Esta es la única foto que conservo de mis bisabuelos.
Nunca habría sabido cómo fueron si no hubiera perdurado en el tiempo, y nada conocería de sus vidas de no haber sido por las cosas que de ellos me contaron.
Resulta paradójico que tras una larga existencia, sólo quede viva la corta memoria que se transmite, diluyéndose poco a poco en el tiempo tras cada nueva generación.
Y en realidad, de tantos miles de instantes, trascienden tan pocos...
Entre aquellos acontecimientos que de mis antepasados han perdurado, sé, por ejemplo, que el año 1939 les sería especialmente doloroso.
Pocos meses antes de que se anunciara el final de la guerra, Serafín volvió a Petrel. Regresaba tras haber pasado largas noches tosiendo con fuerza, tanta que apenas dejaba descansar a la compañía a la que pertenecía. Algún médico que finalmente le reconocería debió dar informes para que regresara a su hogar, pues nada más se podía hacer por él.
Serafín llegó enfermo de tuberculosis y ese mismo año, cuando la contienda estaba recién terminada, moriría en su casa, rodeado de los suyos.
Puedo imaginar cuán agitados y confusos serían aquellos días posteriores al 1 de abril, cuando tantas familias, aquellas que no hubieran recibido la nefasta noticia de la muerte de sus seres queridos, esperaran ansiosas por verles regresar, y otras muchas se plantearían el duro dilema de quedarse o marchar al exilio.
Pese al mal presagio de la carta devuelta, la familia aguardaba a Santiago en aquellos días.
Pero Santiago no aparecía.
Conforme transcurrían las semanas, las posibilidades de saberle vivo disminuían, y como los meses continuaron pasando, todos terminaron por rendirse a la evidencia.
Todos excepto su madre.
Presentación mantenía la fe por verle regresar, pues a veces llegaban noticias sobre algún soldado que volvía a la comarca tras un largo periodo hospitalizado.
También cabía la posibilidad de que Santiago estuviera desorientado, falto de memoria, o quizás escondido. A cualquier rayo de luz, por débil que fuera, se abrazaba con fuerza la madre, que no dejó morir nunca la esperanza de ver reaparecer a su hijo.
En ocasiones recordaba aquella petición a Dios, cuando le tuvo tan enfermo: “Señor, llévatelo en otro momento, pero no ahora” y se preguntaba si no hubiera sido mejor verle morir en aquel entonces, en su casa, a su lado.
Porque imagino lo duro que debió ser el tener tantas preguntas sin respuesta. ¿Dónde moriría? ¿Estaría enterrado? ¿En qué lugar? ¿Sería la suya una muerte rápida o quizás sufrió? ¿Estaría solo en sus últimos momentos? ¿Le daría tiempo a pensar en su familia? ¿Nombraría a su madre?
Pasó el tiempo de luto, y los duros años de la posguerra, y Rosario recomenzaría su vida con otro hombre. Sus hijos Adolia y Santiago, ya adultos, poco sabían de su padre mas que desapareció en la guerra.
El hecho de que jamás vieran muerto a Santiago hizo que en su familia le tuvieran muy presente siempre, y de alguna forma se convirtió en una presencia viva.
Mi abuelo Conrado le evocaba constantemente y así, su hermano le acompañaba a menudo en sus pensamientos.
Y aquí viene por fin la singular anécdota que hace días quería contar, pero por aquello de querer presentar convenientemente a sus protagonistas, he terminado por hacer el retrato familiar de toda una época.
Debió ocurrir en los años 50, cuando ya hacía años que mis bisabuelos habían muerto. Mi abuelo Conrado se levantó temprano pues debía hacer una larga caminata hacia La Pedrera para podar unos árboles.
Había amanecido un día nublo que en su avance iba humedeciendo el aire. Cuando mi abuelo llegó al lugar comenzó a llover con fuerza.
En aquel paraje tenían una pequeña casa de labranza y corrió a refugiarse en ella. Recordaba mi abuelo que en tiempos de guerra, su madre había propuesto en una carta a Santiago que escapara y volviera a Petrel, que le esconderían en La Pedrera. “Nada me gustaría más, madre, pero si hiciera eso correríamos todos un gran riesgo. Si ha de morir alguien, que sea solo yo”
Por eso, nada más entrar en aquel recinto en penumbra, recordó a su hermano, y mentalmente comenzó a hablar con él.
- Ya ves, Santiago, aquí estoy esperando a ver si deja de llover.
Recostado sobre el marco de la puerta, miraba hacia el exterior. Para un agricultor debe ser un gozo sin igual el ver caer la lluvia sobre los campos y percibir cómo se empapan, cómo emana el aroma de la tierra mojada y ese sonido líquido del agua tamborileando sobre las hojas de los frutales.
- ¿Sabes lo que me apetece ahora mismo? Un cigarro. Pero no he traído ninguno.
Pero como ese antojo siguió rondando en su cabeza, entró en la casa a buscar. Sabía que era inútil, allí no habría tabaco, pero nada perdía comprobándolo.
Miró en todas partes, hasta en el último rincón, pero nada encontró.
"Y entonces – me contó mi abuelo- no sé por qué, pensé que podría haber algo dentro de la chimenea. Sabía que había allí un saliente en la pared, por la parte de dentro, así que metí el brazo por el hueco y me puse a palpar".
Sus dedos encontraron pronto algo ligero y rugoso, y al cogerlo comprobó con gran sorpresa que era un cigarrillo.
- ¡Santiago, lo he encontrado, había uno ahí adentro! Pero ahora… de qué me sirve, tampoco tengo nada para encenderlo.
Por si volvía a tener suerte, volvió a meter el brazo en el hueco y recorrer el saliente con los dedos, pero allí ya no quedaba más que polvo y hollín.
Dándose por vencido, y resignado a no fumar, se sentó en una silla mirando hacia el exterior.
"Y en esas, resulta que al trasluz vi algo en el suelo que me pareció una cerilla. Me levanté, y al agacharme a ver... ¡era una cerilla! Total, que para rematar aquello solo me faltaba que no estuviera húmeda y se encendiera".
Conrado la acercó a la pared y tras esperar unos segundos de concentración, como para seguir atrayendo tan buena suerte, la raspó. Y el fósforo prendió enseguida.
Puedo imaginar a mi abuelo, tan satisfecho, fumando apaciblemente mientras veía caer la lluvia afuera.
Entonces, en su meditación, no pudo dejar de pensar que aquello había sido obra de su hermano Santiago, que le había querido ayudar. ¿Por qué había mirado en la chimenea si nunca puso aquel cigarro allí? ¿Quién lo pondría? Y una cerilla, una sola cerilla allí en el suelo, como esperándole... Había sido todo tan increíble.
Y quizás por la paz del momento, envuelta en el sordo rumor del agua sobre el tejado, que mi abuelo sintió el deseo de ver a su hermano, y mentalmente exclamó:
- Santiago, ¿estás aquí? Si estás... hazme una señal.
Contaba mi abuelo que sintió un escalofrío en el cuerpo, que se dio cuenta de que su recuerdo había sido tan intenso durante aquella mañana y especialmente en aquellos momentos, que esa señal podía surgir de un momento a otro.
Y sintió miedo. No de su hermano, claro, sino de poder percibir algo tan inexplicable que le asustara.
Entonces rectificó.
- No, Santiago, sé que estás aquí, pero no me digas nada. Todavía no.
Dio la última calada al cigarrillo, salió al exterior, cerró la puerta y encaminó sus pasos hacia el pueblo, justo cuando la lluvia empezaba a remitir y las nubes dejaban asomar algún tibio rayo de sol.
Y conforme se alejaba, la casa parecía empequeñecerse en la lejanía como un frágil barco en un vasto mar de tierra.
Más de medio siglo después, mi hijo vería en la distancia una casita parecida a aquella y exclamaría.
- ¡Pero qué casa tan pequeña! , ¿quién puede vivir ahí?
Ahora puedo decir que aquella fue la pregunta que me abrió la puerta a un lugar en el que vivían muchos recuerdos dormidos.