Este pasado sábado Samuel decidió ir al cine con unos amigos para ver la película It.
Antes de que se marchara le dije que hace muchos años leí esa novela, que su autor, Stephen King, está considerado el gran maestro del terror y que recordaba que durante su lectura pasé auténtico miedo con algunas escenas. Así que también le expresé mi deseo de que a la vuelta me contara qué le había parecido.
Y volvió con muchas ganas de contarme la experiencia.
- Es… es… - decía poniéndose la palma de la mano en la frente - Uff, da mucho miedo. ¡Y te pegas cada susto…! Y el payaso… ¡madre mía! ¡Daba un cague…! Cada vez que aparecía un globo rojo sabias que algo malo iba a pasar. Y la gente gritaba un montón. Escucha, escucha lo que he grabado.
Y me ponía el móvil cerca de la oreja para hacer sonar un audio en el que de repente toda la gente en el cine chillaba a la vez, con una fuerza sorprendente, que me recordó a los gritos que se oyen en las caidas en picado de una montaña rusa.
- Y así casi toda la película.
- Vaya, - le dije- pues me han entrado muchas ganas de ir a verla.
- Tienes que verla, papá, te va a gustar. Pasas mucho miedo pero es muy chula.
Así que ni corto ni perezoso, decidí ir yo solo al día siguiente a la última sesión, intentando evitar un público adolescente tan escandaloso.
Y sí, el público que encontré era en general adulto, pero hubo gritos igualmente. De manera aislada, pero los hubo. No me molestan los gritos en una película de terror; son tan apropiados como las carcajadas en una película cómica. Lo que sí me molesta es el desagradable crujido de las bolsas de snacks cada vez que meten las manos para sacarlos. ¿Cuándo aprenderá la gente a rasgar bien las bolsas para no hacer tanto ruido?
Pero bueno, disfruté.
La película tiene escenas muy potentes, con atmósferas tan conseguidas que te llegas a sumergir en ellas. Me gustó la fuerza que tiene la música, los inquietantes silencios y lo bien expresados que están los terrores de los jóvenes protagonistas.
No diré que es la película más terrorífica que he visto, pero sí me dejó un buen sabor de boca.
Salí del cine cerca de las 12 de la noche.
Había dejado el coche a unos doscientos metros, en una solitaria zona en penumbra. Tengo que reconocer que mientras me acercaba al coche, escuchando el sonido de mis propios pasos, sentí una cierta inquietud. No es que tuviera miedo, es que notaba que me estaba sugestionando con la posiblidad de asustarme mucho por la más leve tontería.
Como que de repente apareciera un gato, o que se escuchara algún ruido a mis espaldas, o que al llegar al coche el payaso estuviera en el asiento de atrás, esperándome.
Una vez sentado al volante cerré de inmediato los seguros de las puertas.
“Por si las moscas”, me dije.
Sin ser demasiado tarde, las calles estaban completamente vacías, como en esas pelis de catástrofes apocalípticas donde las ciudades aparecen abandonadas y el simple vuelo de una bolsa de plástico resulta perturbador.
No se veía un alma por ningún lado y de nuevo se me pasó por la cabeza la posiblidad de encontrar a un payaso esperando a cruzar un paso de cebra.
"Joder, con el payasito", pensé, "¡pues sí que me ha llegado a impresionar!"
Llegué a mi calle, bajé del coche y me dirigí al portal a buen paso.
Cerrar la puerta del edificio me pareció un alivio que dio paso a una nueva inquietud que no era capaz de definir.
Encendí las luces de la escalera y el cla-cla-cla del temporizador parecía sonar con más fuerza de lo habitual.
El botón del ascensor mostraba una lucecita roja, señal de que alguien lo estaba utilizando. Sin embargo no se oía nada.
El ascensor no subía ni bajaba ni escuchaba voces de ningún vecino.
Pero la lucecita roja no se apagaba nunca.
"Maldita sea, murmulllé, ¿tiene que estropearse el ascensor precisamente hoy?"
No me seducía nada la idea de subir los cuatro pisos andando, más que nada porque mi mente estaba dando muestras de ofuscación y me parecía que a cada vuelta el payaso de marras estaría sentado en algún escalón, aguardando mi llegada con una amplia sonrisa.
Ascendí ligero y pulsando el interruptor de la luz de cada rellano.
El tercer piso me recibió con la sorpresa de que la bombilla estaba fundida y aquella penumbra fue un suma y sigue a mi canguelo.
Pero ay, cuando ascendía al cuarto, a mi casa, un resplandor verdoso inundaba aquella vuelta.
Era la luz del ascensor.
Todo apuntaba a que se había ido a estropear en mi planta, quedando la puerta abierta, y esa tonta casualidad agudizó más mi desasosiego. Otra vez la mente me jugaba la mala pasada de imaginar al payaso asesino dentro del ascensor, y que en cuanto subiera los últimos escalones vería su horrorosa cara maquillada.
Así que imaginad lo que sentí cuando al llegar a encararme con esa puerta abierta vi que en el techo del ascensor... FLOTABA UN GLOBO ROJO!!
La impresión duró solo un segundo, pues de inmediato supe que era una broma que había preparado Samuel, pero es indescriptible el subidón de adrenalina, como un rampazo en la columna vertebral, que me produjo ver un globo rojo igual al que tanto impactaba en la película.
- ¡¡Pero cómo se te ocurre!! - le dije al entrar
- ¿A que impresiona? - decía él entre risas
- Calla, que te has librado de una buena - me dijo Apamen - Nuestra idea era coger la copia de las llaves del coche, ir andando al cine y ponerte el globo dentro, en el asiento de atrás. Lo que pasa es que no las hemos encontrado, que si no...
- ¿¡Qué!? Si llegais a hacer eso... ¡me muero allí mismo!
Y Samuel no paraba de reír. Es lo que tiene ser hijo del diablo.
Yo lo tengo claro. Jamás me atreveré a subir a una montaña rusa, ni a hacer puenting, ni a probar esas cosas de locos, pero en esto del cine de terror... no sé, lo paso estupendamente mal.
Sobre todo si lo vivo en la realidad y a solas, con ascensor y globo rojo.