- Papá, ¿quién pintó una W y una S ahí?- me preguntaba mi hijo hace unos días, señalando la pared frontal del trastero.
- Fui yo. Hace muchos años.
- Pero qué quiere decir.
Entonces caí en la cuenta de que con 8 años que tiene y no le había hablado nunca de Wiskoche y Saberón. Seguramente no lo hiciera porque no es una historia con final feliz.
- No te he contado que aquí en el campo tuvimos dos caballos, ¿no?
- ¿¿Pero caballos de verdad?? - quiso saber interesado.
- Y tan de verdad. Vivían ahí dentro.
- ¿Y qué pasó? ¿Por qué ya no están?
Y entonces le conté toda la historia, cosa que voy a trasladar aquí y ahora con mayor detalle.
Mi padre se dedicó durante muchos años a la compra-venta de terrenos e inmuebles.
Muchas veces ocurría que a falta de dinero en efectivo hacía trueques.
"Hagamos un trato: mi bancal de almendros de Las Casas por tu pinada de la rambla, ¿te parece'?" o "Tiene más valor lo que te ofrezco, añádele tal cosa y quedamos en paz"
Un negocio que nunca le hizo rico pero que le dejó no pocas satisfacciones.
Así fue como en uno de aquellos trapicheos llegaron a casa dos enormes cabezas de ciervo. La de la hembra presidió el salón durante muchos años. Se colocó encima de la chimenea y en fechas navideñas solíamos colgar grandes bolas de su cuello. Me gustaba aquella cierva que además de guapa parecía sonreír.
Con la del macho no recuerdo qué se hizo, solo sé que habría hecho falta tener un palacio de altos techos para que cupiera semejante cornamenta. Era impresionante.
Pero el trueque que más alegría nos dio lo descubrimos mis hermanos y yo un día al volver del instituto y el colegio. Por el camino que conduce a la caseta que se construyó para trastero, vimos un hermoso caballo marrón caminando mansamente.
- ¡Arrea! ¡¡Un caballo!!
Mi padre, al que contagiamos nuestra ilusión, nos contaba que era una yegua, pero no una yegua cualquiera, era una yegua con pedigree. Tenía su propio carnet de identidad en el que se detallaba su nombre: Wiskoche, su fecha de nacimiento y multitud de datos más. Era un pura sangre inglés que había llegado a competir en el hipódromo de La Zarzuela de Madrid.
Pese a lo fascinados que estábamos observando al animal, ninguno nos percatamos de lo abultado que tenía el vientre.
- ¿Os gusta? Bueno, pues en poco tiempo tendréis una sorpresa.
- ¿Una sorpresa?
Verdaderamente fue grande el entusiasmo que nos produjo el saber que estaba preñada y que pronto tendríamos un potro. Lo que faltaba. Mis hermanos pequeños se encandilaron ante la idea de montar en el potrillo, de cuidarlo, de sacarlo a pasear..., yo empecé a imaginar lo extraordinario que resultaría ver parir a una yegua, y si tendría estómago como para ser testigo de tal prodigio.
Una tarde Wiskcohe se mostró muy inquieta. Entraba y salía constantemente del trastero reconvertido en cuadra y pasó muchas horas en continuo movimiento, bufando, tumbándose en el lecho de heno y volviéndose a levantar. Parecía que el momento había llegado y yo estaba expectante por ver señales evidentes de que así era, pero las horas pasaban y el animal no parecía querer darme la satisfacción de verle parir. Y como se hizo muy tarde y había que madrugar, me perdí el nacimiento. No obstante me levanté muy temprano para encontrar en la cuadra a mi padre, que había ayudado a Wiskoche a expulsar lo que descubrí como un bulto negro con unas patazas larguísimas. Me pareció inconcebible que algo así de grande hubiera estado dentro de la madre. Aún llegué a ver en un rincón la placenta y el gran charco de viscosos fluidos sanguinolentos que me convencieron de que jamás estudiaría medicina.
Al potro le pusimos por nombre Saberón, que había sido el que nuestro padre inventó para uno de los muchos indios de plástico que mi hermano Tomás y yo tuvimos, y que siempre nos pareció un nombre estupendo. Creo que ninguno de los cuatro hermanos hemos olvidado lo divertido que fue ver a Saberón intentando levantarse, ni la risa que nos daba cuando no era capaz de acompasar las cuatro patas y trastabillaba una y otra vez. Los que hayáis visto Bambi lo imaginaréis con acierto.
Le hice varias fotos de las cuales voy a presentar una que muestra el momento en el que Saberón asomaba la cabeza por la puerta para descubrir el exterior por primera vez.
Los días fueron pasando y el potro crecía pegado a su madre, de la que no se separaba ni a sol ni a sombra.
Tenemos la suerte de tener un vecino muy aficionado a los caballos que tiene un amplio recinto exterior que utiliza para que los suyos se ejerciten. Como Wiskoche necesitaba correr, nos dio permiso para que la lleváramos varios días a la semana y aquellos momentos también fueron dignos de ver, los de la yegua galopando y el potro siguiéndola a su manera, con saltos en los que arqueaba el lomo y relinchaba contento.
Aprendimos la forma de alimentar a Wiskoche, a la que había que controlar porque era una glotona de cuidado, tuvimos que pringar alguna vez que otra a la hora de limpiar el establo, nos turnábamos para cepillar a madre e hijo...
Las salidas hacia el recinto donde ambos trotaban las solía hacer mi padre porque había que cruzar una carretera que, aunque poco transitada, revestía cierto peligro, pero como finalmente nos aleccionó a Tomás y a mí de cómo hacerlo, algunas veces los llevábamos nosotros.
Un día mis padres tuvieron que salir durante todo el día y nos dejaron instrucciones de las cosas que debíamos hacer. Una vez más pusimos las bridas a la yegua y la condujimos a su lugar de esparcimiento, con Saberón justo a su lado porque, como he dicho, apenas se alejaba de ella.
A la hora de regresar abrimos la puerta de la valla, volvimos a colocar las bridas en la cabeza de Wiskoche y la guiamos hacia la salida. Fue justo en el momento en el que Saberón estaba en uno de esos arranques de entusiasmo propios de la excesiva juventud (a lo mejor estaba en la edad del pavo caballar) y corría y saltaba alejado de su progenitora, sin percatarse de que habíamos vuelto para recogerles.
Cuando por fin se dio cuenta y desde la distancia vio que su madre estaba saliendo por la puerta, fue tal el ataque de pánico que le entró al verse alejado de ella, que vino a toda velocidad para poder salir a su lado. Y, como digo, la carrera fue tan desesperada que ni él mismo tuvo control sobre la misma y cuando quiso darse cuenta tenía ya la valla de madera a escasos metros de él, con lo que se sintió obligado a saltarla para no estamparse contra ella.
Pero el salto no tuvo la altura necesaria (era un potrillo sin experiencia para tantas cosas) y en el tremendo impulso se golpeó en la cabeza con el borde de uno de los gruesos tablones.
El ruido del golpe nos dejó sobrecogidos, pero a Saberón, que ni imagino el dolor que debió sentir, sólo le importaba volver a pegarse a su madre y tras unos segundos aturdido en el suelo, se levantó con celeridad y se unió a ella con alivio.
Cuando Tomás, Fran y yo nos aproximamos a mirarle descubrimos que tenía una hendidura en la frente, una brecha en carne viva entre los ojos que aunque no sangraba sí presentaba un feo aspecto. Solo de verlo se nos encogía el cuerpo.
- Saberón- le decíamos asustados, acariciándolo- pero cómo eres tan tonto. ¿Es que te creías que nos íbamos a ir sin ti? ¡Pobrecico!
Les llevamos al establo y esperamos con impaciencia a que llegaran nuestros padres para relatarles el accidente.
Era noche cerrada cuando pudimos hacerlo y, tras examinar la herida, mi padre decidió que al día siguiente haría vacunar al animal.
Pero ocurrió que primero comentó con el vecino lo ocurrido y éste le quitó importancia al asunto.
- Tranquilo, el estar mamando de la madre le inmuniza de infecciones. Eso en unos días está curado.
Pero no fue así.
Aunque aparentemente todo iba bien, el pequeño potro fue perdiendo vigor y un día cayó al suelo ardiendo de fiebre. Mi padre se arrepintió enormemente de no haber actuado con la diligencia que el sentido común le dictó en un principio porque, cuando quiso actuar, ya era tarde. Saberón se estaba muriendo.
Me acuerdo de la sensación de impotencia y tristeza de toda la familia al verle echado en el establo, con espasmos, poniéndose más rígido conforme pasaba el tiempo. A Wiskoche se la veía tranquila; se agachaba a veces a olisquearle y a darle empujones con el morro como animándole a que se levantara de una vez. No parecía ser consciente de lo que estaba ocurriendo.
Mientras mi padre cavaba un gran hoyo en uno de los bancales, nosotros sacamos a Wiskoche al pasto verde de los naranjos donde se pasó un buen rato mascando hierba fresca, ajena al hecho de que su cría estaba muriendo en esos momentos.
Pero si hay algo que de verdad nos quedó grabado a todos con fuerza fue la reacción de la madre cuando entró de nuevo al establo y descubrió que su hijo ya no estaba.
Salió rauda al exterior, volvió a entrar, lo buscó con los ojos, con el olfato… Volvió a salir y a entrar en repetidas ocasiones esperando encontrarle por algún sitio, y como no lo conseguía empezó a relinchar con fuerza y a moverse con tanto nerviosismo que mi padre nos pidió que nos pusiéramos a resguardo porque creía conveniente soltarla por el campo para que se desahogara corriendo. Cerramos las puertas de salida a la carretera y la dejamos salir.
Y Wiskoche corrió y corrió relinchando con furia. Impresionaba su velocidad y su fuerza. El sonido sordo de sus pasos sobre la tierra contrastaba con el estruendo de sus cascos al pisar suelo firme al dar vueltas y más vueltas alrededor de nuestra casa. Saltó ribazos, golpeó árboles, levantó nubes de polvo, y en su desesperado galopar pasó en varias ocasiones, sin saberlo, sobre la tumba de su hijo.
Cuando finalmente se agotó volvió a la soledad del establo.
He pensado en muchas ocasiones qué debió sentir en aquellos momentos el animal, qué pasaría por su cabeza. Estoy convencido de que, como los humanos, sintió el dolor físico de la pérdida.
La desilusión tras la muerte de Saberón, sumado al hecho de lo costoso que es alimentar a un caballo y lo poco apropiado de tener una yegua de esas características sin ningún rendimiento, movieron a mi padre a venderla y poco después apareció un comprador y se la llevó.
Ignoramos qué fue de Wiskoche, a dónde se la llevarían, si volvería a participar en carreras, si daría a luz a otros potros…
Dado el tiempo transcurrido, es seguro que ya debió morir.
- ¿Entonces Saberón está enterrado ahí? – me señalaba Samuel
- Sí, justo ahí, debajo de la palmera. Era un potro muy bonito. Habría sido un gran caballo. Recuérdame que en casa te enseñe fotos de cómo era.
- Vale.
La palmera del lugar no es muy alta pero crece robusta. En días de viento las palmas se agitan con fuerza, como las patas de algún caballo galopando con brío.
Eso es lo que a mí me parece, un caballo sin edad que corre por espacios infinitos.