30 de octubre de 2009

MUERTO !

HALLOWEEN DE MIS HORRORES

Proliferan cierto día
por la calle los disfraces,
los colmillos y sangrías
en pringosos maquillajes.

Aquel parece un vampiro,
el otro una calavera;
el agujero de un tiro
va luciendo en la sesera.

Tan oscuros van los Adams
que no ven ni donde pisan
y resbalan en potadas
de niñas de El exorcista.

Un hombre lobo se esfuerza
en atrapar a una loca
con su camisa de fuerza
y espumarajo en la boca.

Nosferatu a Quasimodo
sus desventuras relata;
el segundo busca el modo
de no volcarse el cubata.

Hechiceras con verrugas,
monstruitos con tornillos,
una oreja con oruga,
una espalda con cuchillo.

Yo, qué quieren que les diga
de este delirio sin fin:
que esta moda se prodiga
y no entiendo el Halloween.

No hay más brujas que en los cuentos,
para sustos los de Hacienda,
que no dan miedo los muertos,
¡a mi me asusta mi suegra!

Las calabazas: al horno,
y las momias en Egipto,
yo los zombis ni de adorno,
para diablos... ¿no me han visto?

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Contagiado un poco por el ambiente, hoy me tiro por lo macabro.
Os presento un video ideado y dirigido por mi cuñado Iván, pequeño gran genio de la creación audiovisual de quien intento aprender constantemente.
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TÍTULO: MUERTO !
AÑO: 2001
DIRIGIDO POR: Iván Arribas
SINOPSIS: Bueno, es tan corto que mejor lo veis y ya está.
INTÉRPRETES: Mi hermano Fran (Médico forense), mi hermana Ana (Doctora ayudante), nuestro amigo Francis "Correca", (Doctor ayudante) y mi hermano Tomás (el fiambre)
Yo no tuve vela en este entierro. Bueno, ahora que lo pienso, sí, y no es moco de pavo:
DISTRIBUCIÓN MUNDIAL: JuanRa Diablo.




26 de octubre de 2009

ADIÓS A UNA ÉPOCA

Esta es la tercera entrada consecutiva que dedico al Colegio Lloret. También la última.

Tenía muy claro, cuando me senté a escribir sobre aquella época de estudiante de primaria, que dejaría constancia de cómo era aquel edificio que nos albergaba, que recordaría a los profesores y que me dejaría llevar por el torrente de recuerdos de aquella etapa escolar.
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Para documentar la entrada busqué información en internet, pero no encontré datos ni foto alguna, por lo que me complace comprobar que ahora sí aparece lo que he escrito. De esta manera queda plasmada una muestra de pequeños fragmentos de la historia de un colegio, de mi colegio. Quizás esto permita que pueden llegar hasta mí antiguos alumnos del mismo.
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Con mi amigo Juan Luis, compañero y amigo desde aquella etapa de mi vida, suelo bromear acerca de la necesidad de volver a recuperar cosas de nuestra infancia que han desaparecido y que el peso de la nostalgia nos las hacen más atractivas que las actuales.
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- Definitívamente tenemos que ponernos manos a la obra - empieza él - Lo primero que hay que hacer es tirar todos los móviles a la basura.
- ¿A la basura? Al retrete mejor - le secundo yo.
- Y quemar todas las Play Station del mundo, y las Wii y los MP3 y todas esas monsergas
- Eso, eso, los niños a jugar a la calle con las canicas y las chapas.
- Y destruir todos los canales de televisión. Sólo dejar la Primera y la Segunda cadena.
- Y que vuelva a llamarse UHF.
- Por supuesto, y que acabe pronto y a la cama, nada de programas de teletienda de madrugada. Que vuelva La Clave, y El hombre y la tierra y el Un, dos, tres en blanco y negro.
- ¿En blanco y negro? ¿Es necesario que sea en blanco y negro?
- Sí, mira, yo sé que habrá dolor, mucho dolor, pero es necesario.
- Entonces, internet... ¿desaparecerá también?
- Cómo ¡y tanto!
- Joder, sí que va a ser duro.
- Y nada de Carrefures, ni Mercadonas: los ultramarinos de barrio de toda la vida y la tienda de Rosarito.
- ¡Pero Rosarito murió!
- Pues se la resucita. En todo caso hay que volver a construir Galerias Preciados, que sí es de la época. Y volver a levantar piedra sobre piedra todos los cines en la ciudad y demoler las salas multicines de las afueras. Y que se vuelva a estrenar Tiburón.
- Tremendo, tío, tenemos muchísimo trabajo por delante, ¿eh?
- Mucho, mucho, pero necesario.
- Oye, ¿cuándo empezamos? ¿Tiramos ya los móviles al retrete?
- Estoo..., no, si eso ya empezamos mañana.
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Estas conversaciones son habituales entre nosotros.
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Hace unos años (tres o cuatro diría yo, pero no me atrevo a asegurarlo porque parece que al tiempo le guste jugar al despiste conmigo) Juan Luis me llamó por teléfono:
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- Oye, el trabajo de recuperar nuestra España sigue en aumento.
- ¿Y eso?
- También tendremos que volver a construir el Lloret, porque lo van a derribar para hacer un edificio de viviendas.
- ¡¡Qué me dices!!
- Lo que oyes. Adiós al último reducto de nuestra niñez.
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A ambos nos dio mucha pena que nuestro colegio fuera a ser demolido, por eso me pareció una excelente idea la que tuvo de pedir permiso al constructor para poder visitarlo por última vez.
El constructor resultó ser un tipo muy cordial que enseguida entendió nuestro sentimental motivo de querer acceder al edificio y se ofreció gustoso a abrirnos la puerta. Así que quedamos una mañana delante del colegio y yo me presenté con mi cámara de video.
Costó mucho abrir la puerta principal; la humedad la había atascado. Fueron momentos de mucha emoción porque ninguno de los dos habíamos vuelto a entrar en más de 20 años!!
Y os puedo asegurar que nada más abrir la puerta y acceder vivimos un auténtico viaje en el tiempo.
Todo estaba exáctamente igual a como lo recordábamos, si bien parecía más pequeño y, lógicamente, en peor estado.
El Colegio Lloret; el edificio gris del centro de la foto.
Los aseos del patio. Izquierda niñas, derecha niños.
Me gustaban mucho los días de lluvia en los que el suelo del patio se tornaba de un rojo vivo.
El cielo se encapotaba y había que encender las luces, lo que creaba una atmósfera de mayor recogimiento. Aquel sonido de las gotas contra las ventanas y el agua cayendo por los canales mientras en el calor de la clase el aroma de los lápices y las gomas de borrar se hacía más intenso. Inolvidable.
"Caaam-pooo, caaam-pooo" - cantábamos todos en el patio con las miradas puestas en este hueco por el que debía asomar Don Miguel para hacernos callar o para darnos el consentimiento de un día al aire libre.
"A ver, Cabrera: Baleares"
Yo me ponía en pie y empezaba a recitar.
Los ojos de los compañeros puestos en mí, esperando el momento divertido.
"Mallorca, Menorca, Ibiza, Formentera... y Cabrera"
"¿Es tuya la isla? " "Por supuesto que sí"- decía yo.
"Los niños de 5º se despiden" quedó escrito en esta pizarra. Y una fecha: 22 de junio de 1992.
El colegio no cumplía los requisitos de las nuevas leyes de educación y tuvo que ser cerrado.

Loli Bellot reía de una forma tan contagiosa que toda la clase terminaba a carcajadas.
Cuando por fin se le pasaba ese ataque de hilaridad
y volvía el silencio,
Don Antonio decía: "¿Se ha callado la gallina?"
Y, hala, vuelta a empezar. (Para que luego dijeran que era el profesor más serio)

Javi y Pablo eran mellizos pero no se parecían en nada. Formaban parte del grupo de "gamberros". Aunque Javi se llevaba bien conmigo, todo lo contrario que su hermano que fumaba a escondidas y yo, por ese motivo, le miraba con reproche.
Los alumnos que llevábamos los estudios algo flojos teníamos la opción de asistir a
las "clases nocturnas" que impartían los mismos profesores
de 6 a 8 de la tarde por 1000 Ptas al mes.
Antes de entrar, mi madre se acercaba con su coche y mi hermano y yo merendábamos con ella en el interior del vehículo. En las frías tardes de invierno traía a veces boniatos recién sacados del horno. Aquellos momentos se han convertido en felices e imborrables episodios de mi vida.

Orlas y diplomas que encontramos en el despacho de Don Miguel, aquel lugar en el que se aprendía a sumar "bajo presión" y que nos pareció diminuto al volverlo a ver.


Pocas semanas después de aquella última visita, el Colegio Lloret pasaba a formar parte del recuerdo. En su lugar hay hoy un edificio que, al menos, le brinda un homenaje.
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¿No es triste que desaparezca un colegio?
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Han pasado muchos años pero, cuando quiero, cierro los ojos y puedo burlar el inexorable paso del tiempo para volver a estar allí y sentirlo todo al alcance de mis dedos.

20 de octubre de 2009

EL AÑO EN QUE MURIÓ LENNON



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Nani era la chica más guapa de la clase. Al menos eso veían mis ojos al mirarla.

Pulcra en el vestir, siempre bien peinada, unas veces con trenzas , con el oscuro cabello recogido otras, muy femenina en todos los movimientos que acompañaban a aquella tímida mirada. Porque Nani era tímida, sí, pero había alguien aún más tímido que ella: yo.

En aquellos años en los que fuimos creciendo y asistiendo al colegio juntos, Nani fue como una diosa inalcanzable a la que no me hubiera atrevido jamás a decirle cuánto me gustaba.
Brillante en sus estudios, no bajaba nunca de los sobresalientes, lo que la convertía en la mimada de todos los profesores. Pero lo que para algunos compañeros era razón para tacharla de empollona, para mí era una muestra más de su perfección y de lo inaccesible que a la fuerza resultaba para alguien como yo, que tenía el boletín plagado de notas bajas.

Nunca se sentó cerca de mí, por lo que en los diferentes cursos por los que fuimos pasando me conformaba con mirar su nuca o su perfil sin que se percatara jamás de cuántas veces se posaron mis ojos en ella.

Nani tenía una hermana, Yolanda, dos años menor, que coincidía con mi hermano Tomás en otro curso. Para completar este cuadro de relaciones hermanos-hermanas, a Tomás le gustaba Yoli, y ambos hablábamos constantemente de ellas. En casa nos inventábamos historias en las que éramos héroes absolutos en gestas en las que, cómo no, Nani y Yoli siempre destacaban a nuestro lado. Llegamos incluso a inventarnos una tonta canción en la que aparecían sus nombres y el de nuestro perro Velocín y que aún somos capaces de recordar.

Un día nuestra madre, que por supuesto debió escuchar en más de una ocasión aquellas conversaciones nuestras, nos dijo:

- ¿Queréis hacer un regalo a Nani y a Yoli?
Y ante la muda respuesta que debió encontrar en nuestros sorprendidos gestos, nos invitó a que la acompañáramos al jardín de casa. Era primavera y había un manto de diminutas flores por varios lugares. Se afanó en coger algunas de esas florecillas alternando los colores y dejando algunas hojas verdes en su base. Después envolvió todos los tallos en papel de estaño, quedando como resultado un par de coloridos y muy atractivos ramilletes en miniatura, del tamaño de una goma de borrar.

- Regaladles esto y veréis lo mucho que les gusta - nos dijo mientras nos entregaba uno a cada uno.
- No, yo no le voy a dar eso - dijo Tomás
- ¿Por qué no?
- Porque me da corte - contestó
Él dijo de viva voz lo que yo hacía rato que pensaba. A mí me daba una vergüenza horrorosa hacer algo así y tenía claro que no sería capaz, pero aún estaba asombrado de la rapidez con que mi madre nos había preparado algo tan bonito y me negaba a aceptar que lo hubiera hecho en balde.
- No seáis tontos - nos alentaba - hacedme caso y regaládselos. Se van a sentir muy halagadas y es un detalle que les va a gustar mucho. No tenéis más que decirles, "Toma, esto es para tí, te lo regalo" y ya está.
Nos quedamos mirando las flores y en nuestra imaginación cada cual representó la hipotética escena del obsequio.
- Vale - exclamó mi hermano - yo se lo doy.
Y estimulado por sus nuevos ánimos pensé que debíamos hacerlo, que por mucha vergüenza que sintiera, era algo realmente bonito que sabrían agradecer.

Esa misma tarde volvíamos al colegio con nuestros ramilletes en el interior de las carteras, colocados de forma que no se estropearan por el peso de los libros. A mí me latía el corazón con fuerza por el entusiasmo que me acompañaba, pero nada más entrar a clase y ver a Nani quedé paralizado en mi asiento, con la plena seguridad de que no lo iba a hacer. Tan asustado estaba que tuve que convencerme a mí mismo de que nadie me estaba obligando a hacer nada y que no lo haría y punto. Y así, cuando lograba tranquilizarme, de nuevo comenzaba a rebrotar poco a poco el coraje perdido y una voz interna parecía decirme : "Hazlo, no seas tonto, hazlo".
Me asomaba de vez en cuando al interior de mi cartera para mirar esas flores que parecían estar esperando a ser llevadas a las manos para las que habían sido reunidas. A pesar del tiempo transcurrido seguían frescas en ese envoltorio de plata.

La clase estaba en silencio, probablemente memorizando alguna lección. En un momento dado, Nani se levantó y se dirigió a la papelera para sacar punta a un lapicero. Era mi oportunidad. Estaba sola y yo lo iba a hacer. Saqué con cuidado el diminuto ramo, lo sujeté con el pulgar y lo oculté con los dedos en la palma de la mano . Me acerqué a ella. Iba decidido, concienciado en que tenía que hacerlo. Nani me miró un segundo y empezó a caminar en dirección a su pupitre. Fui a decirle que esperara pero me quedé allí en la papelera simulando que tiraba algo en ella.
Volví a mi asiento con el corazón desbocado, solté las flores dentro de la cartera y no lo intenté más.
Esa noche las tiré al cubo de la basura. Ya estaban marchitas, como mis ánimos.

Los dos hermanos comentamos después nuestros intentos fallidos. Bueno, Tomás ni siquiera lo intentó pero no sintió el fracaso como yo lo sentía. Al fin y al cabo sólo tenía 11 años y para él había sido como un juego.

Pero en aquel curso de 1980-81, el último año de colegio, Nani se sentó por primera vez más atrás que yo, por lo que no tenía más remedio que volverme si quería mirarla. En algunas ocasiones me giraba con disimulo y la encontraba concentrada en alguna lectura o haciendo un ejercicio, otras veces se percataba de mi movimiento y nuestras miradas se cruzaban por un instante en el que yo le sonreía y ella, tras devolverme la sonrisa, seguía con sus quehaceres. Mi compañero, José Ramón, que ya sabía de ese amor platónico que yo sentía por Nani, me hacía comentarios de pitorreo en voz baja.
- Cabrera, ¿a quién miras?

Un día, gracias al ambiente especial ante la inminete llegada de las navidades, se decidió hacer una jornada de actividades lúdicas en la que se preparó un concurso imitando al Un, dos, tres con el que jugar al día siguiente.
Se escribieron preguntas, se eligió a un presentador y una azafata que hiciera las multiplicaciones de rigor y se sortearon tres parejas para concursar.
De una bolsa con el nombre de los chicos se extrajo uno al azar.
- ¡Juan ! - dijo el profesor - Y con Juan estará... - y sacó otro papel de la otra bolsa - ¡ Nani !
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Cuando escuché su nombre el corazón me dió un vuelco en el pecho (desde entonces creo que lo tengo al revés)
¡Me había tocado con Nani! Llegué a mi casa con las orejas ardiendo y un nerviosismo latente: ¡ al día siguiente me sentaría a su lado y seríamos el centro de atención de toda la clase! Por una parte estaba muy ilusionado pero por otra estaba cagadito de miedo.

Esa mañana asistí al colegio con mi mejor jersey y camisa, bien perfumado y peinado. Había que estar a la altura...
Al sentarse Nani a mi lado, noté que el jersey me abrigaba en exceso pues me comenzaron a sudar hasta los pelos de la cabeza por lo que opté por quitármelo. Al poco tenía frío; eso sí, otra vez las orejas parecían dos intermitentes al rojo vivo.

- Primera pregunta: aparatos eléctricos que se pueden encontrar en una cocina.
Lo primero que me salió fue "Friegaplatos" y escuché algunas risas que no entendí. Luego me explicaron que se decía "Lavavajillas", pero es que estaba tan asustado...
No obstante y pese a todo, resultamos la pareja vencedora y recibimos un aplauso general. Nani también me felicitó, de igual forma yo a ella. Recuerdo que le dije algo así como que los géminis éramos los mejores (porque ambos cumplíamos años el mismo mes y casi el mismo día) y ella asintió con una sonrisa.

Después, en casa, echado en la cama y mirando al techo, rememoraba yo cada escena vivida en ese día especial en el que por primera vez - y única en mi vida - fui pareja de Nani.

En la radio no dejaban de escucharse canciones de John Lennon. Un loco le había disparado a la puerta de su apartamento en el hotel donde vivía.
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A pesar de la tragedia, yo sonreía pensando en otras cosas.

14 de octubre de 2009

EL COLEGIO LLORET

En mitad de una calle normal y corriente, entre viviendas de mediana altura que en nada llamaban la atención, aquella construcción de tres plantas no tenía la más mínima apariencia de ser un colegio, salvo por la evidencia de que diariamente entraban y salían de aquel lugar cerca de 300 alumnos de edades comprendidas entre los seis y los catorce años.

Yo tenía 8 cuando entré por primera vez en aquel edificio. Subí unas escaleras muy estrechas y me sentaron al final de la clase, al lado de una chica tan alta y tan grande que parecía la madre de todos los allí presentes. Se llamaba Mavi; aún lo recuerdo, a pesar de que abandonó pronto el colegio.
Era la clase de 3º de E.G.B. y yo estaba asustado y desubicado porque el curso llevaba unos días empezado cuando mis padres dejaron Benidorm para venirnos a vivir a Petrel y nos inscribieron a mi hermano y a mí en el Colegio Lloret de la vecina ciudad de Elda.
Se llamaba así porque el director era Don Miguel Lloret y junto a él, un reducido grupo de profesores se las arreglaba para mantener a flote aquella empresa en la que cada uno se hacía cargo de unos cuarenta niños pero daba además todas las asignaturas que hiciera falta al resto de cursos.

Aquella maestra que conocí en mi primer día en el nuevo colegio era la Señorita Lola.
En aquellos tiempos a la maestra la llamábamos “señorita” y a los maestros por su nombre, anteponiendo el Don. Por supuesto a todos se les trataba de usted.
La señorita Lola era una mujer de amplia sonrisa y aspecto campechano. Nacida en La Mancha y con auténtica devoción en todo lo que hacía, nos trataba con cariño pero con firmeza, dando suma importancia al orden y la limpieza y no permitiendo que hubiera manos sucias o uñas negras en su aula.
De ella recuerdo las muchas veces que me dijo "Juan, hijo, cierra la boca, no te vayan a entrar moscas" y no porque yo fuera un alumno hablador, todo lo contrario, sino porque me embelesaba tanto oyéndola explicar algunas lecciones, que se me iba abriendo la boca paulatinamente hasta quedar como un bobo hipnotizado.
Eran los tiempos en los que se obsequiaba a la profesora, y cada vez que llegaba su santo todos le hacíamos algún regalo que ella se encargaba de desenvolver uno a uno, exclamar lo mucho que le gustaba y pedir al alumno que se acercara para darle un beso, cosa que a mí me ponía colorado como un tomate.

Me ha quedado grabado en la memoria aquella primera vez en que esta maestra comenzó a hacer una lista en la pizarra. En la columna de la izquierda escribía unas palabras muy raras y a la derecha su significado.

boy = chico, muchacho
girl = chica, muchacha
man = hombre
woman = mujer

Era la primera clase de inglés de mi vida, que de alguna forma ella revistió de tanta magia que se convertiría en mi asignatura favorita a partir de entonces.
También recuerdo que cada vez que se acercaba el Día del Padre o el de la Madre, nos afanábamos en hacer un trabajo manual para nuestros progenitores. Un año el regalo consistía en un pequeño cuadrado de madera en el que sobresalía un gran clavo torcido que servía para pinchar notas en él. En el cuadrado se debía pintar una flor grande y debajo un rótulo en mayúsculas que dijera URGENTE. Pese a mi empeño en que me saliera bien, escribí URENTE y lo barnicé con semejante errata. Ella se enfadó por mi despiste, pero cuando llegado el día, mi madre desenvolvió el regalo volvía a poner, para mi sorpresa, URGENTE. Sin duda la señorita Lola, a solas, había enmendado el error lijando la madera y volviendo a escribir la palabra para que la cosa quedara decente.

Aún conservo un libro con una dedicatoria suya, así como las libretas en las que nos hacía unos dictados que me fascinaban pues siempre eran extractos de libros en los que, al final, anotábamos el título y el autor.

El colegio Lloret disponía de un minúsculo patio interior, insuficiente para acoger a tantos niños, en el que había unos caños para beber agua sobre lo que parecía un abrevadero para ganado. Al fin y al cabo, muy apropiado.
En un extremo disponíamos de un aseo para chicos y otro para chicas algo destartalados y que no olían muy bien que digamos (me refiero más bien al de chicos, que al del otro sexo jamás me asomé) La gran suerte es que nuestro colegio estaba situado a escasos metros del parque más grande de Elda, la Plaza Castelar, y hacia allá nos encaminaban los profesores, para que pudiéramos almorzar al aire libre y correr y desentumecer la mente.
Como tampoco disponíamos de instalaciones deportivas, un autobús nos llevaba los viernes al campo de futbol del CD Eldense, y en sus pistas hacíamos deporte. De manera que, pese a ser un colegio muy modesto, en muchos aspectos éramos unos privilegiados y de algo podíamos presumir.

Además, no creo que hubiera otro cole en la ciudad en el que se practicara el rito de cantar suplicando un día libre de excursión al campo.
Cuando surgía alguna de esas mañanas o tardes de sol primaverales en las que nos invadía una tremenda pereza por entrar a clase, desde el patio donde nos encontrábamos hacinados como borregos, surgía una voz a dos tiempos que decía "Caam-poo, caam-poo". A esa voz se unían otras voces y luego otras más hasta ser un potente coro que cantaba Campo-campo como una plegaria desesperada.
Los profesores miraban a Don Miguel que era, al fin y al cabo, el que debía decir la última palabra. Nosotros aguardábamos expectantes con los ojos apuntados al hueco en el que ellos se encontraban, como esperando ver asomar la cara del "Sumo Pontífice" que dijera "Habemus campo".
Lo natural era que nos hicieran entrar a clase en silencio y se fuera al garete la ilusión invertida, pero también hubo muchos días en los que aparecía Don Miguel y exclamaba: "A ver, en silencio y en fila de dos, vamos a ir saliendo a la calle y... ¡¡HE DICHO EN SILENCIO!!" porque la algarabía que se montaba era de escándalo.

Entonces nos dirigíamos a lo que se llamaba la Erica de San Pedro, que ya no existe pues la ciudad siguió creciendo y terminó por devorar aquellos parajes en los que jugábamos a perseguirnos, a luchar con improvisadas espadas de madera o a cazar lagartijas. Por cierto, a mi hermano le picó allí una vez una viuda negra y la señorita Lola se lo tuvo que llevar al médico para que le pusieran una inyección. Luego, en casa, yo no salía de mi asombro:
- ¿Y dices que la señorita Lola te ha visto el culo?
- Pues claro, si me han puesto la inyección y ella estaba delante...
- ¡¡¡ Madre mía, qué vergüenza!!!

He perdido la pista a la mayoría de "lloretinos" de mi generación, si bien tengo un buen amigo con el que puedo rememorar constantemente aquellos tiempos pues estuvimos juntos desde 3º hasta 7º. Los dos coincidimos en qué cosas eran realmente buenas de nuestro colegio y qué cosas no tanto.

- La peor - dice Juan Luis - sólo comparable a lo que debe sentir un condenado a muerte cuando le llaman para dirigirlo al paredón, era cuando a mitad de una clase se abría la puerta y Don Miguel, con ese enorme bigote que tenía, asomaba la cabeza para dejar caer la palabra más paralizante del mundo: “CÁLCULO”.

Es cierto. Era terrorífico. Los alumnos que no andábamos muy bien en matemáticas teníamos que abandonar la clase y dirigirnos a su despacho en el que una pizarra con una gran suma en ella nos esperaba. Nos colocábamos alrededor de todo el pequeño habitáculo, mirando hacia el encerado de kilométrica operación y Don Miguel nos iba señalando con una vara.
- Cuatro y tres
- Siete
(Y apuntando al siguiente)
- ¿Y siete?
- Catorce
(Y pasaba al siguiente)
- ¿Y dos?
- Dieciséis
- ¿Y nueve?
No valían dudas, ni equivocaciones, pues se enfurecía pronto.
- ¿¿Y nueve??
Yo hablo por mí, pero estoy seguro que allí todos sufrían tanto como yo. El corazón se me aceleraba y un nudo me apretaba el estómago cada vez que se acercaba el momento de sumar, porque no podías utilizar los dedos y había que contestar con rapidez y seguridad.
No olvidaré aquel momento en el que una compañero le dijo a Don Miguel: "Cabrera está sumando con los dedos" , cosa que era verdad pues yo escondía disimuladamente una mano detrás de las piernas, pero fue un chivatazo ruin que me ocasionó un tortazo del director. No he olvidado el hecho pero, curiosamente, sí al autor del chivatazo.
La de bofetadas que hubo en aquel despacho… Algunas tan sonoras que hacían saltar las lágrimas tanto al que las recibía como al que las contemplaba.
Eran otros tiempos.

En casa no se nos ocurría decir que nos habían castigado o que el profesor nos había pegado porque entonces los padres se solían poner de parte del docente sin dudarlo.
Ahora es distinto: ahora el padre se enfrenta con éste y le amenaza: “Vale, mi hijo será un maleducado, pero es mi maleducado y a usted ni se le ocurra tocarlo o se le va a caer el pelo
En fin, por la cuenta que nos traía, aprendimos a sumar todos sin excepción.

Conforme pasaban los años íbamos subiendo escaleras.
Sexto y séptimo se daban en el piso superior para volver a la planta baja a dar el último curso con Don Antonio, singular y querido docente de quien ya escribí en “¿Eres feliz?”

El 6º curso de E.G.B. lo impartía Don Paco, un profesor muy liberal y de aspecto hippy: el pelo largo y una barba y bigote tan oscuros como sus gafas. A mí siempre me pareció la viva imagen de un corsario, por eso no me sorprendió nada verle desfilar en las Fiestas de Moros y Cristianos de Elda en la comparsa de los Piratas. Es que lo debía llevar en la sangre.
Don Paco no nos pegó nunca, muy al contrario, siempre pasaba un poco de todo y de todos, si bien el respeto al profesor en aquella época nos impedía desmadrarnos lo más mínimo. Me gustaba especialmente cuando le escuchaba dar las clases de Historia.
De él recuerdo el día en que nos pidió que hiciéramos un dibujo libre. Yo dibujé un niño tirando una piedra a un manzano. Lo coloreé y se lo llevé a su mesa. No parecía tener ganas de nada, le encontré muy pensativo; yo diría que le dolía mucho la cabeza. Le entregué el dibujo para que le echara un vistazo. Lo miró un instante, estampó un enorme 10 a un lado del papel y me lo devolvió. Regresé orgulloso a mi asiento y algunos compañeros me felicitaron, pero estoy seguro de que no he olvidado el episodio porque no me quedó claro si de verdad le gustó o simplemente estaba pensando en otras cosas.
Don Paco murió de cáncer hace muchos años. Fumaba muchísimo.

Don Tomás era el tutor de 7º. Debía ser muy joven pero parecía mayor porque le fue creciendo mucho la calva en todos aquellos años. Ahora que lo pienso ese debió ser el castigo divino por todos aquellos cabellos que nos arrancó él a nosotros.
A Don Tomás le recordamos por su pausada forma de hablar entornando los ojos y por aquellos movimientos tranquilos. Nunca parecía alterarse por nada pero pobre de ti si osabas distraerte en clase o hacías que se distrajera él mientras explicaba una lección. No dejaba de hablar, pero entonces se levantaba de su asiento. Pausadamente.

…y los fenicios se establecieron en la costa de Siria.”
Se acercaba, como paseando, hacia el pupitre del infractor, sin alterarse.
La región que ocuparon se llamó luego Fenicia...
Llegaba a su altura y tranquilamente le agarraba del pelo,
“ ...que era una costa abierta que les permitió la navegación
Y comenzaba a darle vueltas a la cabeza sin soltar el mechón cogido.
Gracias a estas condiciones, los fenicios se convirtieron en uno de los primeros navegantes de la historia...
El infractor no se podía zafar de sus garras y debía seguir los movimientos con la cabeza si no quería perder ese pelo.
“...y así dieron origen a una de las primeras civilizaciones marítimas”.
Don Tomás continuaba haciendo el molinete con esa cabeza hasta que se le pasara esa furia interior que nunca dejaba traslucir.
Recuerdo que en una ocasión no sólo aferró con fuerza del pelo a un compañero sino que lo sacó de su pupitre. Como la silla se le quedó enredada entre los pies arrastró al chaval con la silla detrás hasta el otro extremo del aula sin soltarle del pelo. Toda la clase, callada como una tumba, le escuchábamos llorar en silencio con la mano en la cabeza mientras Don Tomás continuaba con la lección como si nada hubiera ocurrido.
Eran otros tiempos. Yo también sufrí alguna vez sus tirones y no puedo decir que recuerde aquello como algo agradable, pero cuando me llegan noticias de que hoy abundan los alumnos que tutean a los profesores, que no les tienen ningún respeto y hasta les amenazan, cuando soy consciente de que hemos llegado a un punto en que los profesores ya no tienen autoridad y crece el número de los desmotivados y deprimidos ante tanto descontrol, no puedo por menos que pensar:
“¡ Ay, mi Lloret, benditos sopapos aquellos !

5 de octubre de 2009

SAMUELADAS Y AITANERÍAS



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Cuando yo era pequeño, si me despertaba antes que mis padres, no se me ocurría llamarles y mucho menos levantarme de la cama.
Me quedaba acurrucado y esperando en silencio, con la ilusión de que se les pegaran las sábanas, se hiciera muy tarde y no nos llevaran al colegio a mis hermanos y a mí.
Es algo que jamás ocurrió pero había mucho aliciente con tan sólo imaginarlo.

Mi hija no es así.

No creo que haya muchos casos en el mundo en los que sea la hija la que despierta al padre para que la lleve al cole, y yo debería estar orgulloso de esta más que probable exclusividad, pero no, no lo estoy.
Invariablemente, sea el día de la semana que sea, a eso de las 7,10 de la mañana se oye un tímido "¿Papiii?" que proviene de su habitación. (No "Mamiii". Nunca "Mamiii". Siempre "Papiii")
Yo hago como que no la oigo, con la absurda esperanza de que tras su tercera o cuarta llamada se canse y se vuelva a dormir. (Sí, a veces soy un pobre infeliz).

- Te llama tu hija - murmura mi mujer.

Ya sé por experiencia que después de unos cuantos "Papiiis" a lo bajini, Aitana cambia su registro y comienzan los "Papaaás", más serios y con el tono propio de "la-paciencia-tiene-un-límite"
Para qué ir contra corriente, mejor se levanta uno y se deja llevar por la rutina matinal, como un autómata. Tengo la facultad de poder hacer algunas cosas mientras sigo durmiendo.

Aitana es niña de costumbres invariables. Le gusta que al entrar cada mañana en su habitación le digamos "Buenos días". Si se te olvida, te saluda ella con un tono de reproche para que caigas en la cuenta de que no empiezas bien las cosas. Le gusta que la coja en brazos y la lleve a nuestra cama, que la arrope hasta la cintura nada más, le prepare su biberón con cereales y se lo de envuelto en una servilleta de papel poniéndole antes una almohada en la espalda para que esté cómoda. Ha de ser así y sólo así. Si no das esos pasos uno por uno, se convierte en una abuela muy vieja y muy gruñona que te pone firme con cuatro enérgicas advertencias.

Como si estuvieran sincronizados, la campanilla del microondas al terminar de calentar la leche da paso a la voz de mi hijo desde la otra habitación.

- Papiii ( No "Mamiii". Nunca "Mamiii". Siempre "Papiii")

Claro que, para entonces, mi mujer ya está de acá para allá por la casa a punto de marcharse (Tiene la suerte ser dependienta en la frutería de nuestro mismo edificio por lo que sale a trabajar un minuto antes de abrir la tienda) pero antes de salir me da las oportunas instrucciones diarias:

Hoy Aitana no lleva almuerzo porque hay cumple en su cole. A Samuel ponle la chaqueta gruesa y que se lave la cara, que no me baje con legañas, y ponles colonia a los dos, y no os confiéis no vayáis a llegar tarde. Adiós, ahora os veo”.
“¿Dónde dices que está el almuerzo de Aitana?”
“Pero tú me escuchas??”

A partir de que la mami se marcha, todo es cuestión de estar pendiente del reloj para distribuir bien el tiempo. Nuestros seis o siete minutos de remolonear en la cama viendo Bob Esponja en la tele no nos los quita nadie. (Mira que me hacen gracia estos dibujos. Yo creo que más que a mis hijos)
Después de vestirles, preparo el desayuno a Samuel. Aitana se convierte en la voz de la conciencia que va repitiendo “Venga, date prisa, tómate la leche que nos vamos al cole”. Cuando dice estas cosas tan seria a mí me da un poco de miedo.

Por lo general nos sobran de 10 a 12 minutos antes de salir y los pasamos en el salón. Ellos sacan algunos juguetes y se ponen a jugar en la alfombra. Yo rechazo la idea de encender el ordenador porque me conozco y sé que si lo hago se me va el santo al cielo y me olvido del tiempo.

De repente miro el reloj y me percato de que ya deberíamos estar camino del colegio.

- ¡Ay, madre! ¡Rápido! Vámonos, vámonos. ¡Chaquetas y al ascensor!
- Espera que recoja mis juguetes – me dice Aitana
- No, no, luego los recojo yo – le contesto todo apurado
- La mamá dice que tenemos que recoger los juguetes.
- Te digo que luego lo hago yo, que se nos hace tarde
- Papá – me dice Samuel- ¿no apagas el ordenador?
- No, no hay tiempo, vamos, salir, salir – les digo mientras les echo colonia a lo loco.
- ¡ Papiii – protesta Aitana – que casi me la tiras en los ojos!

Ya en el ascensor me percato de que he olvidado lavar la cara a Samuel y le pido que me mire. “Vale, no hay legañas. Hoy tiene pase. Uff, qué agobio”
(Por suerte algo de ventaja ha de tener el que mi mujer no lea el blog. Quedo inmune a sus reprimendas, jeje)
.
Entramos a la frutería y la atravesamos para salir por la otra puerta que da a otra avenida; de esta forma atajamos mucho. Despedidas y en marcha.

Hay sólo cinco minutos andando hasta el colegio de Samuel y diez a la guardería de Aitana. Aún así este recorrido hay que hacerlo a paso ligero.
Ayer nos cruzamos con un perro grande. Aitana les tiene miedo a los chuchos, no importa su tamaño. Explicándole algunas cosas, intentamos que venza ese miedo, así que cuando ve alguno exclama:
“Ay, un perro, ay qué bonito, los perros no muerden, no hacen nada, a mí no me dan miedo” pero lo dice tan pegada a mí que casi me hace tropezar.
Al pasar el animal, Aitana se volvió unos segundos para verle marchar y luego me dijo:
- Papá, he visto un rabo.
- ¿Un rabo? ¿O un perro con un rabo?
- Un rabo colgado de un perro.
Samuel y yo nos miramos y nos aguantamos la risa.

La cantinela diaria de Aitana está en preguntar cuándo vamos a ir a la feria. Hace dos semanas que pasó, pero a ella le gustó tanto que quiere volver. Ya le hemos dicho que tiene que pasar un año para que vuelva, pero no tiene claro qué es un año.
Alguien se lo tendrá que explicar.