24 de marzo de 2017

CUATRO ESCENAS DE AMOR Y BUENOS ALIMENTOS

1. EL PA TORRAT

 Es algo inmediato: llegarme el aroma de pan tostado y acordarme de mi abuela Anita. De ella y de la paz que se respiraba en su casa, especialmente por las mañanas cuando se preparaba su rebanada de pan con aceite y sal para almorzar.
"El pa torrat amb oli", que decía ella. 

Hay otros olores que siempre asociaré a la casa de mis abuelos de Petrel. 
El de coliflor hervida, por ejemplo, que se escapaba de la cocina e inundaba todos los rincones, que se colaba por debajo de la puerta, salía a la escalera e incluso bajaba a la calle. ¡La colifor hervida era todopoderosa!
También el dulzón aroma de los rollos de anís me recuerda a mi abuela. Los guardaba en un armario del pasillo, un armario con llave que siempre dejaba puesta en la cerradura, lo que permitía que mis hermanos y yo rateáramos muchas veces su interior. Nunca tuvo dulces que nos apasionaran, pero cuando apretaba el hambre nos parecían manjares.  

En fechas determinadas flotaba en el aire el olor a cera de algún cirio encendido junto a una fotografía. Y la llama dibujaba sombras en las paredes del que llamaban "cuarto de los leones", al que entrábamos sin hacer mucho ruido, con la sensación de estar en un lugar prohibido.

Pero el que prevalece en mi memoria es el aroma del pan tostado, por ser tan agradable y  porque me encantaba observar a mi abuela en su ritual de preparación. 

Solía comprar un pan grande de hogaza cortado en rebanadas. Curiosamente no comía nunca el pan recién comprado, siempre se decantaba por el del día anterior, que guardaba en una panera metálica.
Encendía el gas de la cocina y ponía al fuego una sartén tostadora muy vieja, con algún que otro agujero por el que asomaban las llamas. Después de un rato retiraba el pan del fuego y con un cuchillo rascaba sobre el fregadero las partes chamuscadas. Cogía entonces la aceitera y echaba un chorro de aceite en la rebanada y acto seguido esparcía el aceite por todo el pan con la yema del dedo índice. 
Recuerdo ese sencillo gesto como algo encantador, como su seña de identidad más auténtica que a mi siempre me cautivó.
Las tostadas de mi abuela, siempre lo diré, eran únicas precisamente por ese toque con el dedo y ese pellizco de sal que añadía con tanta gracia.

¡Y qué ricas estaban! ¿Cómo puede  algo tan sencillo resultar tan sabroso?

A propósito del aroma del pan tostado, me contaron que mi bisabuelo Guillermo, cada vez que se cambiaba de casa, lo primero que hacía era poner al fuego pan y una cafetera porque, según explicaba,  el olor del pan tostado y el del café le hacía sentir que la casa dejaba de ser impersonal para convertirse en un verdadero  hogar.

2. LAS NATILLAS CON CHURUMBEL

Paquita, mi  abuela paterna, vivía en Elda. 
He hablado muchas veces de lo divertida que era, y del gran sentido del humor que le caracterizaba

Era además golosa, muy golosa, tanto o más que yo, algo que nunca logramos determinar pues ambos presumíamos de ser los más golosos del mundo, y en ocasiones  nos retábamos a demostrarlo.
Una vez compramos una bandeja de pasteles para los dos solos y nos los zampamos  relamiéndonos como dos chiquillos. El empacho tardó en pasarse pero de aquel gozo no nos arrepentimos nunca.

De todos los dulces caseros que sabía hacer, me quedo con unas natillas con las que se me ponían los ojos en blanco. 
Lo que  hacía de aquel postre algo especial sobre todos los demás   era que remataba la bandeja con grandes cúpulas de clara montada que salían del horno con las puntas doradas. No he logrado encontrar una foto que ilustre tan bello recuerdo como el de aquellas montañas blancas cuya superficie había que romper con la cucharilla y excavar a través de ellas hasta llegar a las natillas. Era el sueño perfecto para  el perfecto glotón. 
A aquellas enormes montañas de clara batida a punto de nieve yo las llamaba churumbeles y desde entonces el postre pasó a llamarse "Natillas con Churumbel". 

Hay muchas cosas en las que coincido con mi abuela Paquita y una de ellas es la convicción de  que el último sabor que ha de quedar en la boca tras una comida es el dulce. 
Aún me rio cuando recuerdo la cara que ponía cuando veía a alguien que después de un flan, o un helado o unas natillas era capaz de echarse a la boca un trozo de jamón, o una patata frita o una oliva. Ante algo así arrugaba el entrecejo y exclamaba: ¡¡Marrano!!


3. ¿PREPARO UN AJO?


 Unos lo llaman ajoaceite, otros ajolio, otros alioli... 

En mi casa mi padre siempre lo ha llamado ajo, sin más, que suena más contundente, como contundente era su sabor cada vez que nos lo servía y lo probábamos.

"¿Preparo un ajo?", proponía, y a mí se me hacía la boca agua solo de pensarlo.

Creo que el secreto del mejor ajo del mundo, el que sabía hacer él, es que lo preparaba convencido de que iba a ser apoteósico.
Y que buscaba los dientes de ajo más gruesos y relucientes. Y,  por supuesto, que durante su entusiasmada elaboración  cantaba canciones a Matildita. (Sí, mi padre, cuando está contento, recurre a una tal Matildita, que ya es todo un talismán familiar)

Para disfrutar el ajo de mi padre solo hace falta pan. Nada de utilizarlo como condimento para otros platos. Puede estar muy bueno con un asado de sepia, por ejemplo, o con bacalao, pero el ajo de mi padre se come con pan, a mojás, pellizcando y untando con alegría. 
Cómo me acuerdo de lo que disfrutaba preguntándonos qué tal estaba. 

A veces picaba tanto que se nos saltaban las lágrimas y entonces él se frotaba las manos y exclamaba:
"¡Comed, comed, que eso es buenísimo para el cuerpo! ¡Ay, Matildita, Matildita...!"

Sí, el ajo de mi padre, esas  bombas salutíferas capaces de resucitar a un muerto. 
(Ahora me doy cuenta de que hablar de ajo después de unas natillas con churumbel resulta de lo más marrano. ¡Perdona, abuelita!)

4. BONIATOS EN EL COCHE


 En los últimos años de nuestra etapa escolar, mi hermano Tomás y yo necesitamos algo de refuerzo en los estudios, así que nos apuntaron a clases de repaso en el mismo colegio. 

Después de acabar las clases a las cinco de la tarde, nos quedábamos dos horas más, con los respectivos tutores.

Todavia conservo algún recibo de aquella época, con el importe de "Mil pesetas" que mis padres pagaban al mes por cada uno.

Recuerdo que había días en los que esas dos horas se me hacían eternas, sobre todo en invierno, cuando oscurecía pronto y uno volvía a casa con la impresión de haber pasado mil años en el cole.

Sin embargo guardo en mi memoria recuerdos muy agradables de aquellos días invernales, cuando nuestra madre aparcaba  en la esquina del colegio y nos esperaba en el interior  del coche. Nos traía la merienda a las cinco de la tarde y Tomás y yo nos la comíamos mientras le contábamos los acontecimientos del día, antes de volver a las clases.

Una tarde especialmente fría y lluviosnos trajo algo que me quedó grabado para siempre.
Envueltos en papel de alumino había boniatos recién salidos del horno. Recuerdo que al abrirlos el aroma nos envolvió y los bocados a aquellas patatas dulces y humeantes me hiceron rebosar de felicidad.

Y por muchos años que han pasado, cuando me acuerdo de aquellos entrañables ratos junto a mi hermano, aún soy capaz de revivir los instantes de dicha, cuando comíamos boniatos en el coche mientras nuestra madre nos escuchaba con tanto amor en su mirada.   
 

10 de marzo de 2017

EL POBLE CHIN GON

Supongo que todo el mundo conoce aquel viejo chiste del chino que tenía un vecino llamado Curro. 
El tal Curro tenía en su casa varios perros que por la noche no hacían más que  ladrar, así que el chino fue a denunciarlo.

- ¡Señol agente! -protestaba - ¡Estoy halto! ¡Los pelos de Culo  no me dejan dolmil!
Y el policía, atónito ante lo que oía, contestó:
- ¿Y a mí qué me cuenta?  ¡Pues aféiteselos!

De acuerdo, es muy malo, pero siendo un chiste de mis tiempos de colegial, reconozco que le tengo cariño y en ocasiones le hago tratos de favor.

Como hoy, que  he invitado a aquel chino a formar parte de esta entrada.

Y es que he investigado sobre él y he descubierto algunas cosas muy curiosas.

Se llama Chin Gon. No estoy muy seguro de si ese es su nombre real porque me lo acabo de inventar, pero me parece que encaja bien y me suena que se llamaba así de verdad.

Más allá de aquella anécdota con Curro, Chin Gon apenas fue conocido, pero he sabido que en su vida ha habido muchos malentendidos por culpa de esa “folma de hablal

Su vecino Curro, por ejemplo, terminó prohibiéndole que le llamara por ese nombre. Le chirriaba eso de “Hola, Culo” , “Adiós, Culo” , “¿Cómo te va, Culo?”...

- Mira, Chin, - le dijo un día- en adelante llámame Fran.
- Muy bien, Flan. Pensaba que elas solo Culo, pelo si te gusta Flan, pues Flan.

En una ocasión, Chin Gon celebró una fiesta e invitó a su vecino y su novia Ramona. Había servido  unas cervezas y un poco de jamón para picar, pero viendo Chin Gon  que la chica no comía jamón se acercó a Curro:

- Oye, Culo
- ¡¡Fran!! ¡¡Soy Fran!! - le gritó
- Bueno, Flan, no te pongas nelvioso. Solo quelia sabel una cosa.
- ¿Qué cosa?
 - ¿A Lamona le gustan los cacahuetes?  Es que tengo una bolsa y...

El pobre Chin Gon no entendió por qué su vecino le tiró la cerveza a la cara y se largó con Lamona (con Ramona, quiero decir) 

Unas semanas después, al llegar del trabajo, Curro descubrió que su jardín estaba completamente destrozado. Los pequeños árboles estaban tronchados, las macetas rotas y todas las flores pisoteadas. Denunció el hecho a la policía y los agentes le oyeron comentar que llamaría al seguro para que le pagaran por los daños.

Esa misma mañana, Chin Gon había visto cómo un burro se había colado en el jardín de su vecino. Se le había escapado a un feriante, que se lo llevó de allí una hora después.
Así que cuando al día siguiente se asomó a la ventana y vio que había un hombre evaluando los destrozos, abrió la ventana para hablarle.

- Oiga, ¿sabe qué?  – le dijo Chin Gon - Que ha sido un bulo.
- ¿Cómo? - preguntó el perito del seguro
- Esto del jaldín...  ha sido un bulo.
- ¿No lo ha destrozado un gamberro?
- No, no, ya le digo que ha sido un bulo.
- ¿Quiere decir una mentira? ¿Para cobrar el seguro?

Chin Gon puso entonces cara de circunstancias porque no entendió la pregunta, pero lo cierto es que a Curro le costó Dios ayuda deshacer ese entuerto y tardó una burrada (valga la expresión) en cobrar.

Desde entonces, Curro hacía todo lo posible por no cruzarse con Chin Gon, al que ya le tenía una manía horrorosa. Para librarse del estrés que el chino le causaba, se apuntó a un gimnasio.
Pasaron las semanas y a Chin Gon le dijeron que Curro se había puesto muy cachas.

- ¿Ah, si?  ¿Se ha puesto fuelte? Hace tiempo que no sé nada de él.

Casualmente vio a Ramona una tarde en una terraza tomando un chocolate con unas amigas y  se acercó a saludar.

- Hola, amiga, ¿qué tal? Me han dicho que tu Culo se está haciendo de hielo.
Las amigas miraron atónitas al chino y a Ramona, que  se puso roja como un tomate.
- Sí - continuó Chin Gon dirigiéndose a ellas – palece que su novio se ha vuelto una loca, una auténtica loca.
Y como vio que Ramona tenía ante ella una taza de chocolate le preguntó:
- Oye, ¿no te apetece un chulo?

Esa noche Curro se presentó en su casa.

- ¡Flan, qué solplesa!... Flan, ¿pol qué tiemblas? ¿Y pol qué tienes la cala tan loja? ¿Te has peleado con Lamona?

Dicen que Chin Gon pasó tres días sin poder salir de casa, con los ojos como berenjenas.

Ya imagino que ustedes se han percatado de la mala fortuna de nuestro amigo y dónde radicaba su “ploblema”, por eso, antes de despedirme,  me atrevo a lanzar estos acertijos:

1) ¿Por qué la flor favorita de Chin Gon parece tan pesada?

2) A Chin Gon le gusta comprar libros que hablen del Nilo, del Amazonas, del Mississippi..., pero ¿por qué el dependiente de la librería le mostró "Grandes Comedias de Enredo"?

3) ¿Y por qué cuando se interesó por todos  los monarcas de España le sacaron un libro de legislación?

4) ¿Cuál es la fábula favorita de Chin Gon?



2 de marzo de 2017

PRÁXEDES

Mirad por un momento a las tres niñas de la imagen.


La más alta es mi abuela Anita, que imagino se sentiría toda una mujer con ese abanico en la mano. Junto a ella están sus hermanas Práxedes y Concha.

Anita nació en 1902, y en esa foto tendría unos 14 años, por lo que Práxedes, que vino al mundo el 24 de marzo de 1907, tendría 9, y 5 la pequeña, a la que pusieron por nombre Concepción Raquel Genoveva en el año 1911.

Soy capaz de dar estos datos porque, además de esta fotografía, conservo un pequeño diario del padre de ellas, - mi bisabuelo Francisco – y, gracias a las breves anotaciones que escribió en sus páginas, he calculado las edades que tenían sus hijas cuando posaron para la foto (tan serias las tres, por cierto)

De mi abuela Anita he hablado mucho en el blog, pero nunca he llegado a contar nada de sus hermanas, y aunque sólo conocí a la menor, la tía Concha, es de Práxedes sobre quien versará la entrada de hoy.

Recuerdo que, siendo yo un niño, había en casa de mi abuela un gran retrato enmarcado en una de las paredes del salón. Lo recuerdo muy bien porque fueron muchas las veces que lo observé con detenimiento.
Era una niña de piel oscura, de cabello y ojos muy negros y una mirada seria, dura incluso, con el cejo levemente fruncido, como si estuviera escudriñando el horizonte. Tenía una belleza especial, con un aire exótico que siempre asocié a los rasgos indios.

Cuando pregunté por esa niña, mi abuela me dijo que era su hermana Práxedes y con el tiempo me fue contando muchas anécdotas de su vida, algunas tan insólitas que en mi familia siempre hemos dado por hecho que Praxedes fue una niña muy peculiar que nació con un don especial.

Cuentan que aquel 24 de marzo, cuando su madre acababa de dar a luz en su casa, vieron una serpiente en la ventana. Fueron varios los testigos que observaron cómo se agitaba sobre el cristal, alzándose y resbalando por la superficie, como deseosa de entrar en la habitación. Finalmente la serpiente pareció cansarse y se marchó.
La explicación que dieron a aquello fue la atracción de las serpientes por determinados olores, como el de la leche.

Pocos años después, Práxedes volvía con su madre hacia el pueblo después de una jornada de trabajo en el campo. En un determinado punto del sendero, la niña se paró en seco y se negó a seguir caminando.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó su madre.
- No quiero pasar por ahí.
- Venga, que es tarde, vamos.
- No, por ahí no – gimoteaba.
- Pero ¿por qué? ¡Si no hay nada!
- ¡Me da miedo! – decía Práxedes mirándo al suelo, angustiada.

Esa noche mi bisabuela contó el suceso a su marido.

- Y le he tenido que dar un azote porque decía que no y que no, y no había manera de que se moviera.
- ¿Y dónde dices que ha sido?
- Saliendo del Esquinal, junto a la higuera del tío Manuel.

Mi bisabuelo se quedó pensativo unos segundos.

- ¡Esta chiquilla tenía miedo del agua! ¡Justo por ahí pasa la canal!

Al parecer, un sexto sentido, como el de algunos animales, hizo intuir a la pequeña Práxedes que había un peligro que ella no era capaz de determinar. Había en aquel lugar una corriente subterránea que ella logró percibir.

Algunos años después hubo otro episodio con serpiente.

Mis bisabuelos estaban escardando un bancal de cebada, quitando las malas hierbas con una azada. Como no tenían con quién dejar a sus hijas, se las llevaron con ellos.

- Yo me entretenía haciendo cestas con espigas – contaba mi abuela – y Concha jugaba con una muñeca. Entonces miré a Práxedes y vi que estaba sentada con una serpiente sobre sus piernas.
Según me contaba mi abuela, la serpiente estaba muy quieta y Práxedes la acariciaba.
- Entonces llegó mi madre, la vio y gritó “¡Pero Práxedes! ¿qué haces?” Mi hermana levantó la cabeza y la serpiente se escurrió y desapareció de allí.

Todavía hoy me parecen asombrosas aquellas historias, pero imaginad lo fascinantes que me resultaban siendo niño.

- También me acuerdo – continuaba contándome mi abuela - que una vez mi padre me propuso ir al teatro. La función era un sábado por la noche en Sax, así que, cuando llegara el día, teníamos que salir los dos en carro por la tarde. Práxedes era demasiado pequeña para venirse con nosotros, pero como mi padre no quería que se enfadara por no contar con ella, me pidió que fuera un secreto entre los dos.
Y llegó el día y nadie, ni mis padres ni yo habíamos hablado ni una palabra del tema. Pero cuando mi padre salió a por el carro y yo le seguí, Práxedes se asomó por la ventana de su habitación y nos dijo: “Eh, ¿qué os pensáis? ¿Que no sé que os vais los dos solos al teatro?”
Nunca supimos cómo logró averiguarlo.

Y parece ser que aquella no fue la única vez en que Práxedes se mostró tan enigmática. Hubo otros episodios similares en los que demostró tener cualidades adivinatorias que dejaban sorprendidos a los que la rodeaban.

El curandero del pueblo le dijo una vez a mi bisabuela:
- No sé lo que tiene tu hija que cada vez que la miro me entran escalofríos. Noto mucha fuerza en ella. Tal vez tenga mucha más luz que yo.

Una de las historias que más trascendió, y que corrobora las palabras del curandero, es la de un vecino del pueblo que empezó a sentirse mal. Se quejaba del estómago, tenía angustia, vomitaba y cada día que pasaba se sentía peor. Práxedes escuchó lo que de él contaban y dijo que lo que tenía que hacer era romper el botijo.

- ¿Que rompa el botijo? - le preguntaron los que la escucharon.
- Sí, si se quiere curar, que rompa el botijo.

Y eso es lo que comunicaron al hombre, probablemente sin mucha convicción.
Pero como el enfermo deseaba sanar y no tenía nada que perder, obedeció.
Al estrellar contra el suelo el botijo del que habitualmente bebía apareció una rana.

Mi abuela no recordaba si estaba viva o muerta ni supo explicar cómo llegó hasta allí. Probablemente el botijo se llenara del agua de alguna alberca en la que hubiera un pequeño renacuajo que se desarrolló dentro del recipiente.
El caso es que la baba que desprendía la piel de la rana hizo enfermar al hombre, que terminó recuperándose una vez dejó de beber de aquel botijo.

¿Cómo podía Práxedes saber esto? ¿No os parece apasionante?

¿Y quién sabe si habría desarrollado esos poderes y llegado a ser tan eficiente y práctica en el futuro?
Pero en el año 1917 Práxedes cayó enferma. Cuenta mi abuela que miraba a todos los miembros de su familia con una serenidad especial como si supiera cosas que nadie más que ella sabía.
- ¿Por qué habéis encendido esas velas sobre la mesa? - le preguntó a su madre señalando los pies de la cama.
Pero no había velas en aquella habitación. Quizás fueran alucinaciones provocadas por la fiebre o la premonición de lo que no tardaría en ocurrir.

Que Dios la tenga en su Gloria” , escribió su padre el 6 de septiembre de 1917.

Tenía sólo 10 años. 
Han pasado 100 desde aquel día.
Su hermana Concha tuvo dos hijas. A la primera le puso por nombre Práxedes.


(Nota: el diario de mi bisabuelo se puede ver AQUÍ.)