento de un día al aire libre.
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A ver, Cabrera: Baleares"
Yo me ponía en pie y empezaba a recitar.
Los ojos de los compañeros puestos en mí, esperando el momento divertido.
"Mallorca, Menorca, Ibiza, Formentera... y Cabrera"
"¿Es tuya la isla? " "Por supuesto que sí"- decía yo.
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Los niños de 5º se despiden" quedó escrito en esta pizarra. Y una fecha: 22 de junio de 1992.
El colegio no cumplía los requisitos de las nuevas leyes de educación y tuvo que ser cerrado.
Loli Bellot reía de una forma tan contagiosa que toda la clase terminaba a carcajadas.
Cuando por fin se le pasaba ese ataque de hilaridad
y volvía el silencio,
Don Antonio decía: "¿Se ha callado la gallina?"
Y, hala, vuelta a empezar. (Para que luego dijeran que era el profesor más serio)
Javi y Pablo eran mellizos pero no se parecían en nada. Formaban parte del grupo de "gamberros". Aunque Javi se llevaba bien conmigo, todo lo contrario que su hermano que fumaba a escondidas y yo, por ese motivo, le miraba con reproche.
Los alumnos que llevábamos los estudios algo flojos teníamos la opción de asistir a
las "clases nocturnas" que impartían los mismos profesores
de 6 a 8 de la tarde por 1000 Ptas al mes.
Antes de entrar, mi madre se acercaba con su coche y mi hermano y yo merendábamos con ella en el interior del vehículo. En las frías tardes de invierno traía a veces boniatos recién sacados del horno. Aquellos momentos se han convertido en felices e imborrables episodios de mi vida.
Orlas y diplomas que encontramos en el despacho de Don Miguel, aquel lugar en el que se aprendía a sumar "bajo presión" y que nos pareció diminuto al volverlo a ver.
Pocas semanas después de aquella última visita, el Colegio Lloret pasaba a formar parte del recuerdo. En su lugar hay hoy un edificio que, al menos, le brinda un homenaje.
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¿No es triste que desaparezca un colegio?
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Han pasado muchos años pero, cuando quiero, cierro los ojos y puedo burlar el inexorable paso del tiempo para volver a estar allí y sentirlo todo al alcance de mis dedos.