30 de septiembre de 2019

152 DÍAS DESPUÉS...

ESTE INFIERNO ESTÁ APAGADO
QUIÉN LO DESAPAGARÁ
EL DESAPAGADOR QUE LO DESAPAGUE
BUEN DESAPAGADOR SERÁ


30 de abril de 2019

EL PANDA QUE ANDA DE PARRANDA

Este es Musti, el oso blanco de Aitana. 

Ahí donde lo veis es un animal mucho menos salvaje de lo que aparenta. Apacible y tranquilo, puede pasar el tiempo sumergido en la más profunda holganza, viendo pasar las horas sin buscar actividad alguna. Él solo se basta y se sobra.

Eso sí, cada vez que entras en su habitación (la de Aitana, que es también la de Musti), enseguida percibes una tenue sonrisa de agrado.

Considero que tener un oso grande en casa no es una opción inteligente si nos limitamos a cuestiones prácticas, pero el hecho de ser blanco (y pacífico, sobre todo pacífico) le permitió traer consigo la llave de nuestros corazones.
Creo que come poco (no me ocupo yo de su manutención), y parece que ni siquiera nos es costoso su aseo; un poco de detergente cada cinco o seis meses es suficiente para mantener brillante su pelaje.

 Pero las cosas cambiaron un buen día, cuando un nuevo oso entró en casa.

Se llama Pandi y es, como su nombre y aspecto indican, un oso Panda.
Pandi es diametralmente opuesto a Musti. No para quieto ni un solo minuto.

Juguetón, bullicioso, demasiado ruidoso a veces, fisgón, impertinente, incapaz de asentar el culo y descansar un rato...

Pandi vino a alterar la paz de nuestro hogar, dulce hogar, con sus exploraciones domésticas continuas. 

Cuando se sabe solo en casa  aprovecha para buscar aventuras. 
A estas alturas no creo que le quede ni un milímetro cuadrado por olisquear.

Imaginad lo que supone llegar a casa y descubrir que se ha metido en la despensa y ha puesto todo manga por hombro. 
O que se ha colado en el cesto de la ropa sucia y la ha expulsado como la lava de un volcán. 
O que se ha llevado el mando de la tele a cualquier sitio y hay que ponerse a buscarlo.

Tremendo. Hay que vivirlo para saber de lo que hablo.

Pandi en el salón, intentando llegar a lo más alto. Todo peligra a su paso. Uno de los tomos de El señor de los anillos tiene un zarpazo suyo. 
En mi habitación, encaramado en la percha, se prueba un sombrero. Lo que más me molesta es que le sienta mejor que a mí.
Metido en la bañera, haciendo acopio de los botes de champú como si fueran retoños a los que acunar. No existe foto que lo demuestre pero  os aseguro que una vez le encontré disfrazado de momia gracias a un rollo de  papel higiénico.

No hay cajón que se le resista. Si le intriga saber qué contienen, no tardará en averiguarlo. 
En la habitación de Samuel, haciendo malabares para subir a saludar a un gato de peluche, que, como Musti, no tiene ningún interés en estos devaneos.
No hay día en que no haga una visita o dos a la despensa. De todo lo que allí encuentra, son los gusanitos lo que más le hace perder la cabeza. 

La cosa cambió cuando Grizzy entró a formar parte de la familia. Nada como un gato con apariencia de pantera para mantener al oso panda a raya.

Y ahí está, Grizzy consiguiendo que Pandi y Musti permanezcan juntos en paz y armonía.

29 de marzo de 2019

ESA OSCURA Y DULCE AMIGA (Reedición)

(Esta entrada fue publicada el 13 de junio de 2013. Dado que ha muerto la gata que durante  doce años vivió en mi centro de trabajo, vuelvo a publicarla)
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Tengo una compañera en el trabajo que se pasa las horas sin hacer nada. Y cuando digo nada, quiero decir ab-so-lu-ta-men-te nada. 

A menudo la veo  dormitando  al sol, dejándose llevar por una pereza desmesurada, y  tan ajena a todo lo que ocurre a su alrededor,  que no se molesta ni en alzar la cabeza para saber quién pasa por su lado. Ya no sé a cuántas personas habré oído murmurar: ¡Mira qué bien vive ésta!

Cuando se cansa de tanto descansar, veo a través del cristal cómo se despereza y busca entonces algún lugar a la sombra, resguardado de corrientes,  para seguir sacando partido de su desgana sin fin.

Sin embargo es muy ágil en movimientos si le conviene. Cuando me ve llegar, por ejemplo, se suele acercar a saludarme a buen ritmo, dando vueltas en torno a mí para llamar la atención. De sobra sabe que con sus zalamerías terminará relamiéndose.

 La he llamado compañera, pese a ser una gata, porque lleva aquí en el centro unos cuantos años y nos conoce bien a todos. 
Y es curioso que nadie le haya puesto un nombre todavía,  y hagamos referencia a ella como "la gata"  

Pero no es mal nombre al fin y al cabo: a La gata, o Lagata,  poco le falta para ser  "lagarta"  de verdad (y lo digo por su gran afición a empaparse de sol, sin más matices)

La primera particularidad de esta amiga es su brillante pelaje negro, que la hace resaltar
vivamente cuando pasa junto a los muros mostaza del edificio, y que es algo que me mueve a fotografiarla con frecuencia. No es mala modelo después de todo, y me deja retratarla bien; especialmente si la pillo vaga, que es la cosa más natural del mundo.

Su segunda peculiaridad es la gran facilidad que tiene para engañarnos a todos. No sé cómo lo hace para inflarse y desinflarse de esa manera. 

Cada año damos por hecho que se ha quedado preñada,  y que en los sucesivos días nos encontraremos con una camada de gatitos. Sin embargo de un día para otro reaparece sin barriga, con la esbelta figura de siempre, como si hubiera parido hace semanas o no lo hubiera hecho nunca. Pero lo curioso es que nunca se ven crías por ningún lado.

No sé bien a qué es debido esto, pero la veo muy capaz de fingir embarazos para que la mimemos todavía más. 
Eso o que se trate de una gata embrujada, (o una bruja engatusada), que también podría ser.

El caso es que en estos últimos meses se ha hecho muy amiga mía, y como en esta loca primavera hemos pasado más frío que Carracuca,  compartimos algunos ratos en el exterior, buscando las caricias del sol. 

Y allí le cuento cosas.

El otro día le dije que tenía cara de lista y que solo le faltaba hablar, e inmediatamente emitió un extraño sonido que a mi me sonó claramente a “Ahí va”. 
Le dije muy seriamente que no volviera a hacer eso, que yo no estaba preparado para escuchar hablar a un gato, por muy amigo mío que fuera, y que en adelante hablaría solo yo, y que ella se limitara a escuchar.

- ¿Te has dado cuenta – le advertí- de que en otros tiempos nuestra amistad habría estado
muy mal vista? Con mi fama de Diablo y que tú eres más negra que el callejón del pecao, seguro que acabábamos con nuestros huesos en la hoguera – Y ella entornaba los ojos, como si se pudiera tener sueño después de mil horas durmiendo.

Otra cosa que le reprocho a veces es su manía de seguirme tan de cerca hasta casi hacerme tropezar, o que se quede esperando a la entrada de La Pajarera, cuando sabe que tengo que salir de nuevo, y me mire desde la puerta entreabierta, observando todos mis movimientos mientras me llama. 

- ¡No tienes hambre! – le reprocho.
Ella responde con sus Miaus más afirmativos.
- ¡No, ni hambre ni sueño, lo tuyo es ya puro vicio!

En cambio me resulta encantadora cuando en días de lluvia viene a refugiarse al portal de entrada. 
Se pone muy firme, como si fuera una estatua egipcia,  enrosca  con mucho estilo su cola al cuerpo y contempla serenamente cómo se moja todo menos ella.

Hace dos semanas, unas negras nubes oscurecieron el cielo a media tarde  y una tromba de agua descargó sobre Villena. 
La lluvia dio paso a una sonora y espectacular granizada,  tan abundante que cuando la tormenta pasó estaba todo blanco, igual que si hubiera nevado.  
Mi amiga tardó mucho en aparecer, y cuando lo hizo su figura resaltaba como nunca. Parecía que los colores habían huido de repente y solo quedaban el blanco y el negro en un paisaje inusual.

- ¿Dónde te escondes cuando llueve tanto? - le dije.
No me respondió. Debe guardar secretos tan oscuros como su piel.

Ayer mismo la pillé en un momento tan cariñoso que le propuse hablar de ella en el blog,  pero cuando saqué el móvil para grabarla se volvió esquiva, como si temiera que la fama  pudiera privarla de sus largas horas de vagancia, y se resistió a ser buena actriz para mí.

 - ¿No te parece – le dije-  que es hora de ponerte un nombre?  Puede que ahora que te conoce más gente nos llegue alguno desde el otro lado. ¿A que te gusta eso de “el otro lado”? 

Por supuesto no se pronunció al respecto. 

Y la verdad es que  no sé si será porque le prohibí hablar, porque calla más de lo que sabe  o porque le encanta hacerse la misteriosa con sus silencios.


20 de febrero de 2019

NADA TODAVÍA


Día 1
Fue entonces cuando llegaron las nubes.
Nubes oscuras como minas de carbón.
Avanzaron sobre el valle, secuestrando la luz a su paso.

Y de repente, la lluvia.
Me apresuré a cerrar las contraventanas, pero cuando entré en la casa ya estaba completamente calado.

Día 4
La lluvia.
Con su muda cadencia, con su silencio sonoro.
La lluvia es música de algún instrumento melancólico
que improvisa sus notas sobre el cristal.

No me importa que los papeles se quedaran sobre la hierba.
No había escrito nada en ellos.
O apenas nada todavía.

Día 7
Pensé  que este aroma a soledad siempre me agradaría.
Pero me siento perdido.
Mis pasos por la casa no tienen rumbo.
Y el tiempo se diluye en la taza del café.

Día 8
Cada mañana subo al desván para comprobar si mis unicornios siguen allí. 
Siempre los encuentro dormidos, aletargados.
Tal vez heridos, no lo sé.

Día 12
Las gotas se reflejan en la esfera del reloj.
Miro el remolino del café girando en la taza.
Nada todavía.

Día 15
Sin sol, todos los días parecen el mismo día.
Todo es igual, nada varía.

Cada noche una voz me dice  que la niebla no será eterna.
O eso me parece oír.

Día 16
Creo recordar lo que escribí en mis papeles:
“Pero entonces las nubes abrirán el horizonte
y de la luz renovada saciaré mi sed de vida”

Día 19
Nada todavía.

Día 30
No puedo seguir esperando a que escampe.
Mis unicornios se mueren.
Tengo que recuperar las fuerzas necesarias para soplar.



29 de enero de 2019

EL ZUMO DE LA VIDA

Ultimamente, de alguno de los cajones dorados de la memoria, ha estado asomando un recuerdo de mi niñez.
Tiene que ver con mi padre y unas naranjas.

Podría situar aquella mañana con bastante exactitud en el tiempo.  Yo debía de tener unos 5 o 6 años y mi hermano dos menos, y dado que los naranjos estaban cargados de frutos, debió de ser en invierno, o tal vez a principios de primavera.
De lo que no me cabe la menor duda es de que fue un día soleado.

Tomás y yo jugábamos por los exteriores de la casa de campo.  Nuestro padre nos pidió que nos sentáramos en un pequeño ribazo que separaba el camino de entrada de un pequeño jardín.
Traía entre las manos una naranja cortada en dos mitades.

- A ver - dijo - levantad la cara hacia mí y echad la cabeza hacia atrás. Vais a ver qué cosa más buena.

 Y primero a uno y después al otro, exprimió cada mitad sobre nuestras bocas abiertas, que recibían con gozo el dulce zumo de aquella naranja.

- ¡Qué! ¿Os ha gustado?
Mi hermano y yo asentíamos, complacidos, enjugando con las mangas las gotas que habían salpicado  la cara.

Después partió otras naranjas y la operación se repitió varias veces más. Los chorros de zumo caían con precisión sobre la lengua, pero la cantidad era a veces mayor que nuestra capacidad para tragar, lo que nos obligaba a cerrar los ojos y retener el zumo y aguantar la risa.
-  ¡Quiero más!
- ¡Y yo también!

Casi puedo ver la cara de satisfacción de nuestro padre exclamando "¡Esto es vitamina pura!"
Ni que decir tiene que  acabamos  con manchas de zumo por todas partes,  con las manos pegajosas y relamiéndonos como dos gatos.

Y aquel episodio con las naranjas  ha quedado como un recuerdo imborrable para los tres.

Otra imagen de mi padre que también viene a mí estos días es la de un momento a solas con él.
Me es más difícil determinar mi edad entonces. Calculo que entre los 15 y 17 años.
Acababa de llegar a casa y se sentó en la marquesina con aire abatido.  Yo había escrito un cuento corto. No recuerdo en absoluto de qué trataba, solo sé que me sentía satisfecho con el resultado y tenía ganas de compartirlo.

- ¿Quieres que te lea algo que he escrito?
Asintió con una leve sonrisa y yo comencé a leer.

Cuando concluí y levanté la cara del papel, descubrí que tenía los ojos cerrados y le caían lágrimas por las mejillas. Esto me dejó perplejo y como no supe reaccionar, me quedé en silencio.
Entonces, con la voz entrecortada por la congoja, dijo que había soñado siempre con grandes cosas para nosotros y que hubiera querido darnos todo lo que merecíamos. Dijo otras muchas cosas que hoy, por haber transcurrido tanto tiempo, no logro recordar, pero sé que tenían que ver  con un enorme deseo por su parte de que las cosas nos fueran bien en la vida.
Y aquella reacción suya, tan inesperada para mí,  me quedó siempre grabada.  

Y fue con el paso del tiempo, al tener hijos, cuando he logrado entender la emoción que le embargó aquel día. 
Probablemente estuviera preocupado por algún contratiempo, y al escucharme a mí, tan ajeno a los problemas que le agobiaban, tan entusiasmado con mi texto y mi ilusión por dárselo a conocer,  se conmovió, de la misma forma en que me conmueven a menudo muchos gestos de mis hijos, cuando en ocasiones han venido a mostrarme algo de lo que se sienten orgullosos. A veces me pillan abstraído en mis propios pensamientos, pero en seguida me percato de lo importante que es para ellos mi aprobación.

Y muchas veces, observando a mis hijos, especialmente cuando duermen, me emociona contemplar su inocencia, la tranquilidad con la que viven su niñez, y recuerdo entonces las ocasiones en que mi padre nos decía:  "Si yo pudiera, querría para mi todos los males que os pueda traer la vida"
También es hoy cuando entiendo aquello, pues igualmente desearía que no tuvieran que conocer jamás las desilusiones, el dolor, los desengaños, la tristeza...
Sin embargo es inevitable que en la vida haya contratiempos, y que lo importante es ayudarles a creer en sí mismos, y a que hay que levantarse después de cada caída.

También recuerdo que cuando llorábamos, mi padre solía decir "No llores por eso. No tiene importancia. Mejor guarda esas lágrimas para cuando yo me muera"
Y no hace mucho tiempo, consolando a mi hija, se me ocurrió repetir las mismas palabras.
Fue gracioso, porque  no le gustaron nada.

- Me las decía mi padre cuando yo lloraba - le expliqué
- Pues a mí no me las digas nunca más,  que me pongo más triste.

Lo cierto es que tampoco a mí me gustó nunca eso de "cuando yo me muera", pero no se me ocurrió expresarlo tan abiertamente como ella.

En fin, cuento todo esto porque me gustan las historias familiares que se repiten en el tiempo, las que se transmiten de generación en generación casi sin darse uno cuenta, como un ciclo que se cierra y se vuelve a abrir, para renovarse cada vez.

Hace unos días, en el campo de Petrel,  senté a mis hijos en el mismo lugar en el que nos sentamos mi hermano y yo.

- Samuel, Aitana - les dije - echad la cabeza hacia atrás y abrid bien la boca.
Y apreté con mis manos  las naranjas que acababa de partir, para ver cómo el zumo caía en sus bocas.

Y entonces pude entender con plenitud la satisfacción que sintió mi padre aquel día.

El mismo ribazo, los mismos naranjos... Las mismas emociones.

Era otra mañana soleada. 
Tal vez un poco la misma.