Es algo inmediato: llegarme el aroma de pan tostado y acordarme de mi abuela Anita. De ella y de la paz que se respiraba en su casa, especialmente por las mañanas cuando se preparaba su rebanada de pan con aceite y sal para almorzar.
"El pa torrat amb oli", que decía ella.
Hay otros olores que siempre asociaré a la casa de mis abuelos de Petrel.
El de coliflor hervida, por ejemplo, que se escapaba de la cocina e inundaba todos los rincones, que se colaba por debajo de la puerta, salía a la escalera e incluso bajaba a la calle. ¡La colifor hervida era todopoderosa!
También el dulzón aroma de los rollos de anís me recuerda a mi abuela. Los guardaba en un armario del pasillo, un armario con llave que siempre dejaba puesta en la cerradura, lo que permitía que mis hermanos y yo rateáramos muchas veces su interior. Nunca tuvo dulces que nos apasionaran, pero cuando apretaba el hambre nos parecían manjares.
En fechas determinadas flotaba en el aire el olor a cera de algún cirio encendido junto a una fotografía. Y la llama dibujaba sombras en las paredes del que llamaban "cuarto de los leones", al que entrábamos sin hacer mucho ruido, con la sensación de estar en un lugar prohibido.
Pero el que prevalece en mi memoria es el aroma del pan tostado, por ser tan agradable y porque me encantaba observar a mi abuela en su ritual de preparación.
Solía comprar un pan grande de hogaza cortado en rebanadas. Curiosamente no comía nunca el pan recién comprado, siempre se decantaba por el del día anterior, que guardaba en una panera metálica.
Encendía el gas de la cocina y ponía al fuego una sartén tostadora muy vieja, con algún que otro agujero por el que asomaban las llamas. Después de un rato retiraba el pan del fuego y con un cuchillo rascaba sobre el fregadero las partes chamuscadas. Cogía entonces la aceitera y echaba un chorro de aceite en la rebanada y acto seguido esparcía el aceite por todo el pan con la yema del dedo índice.
Recuerdo ese sencillo gesto como algo encantador, como su seña de identidad más auténtica que a mi siempre me cautivó.
Las tostadas de mi abuela, siempre lo diré, eran únicas precisamente por ese toque con el dedo y ese pellizco de sal que añadía con tanta gracia.
¡Y qué ricas estaban! ¿Cómo puede algo tan sencillo resultar tan sabroso?
A propósito del aroma del pan tostado, me contaron que mi bisabuelo Guillermo, cada vez que se cambiaba de casa, lo primero que hacía era poner al fuego pan y una cafetera porque, según explicaba, el olor del pan tostado y el del café le hacía sentir que la casa dejaba de ser impersonal para convertirse en un verdadero hogar.
Paquita, mi abuela paterna, vivía en Elda.
He hablado muchas veces de lo divertida que era, y del gran sentido del humor que le caracterizaba
Era además golosa, muy golosa, tanto o más que yo, algo que nunca logramos determinar pues ambos presumíamos de ser los más golosos del mundo, y en ocasiones nos retábamos a demostrarlo.
Una vez compramos una bandeja de pasteles para los dos solos y nos los zampamos relamiéndonos como dos chiquillos. El empacho tardó en pasarse pero de aquel gozo no nos arrepentimos nunca.
De todos los dulces caseros que sabía hacer, me quedo con unas natillas con las que se me ponían los ojos en blanco.
Lo que hacía de aquel postre algo especial sobre todos los demás era que remataba la bandeja con grandes cúpulas de clara montada que salían del horno con las puntas doradas. No he logrado encontrar una foto que ilustre tan bello recuerdo como el de aquellas montañas blancas cuya superficie había que romper con la cucharilla y excavar a través de ellas hasta llegar a las natillas. Era el sueño perfecto para el perfecto glotón.
Lo que hacía de aquel postre algo especial sobre todos los demás era que remataba la bandeja con grandes cúpulas de clara montada que salían del horno con las puntas doradas. No he logrado encontrar una foto que ilustre tan bello recuerdo como el de aquellas montañas blancas cuya superficie había que romper con la cucharilla y excavar a través de ellas hasta llegar a las natillas. Era el sueño perfecto para el perfecto glotón.
A aquellas enormes montañas de clara batida a punto de nieve yo las llamaba churumbeles y desde entonces el postre pasó a llamarse "Natillas con Churumbel".
Hay muchas cosas en las que coincido con mi abuela Paquita y una de ellas es la convicción de que el último sabor que ha de quedar en la boca tras una comida es el dulce.
Aún me rio cuando recuerdo la cara que ponía cuando veía a alguien que después de un flan, o un helado o unas natillas era capaz de echarse a la boca un trozo de jamón, o una patata frita o una oliva. Ante algo así arrugaba el entrecejo y exclamaba: ¡¡Marrano!!
3. ¿PREPARO UN AJO?
Unos lo llaman ajoaceite, otros ajolio, otros alioli...
En mi casa mi padre siempre lo ha llamado ajo, sin más, que suena más contundente, como contundente era su sabor cada vez que nos lo servía y lo probábamos.
"¿Preparo un ajo?", proponía, y a mí se me hacía la boca agua solo de pensarlo.
Creo que el secreto del mejor ajo del mundo, el que sabía hacer él, es que lo preparaba convencido de que iba a ser apoteósico.
Y que buscaba los dientes de ajo más gruesos y relucientes. Y, por supuesto, que durante su entusiasmada elaboración cantaba canciones a Matildita. (Sí, mi padre, cuando está contento, recurre a una tal Matildita, que ya es todo un talismán familiar)
Para disfrutar el ajo de mi padre solo hace falta pan. Nada de utilizarlo como condimento para otros platos. Puede estar muy bueno con un asado de sepia, por ejemplo, o con bacalao, pero el ajo de mi padre se come con pan, a mojás, pellizcando y untando con alegría.
Cómo me acuerdo de lo que disfrutaba preguntándonos qué tal estaba.
A veces picaba tanto que se nos saltaban las lágrimas y entonces él se frotaba las manos y exclamaba:
"¡Comed, comed, que eso es buenísimo para el cuerpo! ¡Ay, Matildita, Matildita...!"
Sí, el ajo de mi padre, esas bombas salutíferas capaces de resucitar a un muerto.
(Ahora me doy cuenta de que hablar de ajo después de unas natillas con churumbel resulta de lo más marrano. ¡Perdona, abuelita!)
4. BONIATOS EN EL COCHE
En los últimos años de nuestra etapa escolar, mi hermano Tomás y yo necesitamos algo de refuerzo en los estudios, así que nos apuntaron a clases de repaso en el mismo colegio.
Después de acabar las clases a las cinco de la tarde, nos quedábamos dos horas más, con los respectivos tutores.
Todavia conservo algún recibo de aquella época, con el importe de "Mil pesetas" que mis padres pagaban al mes por cada uno.
Recuerdo que había días en los que esas dos horas se me hacían eternas, sobre todo en invierno, cuando oscurecía pronto y uno volvía a casa con la impresión de haber pasado mil años en el cole.
Sin embargo guardo en mi memoria recuerdos muy agradables de aquellos días invernales, cuando nuestra madre aparcaba en la esquina del colegio y nos esperaba en el interior del coche. Nos traía la merienda a las cinco de la tarde y Tomás y yo nos la comíamos mientras le contábamos los acontecimientos del día, antes de volver a las clases.
Una tarde especialmente fría y lluviosa nos trajo algo que me quedó grabado para siempre.
Envueltos en papel de alumino había boniatos recién salidos del horno. Recuerdo que al abrirlos el aroma nos envolvió y los bocados a aquellas patatas dulces y humeantes me hiceron rebosar de felicidad.
Y por muchos años que han pasado, cuando me acuerdo de aquellos entrañables ratos junto a mi hermano, aún soy capaz de revivir los instantes de dicha, cuando comíamos boniatos en el coche mientras nuestra madre nos escuchaba con tanto amor en su mirada.