30 de octubre de 2013

OTRA HISTORIA... LA PRESENCIA DE SANTIAGO


Esta es la única foto que conservo de mis bisabuelos.

Nunca habría sabido cómo fueron si no hubiera perdurado en el tiempo, y nada conocería de sus vidas de no haber sido por las cosas que de ellos me contaron.
Resulta paradójico que tras una larga existencia, sólo quede viva la corta  memoria que se transmite,  diluyéndose poco a poco en el tiempo tras cada nueva generación.
Y en realidad,  de tantos miles de instantes, trascienden tan pocos...

Entre aquellos acontecimientos que de mis antepasados han perdurado, sé, por ejemplo, que el año 1939 les sería especialmente doloroso.

Pocos meses antes de que se anunciara el final de la guerra, Serafín volvió a Petrel. Regresaba tras haber pasado largas noches tosiendo con fuerza, tanta que apenas dejaba descansar a la compañía a la que pertenecía.  Algún médico que finalmente le reconocería debió dar informes para que regresara a su hogar, pues nada más se podía hacer por él.
Serafín llegó enfermo de tuberculosis y ese mismo año, cuando la contienda estaba recién terminada, moriría en su casa, rodeado de los suyos.

Puedo imaginar cuán agitados y confusos serían aquellos días posteriores al 1 de abril, cuando tantas familias, aquellas que no hubieran recibido la nefasta noticia de la muerte de sus seres queridos,  esperaran ansiosas por verles regresar, y otras muchas se plantearían el duro dilema de quedarse o marchar al exilio.

Pese al mal presagio de la carta devuelta,  la familia aguardaba  a Santiago en aquellos días.
Pero Santiago no aparecía.

Conforme transcurrían las semanas, las posibilidades de saberle vivo disminuían, y  como los meses continuaron pasando, todos terminaron por rendirse a la evidencia.
Todos excepto su madre.

Presentación  mantenía la fe por verle regresar, pues a veces  llegaban noticias sobre algún soldado que volvía a la comarca tras un largo periodo hospitalizado.
 También cabía la posibilidad de que Santiago estuviera desorientado,  falto de memoria, o quizás escondido. A cualquier  rayo de luz, por débil que fuera, se abrazaba con fuerza la madre, que no dejó morir nunca la esperanza de ver reaparecer a su hijo.

En ocasiones recordaba aquella petición a Dios, cuando le tuvo tan enfermo: “Señor, llévatelo en otro momento, pero no ahora” y se preguntaba si no hubiera sido mejor verle morir en aquel entonces, en su casa, a su lado.

Porque imagino lo duro que debió ser el tener tantas preguntas sin respuesta. ¿Dónde moriría? ¿Estaría enterrado? ¿En qué lugar? ¿Sería la suya una muerte rápida o quizás sufrió? ¿Estaría solo en sus últimos momentos? ¿Le daría tiempo a pensar en su familia? ¿Nombraría a su madre?

Pasó el tiempo de luto, y los duros años de la posguerra, y  Rosario recomenzaría su vida con otro hombre. Sus hijos Adolia y Santiago, ya adultos, poco sabían de su padre mas que desapareció en la guerra.

El hecho de que jamás  vieran muerto a Santiago hizo que en su familia  le tuvieran muy presente siempre, y de alguna forma se convirtió en una presencia viva.
Mi abuelo Conrado le evocaba constantemente y así, su hermano le acompañaba a menudo en sus pensamientos.

Y aquí viene por fin la singular anécdota que hace días quería contar, pero por aquello de querer presentar convenientemente a sus protagonistas, he terminado por hacer el retrato familiar de toda una época.

Debió ocurrir en los años 50, cuando ya hacía años que mis bisabuelos habían muerto. Mi abuelo Conrado se levantó temprano pues debía hacer  una larga caminata hacia La Pedrera para podar unos árboles.
Había amanecido un día nublo que en su avance iba humedeciendo el aire. Cuando mi abuelo llegó al lugar comenzó a llover con fuerza.

En aquel paraje tenían una pequeña casa de labranza y corrió a refugiarse en ella. Recordaba mi abuelo que en tiempos de guerra, su madre había propuesto en una carta a Santiago que escapara y volviera a Petrel, que le esconderían en La Pedrera. “Nada me gustaría más, madre, pero si hiciera eso correríamos todos un gran riesgo. Si ha de morir alguien, que sea solo yo”
Por eso, nada más entrar en aquel recinto en penumbra, recordó a su hermano, y mentalmente comenzó a hablar con él.

- Ya ves, Santiago, aquí estoy esperando a ver si deja de llover.

Recostado sobre el marco de la puerta, miraba hacia el exterior. Para un agricultor debe ser un gozo sin igual el ver caer la lluvia sobre los campos y percibir cómo se empapan, cómo emana el aroma de la tierra mojada y ese sonido líquido del agua tamborileando sobre las hojas de los frutales.

- ¿Sabes lo que me apetece ahora mismo? Un cigarro. Pero no he traído ninguno.

Pero como ese antojo siguió rondando en su cabeza, entró en la casa a buscar. Sabía que era inútil, allí no habría tabaco, pero nada perdía comprobándolo.

Miró en todas partes, hasta en el último rincón, pero nada encontró.

"Y entonces  – me contó mi abuelo-  no sé por qué, pensé que podría haber algo dentro de la chimenea. Sabía que había allí un saliente en la pared, por la parte de dentro, así que  metí el brazo por el hueco  y me puse a palpar".

Sus dedos encontraron pronto algo ligero y rugoso, y al cogerlo comprobó con gran sorpresa que era un cigarrillo.

- ¡Santiago, lo he encontrado, había uno ahí adentro! Pero ahora… de qué me sirve, tampoco tengo nada para encenderlo.

Por si volvía a tener suerte, volvió a meter el brazo en el hueco  y recorrer el saliente con los dedos, pero allí ya no quedaba más que polvo y hollín.

Dándose por vencido, y resignado a no fumar, se sentó en una silla mirando hacia el exterior.

"Y en esas, resulta que al trasluz vi algo en el suelo que me pareció una cerilla. Me levanté, y al agacharme a ver... ¡era una cerilla! Total, que para rematar aquello solo me faltaba que no estuviera húmeda y se encendiera".

Conrado la acercó a la pared y tras esperar unos segundos de concentración, como para seguir atrayendo tan buena suerte, la raspó. Y el fósforo prendió enseguida.

Puedo imaginar a mi abuelo, tan satisfecho, fumando apaciblemente mientras veía caer la lluvia afuera. 

Entonces, en su meditación, no pudo dejar de pensar que aquello había sido obra de su hermano Santiago, que le había querido ayudar. ¿Por qué había mirado en la chimenea si nunca puso aquel cigarro allí? ¿Quién lo pondría? Y una cerilla, una sola cerilla allí en el suelo, como esperándole... Había sido todo tan increíble.

Y quizás por la paz del momento, envuelta en el sordo rumor del agua sobre el tejado, que mi abuelo sintió el deseo de ver a su hermano, y mentalmente exclamó:

- Santiago, ¿estás aquí? Si estás... hazme una señal.

Contaba  mi abuelo que sintió un escalofrío en el cuerpo, que se dio cuenta de que su recuerdo había sido tan intenso durante aquella mañana y especialmente en aquellos momentos, que esa señal podía surgir de un momento a otro.
Y sintió miedo. No de su hermano, claro, sino de poder percibir algo tan inexplicable que le asustara.
Entonces rectificó.

- No, Santiago, sé que estás aquí, pero no me digas nada. Todavía no.

Dio la última calada al cigarrillo, salió al exterior, cerró la puerta y encaminó sus pasos hacia el pueblo, justo cuando la lluvia empezaba a remitir y las nubes dejaban asomar algún tibio rayo de sol.

Y conforme se alejaba, la casa parecía empequeñecerse en la lejanía como un frágil barco en un vasto mar de tierra.

Más de medio siglo después, mi hijo vería en la distancia una casita parecida a aquella y exclamaría.

- ¡Pero qué casa tan pequeña! , ¿quién puede vivir ahí?

Ahora puedo decir que aquella fue la pregunta que me abrió la puerta a un lugar en el que vivían  muchos  recuerdos dormidos.

25 de octubre de 2013

OTRA HISTORIA... LA GUERRA

(Viene de la entrada anterior)

Comenzado el año 1936, el ambiente político en  España estaba tremendamente enrarecido. No había muchos aparatos de radio en Petrel, pero los que disponían de alguno en casa, seguían con interés y preocupación los acontecimientos que a diario se retransmitían.

La gente del campo, aquellos que, apartados de los núcleos urbanos, trabajaban desde el amanecer hasta la puesta de sol  en huertos y bancales, tardarían mucho más en percatarse de lo que se avecinaba. Una sombra de fatalidad se estaba proyectando sobre los jóvenes, sobre los hijos, sobre miles de hijos, pero ninguno era plenamente consciente todavía.

En una de las ocasiones en que mi abuelo se acercó al pueblo, alguien le dijo:

- ¡Conrado, se han levantao las tropas en Marruecos!
- ¿Cómo es eso?
- No sé, pero parece que se está armando una gorda.

Conrado  se lo comentaría después a Anita, su mujer, y después a sus padres, sin llegar a dilucidar ninguno lo que aquello significaba, sin intuir lo que irremisiblemente se cernía sobre todos los españoles.

Y así fueron transcurriendo días de incertidumbre, y la prensa se hacía eco de huelgas, incendios, destrucciones..., una situación insostenible que presagiaba tragedia.

En ese año de 1936, cuando hacía 18 años que Vicente, el  mayor, había muerto en la Gran Gripe, los cuatro hermanos estaban casados y todos tenían descendientes.

Severino era padre de dos hijos, Salud y Severino.
Mis abuelos Conrado y Anita tenían al pequeño Conrado  (faltaban 5 años para que naciera su hermana Ana, mi madre)
Serafín  tenía a dos hijos de corta edad, Serafín y Elisa.
Y Santiago se desvivía por su recién nacida  Adolia.

Imagino la inquietud y preocupación de todos aquellos padres cuando en el mes de julio los medios de comunicación anunciaban una rebelión militar contra el gobierno republicano, y ya corría de boca en boca que era inminente una guerra.

Y, efectivamente, esa guerra estalló.

Por estar en las edades requeridas, los dos hijos de Vicente y Presentación a los que llamaron a filas, fueron Serafín y Santiago. Pero estando éste último enfermo en aquel momento, se libró de ser llevado a la contienda.
Sus padres y esposas  abrazaron a ambos, y en aquellos ojos se reflejaba la incertidumbre y la angustia  por un lado, y el alivio por otro. Un hermano marchaba a la guerra y el otro quedaba en el pueblo, con su familia.

Por mucho que se ha escrito y todavía se escribirá sobre aquel año fatídico y los que seguirían después, pienso que nunca se llegará a poder documentar  ni describir el dolor de las madres y esposas que quedaron aguardando,  sin dejar de  pensar  en aquellos que se marchaban, anhelando un feliz pero siempre incierto regreso.

- Y así fue que mi hermano Serafín - me contaba mi abuelo muchos años después -  se fue de soldado a la guerra. Como tantos otros.  La cosa estaba muy revuelta en todas partes. 
Una vez, faenando en el campo, levanté la cabeza y vi que desde el pueblo salia una columna de humo muy grande. Luego supimos que habían incendiado la iglesia de San Bartolomé.

- Una mujer rescató la cabeza de la Virgen de entre los escombros – apuntaba mi abuela -  Y la guardó en su casa hasta que acabó la guerra. Y a partir de esa cabeza reconstruyeron otra vez la imagen.

Llegó el invierno de ese año,  y el peso de las ausencias lo hizo más largo y más crudo. Transcurriría el siguiente año con la población civil pendiente de las noticias. El 26 de abril se bombardeaba Guernica, y a finales de ese año el gobierno republicano dejaba  Valencia para establecerse en Barcelona. 

De vez en cuando llegaban cartas de los jóvenes petrelenses a sus familias, que se apresuraban a contestarles, expresando en breves líneas todo su amor y apoyo incondicional.
Estando en el frente, supo Serafín que un nuevo miembro de la familia había nacido: su hermano pequeño le comunicaba que tenía un nuevo sobrino.

Lo que nadie imaginaba es que al poco de nacer ese segundo hijo, que se llamaría también Santiago, como su padre, debido al fatídico rumbo de los acontecimientos  tendría que acercarse muy pronto a la cuna a despedirse de él.

A finales de abril de 1938 el ejercito nacional  había ganado mucho terreno,  tanto que Manuel Azaña ordenó movilizar nuevas remesas de soldados, convocando  lo que se conocería como Quinta del Biberón, para intentar controlar a la desesperada los últimos puntos de resistencia republicana.

De diversos puntos de España  partieron unos 30.000 jóvenes que en muchos casos no habían cumplido los 18 años. 
Con  todos ellos se marchó también Santiago, que casi les doblaba la edad, pero  si en aquella primera convocatoria fue exento por enfermedad, en esta ya nada lo evitaría.

Unos marcharían para luchar en el frente del Segre, otros en la Batalla del Ebro.

Santiago escribió algunas cartas. En una de ellas decía:

“Tenemos al enemigo muy cerca.  Mañana, probablemente, será un día decisivo”

Y después, intuyendo la proximidad de algo difícil de nombrar, mencionaba en emocionadas líneas a su querida Adolia, al  pequeño Santiago, a sus padres y a sus hermanos, dirigiéndose a su mujer como si de una despedida se tratara.

Rosario esperó con anhelo una nueva carta tras su rápida respuesta, y cada día que pasaba sin tener noticias era un duro golpe al corazón.

Siempre recordaría aquel día en que finalmente llegó el cartero.

"Yo estaba fregando la escalera y tenía las manos mojadas, así que le pedí a Adolia que cogiera la carta".

Rosario se secaba apresuradamente las manos, nerviosa, esperanzada, cuando  su hija de tres años le alcanzaba la carta.
Pudo percatarse entonces que era  el mismo sobre que ella había enviado. Se lo devolvían con unas palabras subrayadas que parecieron herirla por dentro. SANTIAGO RODRÍGUEZ MAESTRE.  PARADERO DESCONOCIDO.

(CONTINUARÁ)


22 de octubre de 2013

OTRA HISTORIA... LA GRIPE


Vicente y Presentación, así se llamaban dos de mis bisabuelos.

Tuvieron cinco hijos varones: Vicente, Severino, Conrado, Serafín y Santiago. 
El tercero, Conrado, nacido en 1896, sería mi abuelo materno.

A los siete les tocó vivir dos trágicos episodios de nuestra historia, que marcarían irremediablemente sus vidas.

En 1918, cuando mi abuelo tenía 22 años,  una  pandemia mundial de gripe sumió a millones de familias en el horror y la desesperación. 
Fue una gripe tan virulenta y devastadora que se hace difícil calcular cuántas víctimas hubo tras ella. 
Se calcula que entre 40 y 50 millones a escala mundial, (mucho más que en cualquier guerra) y que en España, uno de los países más afectados, se rebasaron los 275.000 fallecidos.

Desde la propagación de la peste en la Edad Media, no se había vivido nada parecido.

Informándome posteriormente sobre este trágico suceso, -y sin embargo tan poco conocido -, he sabido que duró dos años y medio, que los servicios sanitarios se vieron desbordados, y que faltaban tantos médicos que se dio una movilización voluntaria de los estudiantes de medicina.

En 1984, a sus 88 y 82 años respectivamente, mis abuelos Conrado y Anita me relataban sus recuerdos de aquellos meses terribles.
Les hacía yo una larga entrevista sobre el pueblo de Petrel, cuya grabación me sirvió para presentar un interesante reportaje en el Instituto.

- ¿Aquí en el pueblo? Claro que murió mucha gente. ¡Muchísima! Los enterradores no daban abasto. El pueblo estaba en silencio, y yo escuchaba desde mi cama cómo pasaba el carro que se iba llevando a los fallecidos al cementerio. Y así todos los días. Hubo familias que desaparecieron enteras.

Me contaron mis abuelos que, curiosamente, la enfermedad hizo mella primero en  los más sanos, llegando a  decirme los nombres de algunas familias adineradas y, por consiguiente, mejor alimentadas, en  las que la gripe se cebó sin dejar apenas supervivientes. 
También resulta curioso que aquella gripe fuera más mortífera en los varones; los que más posibilidades tenían de fallecer eran los hombres jóvenes de entre 15 a 40 años. 
Mi abuela  Anita,  entonces una muchacha de 16, se encontraba “sana como una rosa” pero me supo transmitir la pena inmensa que se vivía en el pueblo y algunas imágenes  que le quedaron grabadas.

- Lo del carro lo recuerdo bien. Iba parando delante de algunas casas y sacaban al muerto envuelto en sábanas. Una mañana fui a la fuente a por agua y me encontré con una mujer enferma que cayó allí mismo. Yo me asusté mucho. Aún me acuerdo de aquello.

- En mi familia enfermamos primero mi hermano Serafín y yo. Teníamos mucha fiebre y a toda hora estábamos pidiendo agua.  El médico iba de casa en casa sin poder hacer mucho, el pobre. A mi madre le dijo: “Presentación, hazte a la idea de que se te mueren. A lo mejor, con suerte, se salva Conrado. Pero sé fuerte y a seguir viviendo, mujer, ¡hay que vivir!”

Cuando Presentación le suplicó que hiciera lo que pudiera por sus hijos, el médico le dijo:
"Querida amiga, precisamente en el carro de los muertos que sale hoy, va mi esposa. Con eso se lo digo todo".

 - ¿Sabes lo que me salvó a mí? – proseguía mi abuelo, emocionado – Pues que iba por el pueblo una mujer dando una cucharada de aceite de ricino a los enfermos más jóvenes.
- Recuerdo a aquella mujer, - apuntó mi abuela - Iba sin miedo a todas partes, y entraba a  las casas sin ponerse el pañuelo en la boca.
 - Mi madre le pidió que me diera una cucharada a mí también, y me acuerdo que cuando me la tomé me puse a vomitar.  Y a partir de ahí empecé a mejorar.

Cuando por fin se pudo levantar de la cama, mi abuelo preguntó por sus hermanos, y entonces supo que ese carro que desde la cama había oído pasar y parar en su puerta, se había llevado para siempre a Vicente, el mayor.  
Afortunadamente Serafín, como él, parecía ir mejorando día a día.

Pero la situación se volvió tan desesperada que se anunció la obligatoriedad de informar cuántos enfermos había en cada casa, para apartarlos del núcleo de la población, intentando evitar la propagación.
- Fue entonces que enfermó Santiago, el más joven.

Su madre, no soportando la idea de que se llevaran a su pequeño, nada dijo a nadie, atendiéndole con sumo celo y preocupación.
En su desesperación, rogaba a Dios día y noche que Santiago sobreviviera.

“Señor, no te lo lleves ahora, llévatelo en otra ocasión si es menester, pero no ahora”

Mas Santiago se veía tan  débil, que nada hacía presagiar que fuera a superar aquella batalla contra la fiebre.  
Pero, para júbilo de toda la familia, el pequeño de la familia mejoró y sanó. 

Cuando todo pasó, el pueblo era un paisaje  de sombras, lleno de quietud y tristeza.  Apenas quedaban fuerzas para  poder desprenderse de tanto duelo y tanta pena, pero los supervivientes hubieron de rehacer sus vidas, juntos, dejando entrar en sus pechos, poco a poco, el tibio calor de nuevas esperanzas.


Algunos años después, mi bisabuela Presentación recordaría con dolor esa súplica que a Dios hizo. 

Y en muchas ocasiones de su vida se la escuchó lamentar el haberla hecho.

(CONTINUARÁ)

18 de octubre de 2013

OTRA HISTORIA QUE MI ABUELO CONTABA



A ver cómo hago para poner en palabras todo lo que tengo en la cabeza.


En un principio, mi  único propósito era el de desempolvar una vieja  historia que me contó mi abuelo. No es una “historia de miedo”, como aquella que dejé escrita por aquí, es una anécdota que siempre me ha hecho reflexionar acerca de ese vínculo imperecedero que sentimos hacia nuestros seres queridos, y, al mismo tiempo, el ancestral respeto que existe  hacia la muerte y lo desconocido.


Pero cuando empecé a redactarla, me percaté de que había algunas lagunas en mi memoria,  por lo que eché mano del “cronista oficial de la familia”: mi hermano Fran, que, como siempre,  me aportó más detalles y  datos sobre los protagonistas de la anécdota.


Pero en mi avance me planteé nuevas cuestiones, por lo que recurrí también a mi madre, de quien terminé de tomar valiosos apuntes para completar  una historia  de mucho más  peso y emotividad de lo que iba a ser en un principio, y que creo que merece la pena dar a conocer.


El germen de todo ello brotó cuando   Samuel,  desde el asiento trasero del coche,  señalaba una solitaria  casita que se veía en el horizonte a un lado de la carretera, y que parecía estar flotando sobre un pardo océano de  tierra seca.


- ¿Quién puede vivir ahí? – me preguntó- Si  es tan pequeña que solo cabrá una persona …

- No, ahí no hay nadie. Eso no es una vivienda.

- ¿Qué es?

- Un refugio para los agricultores, un lugar donde guarecerse si llueve, o donde guardar  los utensilios que necesitan en el campo: capazos, lonas, azadas…

- ¿Pero no hay camas?

- No creo, pero ¿ves que tiene una chimenea? Seguramente encienden fuego en invierno para calentarse o para hacer la comida. Aunque no parece que esa tierra se esté cultivando ahora. Yo diría que la han abandonado.


Se quedó pensativo y aproveché para hablarle de mi abuelo.


- ¿Sabías que tu bisabuelo era agricultor? Se llamaba Conrado y toda su vida trabajó en el campo.

- ¿Cultivaba cosas?

- Claro, preparaba la tierra, plantaba, se encargaba de regar, labraba, recolectaba la cosecha, volvía a plantar… En verano, en invierno, con frío, con calor…  Es un oficio durísimo.


Entonces fui yo el que quedé en silencio, reviviendo en la mente  escenas del pasado, aquellas imágenes que siempre surgen al recordar a mi abuelo:  sentado en el sillón de su casa, junto a la radio y con el grave tic tac del reloj de pared flotando en el ambiente.  Mis hermanos y yo sentados a sus pies, pidiéndole que nos contara otro cuento,  y esa sonrisa que se le escapaba al adivinar que se lo pediríamos.


- Mi abuelo Conrado me contaba muchas historias, ¿sabes? Cuentos inventados y también historias reales, sucesos que le habían ocurrido a él, o a gente que conoció.

- ¿Si? ¿Y te acuerdas de alguna?


Y fue a raíz de aquella pregunta de mi hijo,  y de la visión de aquella minúscula casa en mitad de la nada, que empecé a recomponer una muy especial que tiene como protagonistas a mi abuelo Conrado y a Santiago, el más joven de los cinco hermanos.


Pero, como acabo de decir, mis pesquisas dieron tanto fruto que me veo obligado a remontarme algo más en el tiempo para contar bien la historia. Desde el principio.

(CONTINUARÁ)

12 de octubre de 2013

¿Y SI MI BLOG FUERA...?

Recuerdo que estando en la mili coincidí con un chaval que, como yo, había tenido la puntería de nacer el 6 del 6 del 66.
Me acuerdo de su cara, pero he olvidado cómo se llamaba (desde luego no era  JuanRa). 
Le traté muy poco, y sin embargo a  veces me he preguntado qué sería de él. ¿Dónde estará ahora? ¿Le encomendarían, como a mi, la espinosa labor de escribir un blog para expandir el Mal en el mundo?
Qué duda cabe que los dos nacimos bajo la influencia del diablo, pero él tenía mucha más cara de borde que yo, por lo que probablemente le irá mejor que a mí.

Digo esto porque esta semana mi Jefe me mandó llamar. Tocaba hacer el balance del tercer trimestre del año,  y nada más entrar en su despacho me fulminó con la mirada.

- ¿Tú estás seguro de que estás cumpliendo con lo que se esperaba de ti? - me dijo mientras me entregaba un papel con un gráfico - ¿Haces todo lo posible para que la humanidad caiga en el abismo?
Tuve ganas de responderle que el mundo ya anda  muy mal sin necesidad de que yo mueva un dedo, pero no abrí la boca. En momentos así no me arriesgo a subirle los humos.
- ¡Siéntate! - gruñó.
Se paseó por la covacha en donde tiene sus archivos y,  tras buscar en un cajón, trajo a su mesa una carpeta con una palabra en rojo: "SURESTES"

Observé cómo extendía ordenadamente sobre la mesa unas hojas con muchos datos garabateados.

- Los números no cuadran - comentó con voz resignada - Nada está saliendo como debería, así que voy a cambiar de estrategia.
- ¿Cómo?
- Te voy a reconvertir, JuanRa, y a trasladarte a otro punto.
- ¿¿Cómo??
- Yecla es un enclave flojo para mis propósitos. Es el sureste, sí, pero no se concentra allí toda la energía negativa que cabía esperar. Por eso no te cunde.
- Sigo sin entender nada.
- No me extraña, ¡tú nunca te enteras de cosa alguna! - y su piel pasó a enrojecerse con mayor intensidad.
- ¿Pero qué significa eso de reconvertirme y trasladarme?
- Pues que tenemos que probar a recolocarte en otros surestes más influyentes,  y a recubrirte de otra personalidad. De esa forma podrían aumentar los lectores, y aprovecharías para hacerles caer en todos los vicios posibles, como te corresponde.
- ¿Pero qué surestes? ¿Dónde?

Hizo deslizar sobre la mesa uno de los folios hasta colocarlo frente a mí.

- Esta es la primera opción. Pasas a ser un diablo francés, de la localidad de Grenoble. Te llamas Jean Rousseau Diable y cojeas al andar.
- ¿Que cojeo? ¿Y eso por qué?
- Te dedicas a pintar trampantojos, y una vez te caíste de un andamio. El hueso no soldó bien. En tu blog te apasionará hablar de carteles antiguos, y colocarás fotos de molinos rojos,  gatos negros, caracoles a la burguiñón  y...
- ¡Un momento, un momento... no puedo asimilar tanta información! Todavía no entiendo bien  qué tengo...
- La transformación sería inmediata, ¡no tienes que memorizar nada!
- ¡Pero yo no quiero irme a Grenoble! ¡Ni ser cojo!
- C'est la vie, mon ami.


- Claro que... hay más opciones, también puedo hacer que recomiences en Foggia.
- ¿Dónde está eso?
- En el sureste de Italia, justo donde acabaría la cremallera de la bota.
- Uff, no sé... no me veo italiano...
- ¿Por qué no? Te llamas Giovanni Diavolo y eres un poeta de lo más vulgar. Pero tienes gracia usando palabras malsonantes. Caes simpático.
- ¡Pero cómo me voy a marchar! ¿Y mi familia?
- Allí tendrás otra familia, ¡molto più grande!  Ahh, la famiglia... Eso no  tiene que preocuparte  en absoluto.


- ¡Dime otra opción!
- Alemania
- ¡¡¡Ouufff!!!
- Núremberg. Te conocerán como Johann Teufel, profesor de arte aficionado a las películas de vampiros. Y, bueno... problemillas con la justicia.
- ¿Cómo que problemillas?
- Excesivamente  crítico con la política de tu país, rebotado con la policía, pero sobre todo... cierta tendencia a la cleptomanía.
- No me ayudas nada, ¡todos tienen un pero!
- Nadie es perfecto en la vida. Y además, ¿acaso quieres ser un cúmulo de virtudes? La gente virtuosa es tremendamente aburrida, JuanRa. Deberías saberlo.


 - Si lo prefieres te envío al sureste de Suecia, a Nyköping, un lugar privilegiado. Eso sí, allí serías una mujer.
- ¡¡Anda!! ¿¿Me convertirías en una sueca??
- Sí, Johanna Djävulen, de intensos ojos azules. Sesenta y cuatro años muy bien llevados. Escribe cuentos eróticos muy buenos y es alérgica a la nata.
- ¡Ay, la leche! ¡Quién da más! ¡Me niego a continuar girando esta ruleta de despropósitos!
- ¿No te gusta?


 - Bueno, pues no te queda mucho donde elegir. Quizás, Londres fuera un buen destino.
- No me lo digas, sería John Devil, ¿verdad?
- No, Jack Demon. Suena mejor. A mi me agradaría que decidieras acampar en el sureste inglés; los círculos sextencianos son muy poderosos allí.
- No tengo ni idea de lo que hablas, pero a ver, ¿qué sería de mí como Jack Demon...?
- Un gran tipo. Amante de la cerveza negra y los combates de boxeo. Divorciado seis veces..., no, pero por culpa de ellas, no te alarmes.
- No, si yo ya no me asusto por nada...
- ¿Te animas entonces? Vamos, you can do it!


¿Queda algo más por ver? Creo que no me decidiré ni en mil años.
- Tengo una gran opción a la que no te podrás negar. En el sureste de África: Mozambique, y en el sureste de Mozambique: Inhambane.
- ¡Ay, madre! Es que ni me suena...
- Serías Keita Ibilisi, y en tu blog escribirías tanto en portugués como en swahili
- ¿Keita es hombre o mujer?
- Es un hombre, claro
- ¿Claro? ¿No será oscuro?
- No te hagas el gracioso. Es un experto en vudú. ¡Podrías hacer grandes cosas con la magia negra en la red!
- ¿Pero tendría seguidores en Mozambique? ¿Hay internet en Mozambique?
- No seas estúpido, ¡pues claro!  Y no imaginas lo aficionada que es la gente a entrar en trance. ¡Podrías triunfar!
- Es que no me atrae nada. Además, ya me he encariñado con los seguidores de aquí.
- ¡Bah, bobadas! Allí tendrás también tus lectores. Estarán Tsetse, Ang Hele, Lee-Loo, MonnTsé,  Lohkke, TséMa...


 Así que en estas ando, amigos. Forzado por mi Jefe a elegir destino y comenzar con un nuevo rumbo, lejos de Yecla.

Pero yo sigo sin decidirme.