Me considero una persona tranquila, de natural sereno, que no se altera fácilmente y a la que es muy difícil ver enfadada. Dado que mi bienestar está íntimamente ligado a la armonía que me rodea, evito al máximo las discusiones y huyo de los conflictos como de la peste.
Ni siquiera cuando estoy nervioso lo exteriorizo, con lo que en ocasiones llevo por dentro (muy adentro) una secreta procesión en honor a San Vito.
Se puede decir que vivo en una constante calma y no sería exagerado que me llamaran "El hombre tranquilo", como aquel film de John Ford.
Sin embargo hay dos situaciones en las que todo lo anterior se volatiliza y consiguen que me transforme en todo lo contrario a lo que acabo de exponer.
Una de ellas es al volante.
Cuando hay atascos, cuando el tráfico es demasiado lento, cuando a los semáforos se les olvida que tienen una luz verde... ¡me crispo! Y todavía más si llevo mucha prisa y todo el mundo se organiza para prolongar al máximo mi cabreo (como conté aquí)
Dentro del coche paso de ser Jekyll a Mr. Hyde en menos de los que se tarda en meter una marcha.
La otra excepción es con el calor.
Esos días sofocantes en los que cualquier actividad física, por suave que sea, me hace sudar a mares me pone de un humor de perros. Soporto bastante bien el frío, (soy muy amigo del otoño, e incluso del invierno), pero el veranito... ¡ay!
Creo que toleraría mucho más el calor si no fuera porque soy de glándula sudorípara alegre y, como es lógico, me resulta muy incómodo sentir la ropa pegada y la cara húmeda en todo momento.
El súmmum de mi mal humor se produce, por consiguiente, si voy conduciendo, todo son trabas en el trayecto y el sol se viene arriba y me tortura subiendo el termostato. ¡¡Ahí se me llevan todos los demonios en fila india!!
Una vez hablaba con mi hermana de estos cabreos míos y me hizo ver que no eran esas circunstancias las que me hacían perder la paciencia, sino que era yo mismo, por mi baja tolerancia a sentirme incómodo, el que creaba esa rabia que terminaba desesperándome.
Y es cierto que, dependiendo de la actitud, una misma realidad puede llegar a verse de maneras muy distintas.
Recuerdo las muchas veces que, al subir al coche de nuestro padre, después de haber estado varias horas al sol, mi hermano y yo nos quejábamos agobiados:
- ¡Arrggg! ¡Qué calor! ¡Rápido, papá, baja las ventanillas, que me ahogo!
Un día, escuchando nuestras continuas protestas, nos dijo con una sonrisa:
- No sabéis lo que decís. ¿Es que no os dais cuenta de qué calor tan bueno hace aquí dentro? ¡Es un calor maravilloso!
- ¡Pero si no se puede ni respirar! - y nos apresurábamos a girar las manivelas.
Y así sucedía siempre, que nosotros le veíamos actuar de manera muy distinta a la nuestra: él con su calma y nosotros con nuestra desesperación.
- Ahhh, qué calor tan bueno - eran sus primeras palabras, nada más sentarse al volante - Dejad que pasen unos segundos para sentirlo bien. ¿Notáis cómo se abren todos los poros del cuerpo? ¿Verdad que es una sensación maravillosa? Y ahora, con tranquilidad, bajamos las ventanillas.
Tardamos tiempo en entenderle, pero finalmente nos decidimos a imitarle en su forma de proceder, nos apuntamos a esa divertida manera de burlar a la realidad, y al subir al coche, aun siendo un horno encendido que no dejaba de recibirnos con una ardiente bofetada, exclamábamos sonrientes:
"Ahhh, qué calor tan buenooo".
El calor siempre era el mismo, por supuesto, pero era infinitamente más llevadero si lo aceptabas con calma, si no permitías que ese mal rato te dominara.
Como suele suceder, la historia se repite, y cuando mis hijos suben hoy a mi coche y está que arde se apresuran a pedirme que encienda el aire acondicionado.
- ¡¡¡Jo, qué calor!!! ¡Dale, a tope, papá, que me aso!
- Esa no es la actitud - les digo yo, tan asado como ellos - Repetid conmigo: ¡¡Ahhh, qué calor tan buenooo!!