23 de abril de 2016

EL ÚLTIMO DESEO

Su madre le abandonó en la puerta de un convento a los pocos días de nacer.
Eso es lo único que sabía de ella.
A su padre nadie le conoció. 
Sin embargo fue un niño que creció alegre, que  albergaba ilusiones en su interior  y que estaba convencido de que la vida le depararía algo grande.

Pero eran otros tiempos, cuando la blanca inocencia iba todavía de su mano.

Rocco nunca fue una mala persona. De hecho, si alguien hubiera podido echar un vistazo al despertar de su vida,  habría llegado a creer que iba para religioso, por tantas veces como se le vio entre los frailes del colegio  de su pueblo.

Hubo incluso una etapa en su adolescencia  en que escuchaba a sus mayores con devoción y tenía una mirada entre  soñadora y  contemplativa, y fue aquella una época en que era habitual oírle canturrear salmos y verle caminar  con las manos en la espalda y un largo cordón atado a la cintura.

Quién le había de decir entonces lo  amarga que se tornaría su vida.

Dispuesto a buscarse un porvenir,  Rocco se marchó del pueblo con una pequeña maleta en la que cabían todas sus pertenencias. Tuvo la fortuna de conseguir  pronto  un trabajo y  la dicha de encontrar el amor, pero al mismo tiempo la desgracia de que fuera un trabajo mal remunerado y un amor no correspondido. 
Durante demasiado tiempo, aquella mujer jugó  con sus sentimientos, y el día en que se cansó y lo abandonó para no volver más, como había hecho  su madre años atrás, su corazón quedó  tan malherido que ya no consiguió que cicatrizara. 

Desde entonces no tuvo más amistad que la de sí mismo, ni dio más besos  que los que empezó a dar en la boca de las botellas.
Perdió su trabajo, se apagó su ilusión, enfermó su autoestima  y deambuló como un fantasma huraño hasta caer en un oscuro pozo del que creyó no volver a salir jamás.

Pero aunque el candor  de aquel espíritu de juventud pasó a ser el recuerdo de un sueño muy lejano, un buen día sintió la necesidad de abandonar el profundo  infierno en el que se había perdido para, poco a poco, ir subiendo las escaleras que le devolvieran a aquel mundo que él recordaba hermoso.

Rocco nunca fue un mal hombre, pero la vida se lo puso difícil y en su nuevo caminar  a cielo abierto, y  a pesar de su afán por hallarlo, no parecía encontrar  su sitio.
Durmió en la calle, pasó mucha hambre, y convenciéndose a sí mismo de que solo lo haría para sobrevivir durante un tiempo, empezó a robar. 

Aquel periodo que su memoria se esforzaba por  borrar  pasó también, como pasa todo.
Cuando por fin empezaba a respirar de nuevo y sus ojos  descubrían en ciertos instantes  que el mundo no se presentaba solo de sombras y que la vida le dejaba ver algún que  otro color, Rocco mató a un hombre.

Fue un accidente, un empujón en un momento de tensión que hizo que aquel hombre para el que trabajaba y que tantas veces amenazaba con despedirle, cayera rodando por las escaleras, se diera un mal golpe y muriera en el acto.

Ninguno de sus compañeros, testigos del suceso,  fue capaz de ponerse de su parte ni  declarar que había sido una fatalidad totalmente involuntaria.
Los meses que Rocco pasó en la cárcel fueron una continuación de su sufrimiento en la vida, el suma y sigue de su sino.

El fallecido, un hombre poderoso y  con influencia en aquella  población, dejó viuda y tres hijos que no supieron dirigir el negocio familiar y mucha gente quedó entonces sin trabajo.

Cuando llegó el día del juicio, la animadversión del juez, amigo íntimo de aquella familia, era patente, y Rocco sintió las miradas de desprecio de los asistentes como cuchillos muy afilados. Pero para entonces  estaba tan cansado de todo que cuando escuchó que le condenaban a muerte su gesto no se crispó. Se limitó a cerrar los ojos y pensar durante unos segundos  que, sin darse cuenta, le estaban haciendo un favor. El favor de dejarle en paz para siempre.

Dos días antes de que se ejecutara la sentencia permitieron pasar a un anciano a su celda. Era fray Carlo, uno de los monjes que le instruyó en la infancia, en aquel colegio para niños huérfanos donde llegó a ser feliz. El hombre había viajado desde lejos cuando tuvo noticia de lo que había ocurrido con “el pequeño Rocco”.

Después de un prolongado abrazo en silencio se sentaron y el fraile le dijo que había intentado con todas sus fuerzas que rebajaran esa pena a la de cadena perpetua, pero que no lo había conseguido.

- No se preocupe, Padre. Yo se lo agradezco en el alma pero ya estoy mentalizado y no quiero pasar ni un día más en este mundo.
- Sin embargo, no he querido que te marches sin que se te conceda un último deseo. En eso sí que he sido escuchado. Dime, Rocco, qué te gustaría pedir, piénsalo y dímelo.

Después de varios minutos en silencio, en su mirada vio el monje un destello.

- Padre, recuerdo un lugar – le dijo- Siendo niño me escondí una vez en la cocina de las hermanas  de Ferie.
- ¿Te dejaban entrar en aquel convento?
- No, solo al jardín, pero es que me colé sin que me vieran. Y encontré la cocina.
- Ah, no era mal lugar para un diavoletto como tú.
- ¡Qué bien olía allí, Padre!
- Te creo. Aquellas monjas son las mejores reposteras del mundo.
- Encima de una mesa había una bandeja con  bollos. Recuerdo que me quemé la lengua porque estaban recién hechos – sonreía Rocco con la mirada entornada, sumergiédose  en aquel recuerdo.
El fraile sonreía al escucharle.
- No he olvidado nunca aquel momento. Aquel bollo que  me comí a escondidas estaba delicioso – dijo mirando hacia el pequeño ventanuco de la celda-  No he vuelto a probar nada igual en mi vida.

Fray Carlo se levantó, y poniéndole una mano en el hombro le dijo que volverían a verse al día siguiente.

Aquella noche Rocco apenas durmió. Cuando bien temprano se abrió la puerta de la celda, esperaba ver aparecer al anciano con alguno de aquellos bollos, pero solo entró un hombre rudo y de aspecto cruel que tras esposarle  lo sacó de allí a empujones.

Afuera había un carruaje al que lo hicieron subir, y Rocco pensó con amargura que  habían adelantado la hora de su ejecución y que le conducían al patíbulo sin ese último deseo que confesó a su mentor.
Pero el carruaje no se dirigió a la plaza sino a las afueras de la población, y cuando tomó el camino del norte, el corazón de Rocco comenzó a latir esperanzado. Le llevaban a Ferie.

Al llegar a aquel convento, el guarda lo condujo a la puerta principal, que en ese instante se abría y asomaba fray Carlo. Para sorpresa de Rocco, el guarda lo libró de sus grilletes y lo entregó al religioso, advirtiéndole que volverían a pasar a por él una hora más tarde, como habían acordado.

Junto al fraile,  atravesó aquellos jardines en los que había jugado de niño y donde el aroma a flores era tan embriagador que de nuevo Rocco, igual que entonces, cerraba los ojos al aspirarlo, como queriendo guardarlo  en su memoria para siempre.
En la explanada, junto a la fuente de piedra en la que tantas veces vio de niño nadar a los renacuajos, le esperaban dos monjas con una cordialidad tan afable en sus rostros y tanta bondad en sus sonrisas que a Rocco le pareció estar soñando y que aquellas mujeres eran ángeles a la puerta del paraíso.

- Buongiorno, Rocco – le dijo la madre superiora- Bienvenido  de nuevo a tu hogar.
Esta es sor Concetta, que ha madrugado mucho  porque tenía un encargo para ti.
Concetta se adelantó unos pasos para tomar a Rocco de las manos.
- Así que tú eres el piccolo  Rocco. Tenía ganas de conocerte, me han hablado muy bien de ti.
Rocco no podía articular palabra, a sus ojos asomaban lágrimas que no podía contener. Como único saludo solo pudo asentir con la cabeza.

Le hicieron pasar al interior donde se encontraba el claustro y algunos pajarillos  que volaron  piando entre las arcadas.
- Y dime, Rocco – le dijo la madre superiora- ¿recuerdas todavía dónde está la cocina?
Y como todavía le embargaba la emoción volvió a asentir con la cabeza.
Pues entonces ve a esconderte en ella. Vamos, ¿a qué esperas?

Para Rocco, volver a entrar a aquella cocina fue como atravesar el umbral  mágico que le permitía viajar en el tiempo, y el sortilegio se realizó cuando volvió a verse como aquel niño que sentía  tanta curiosidad por averiguar de dónde procedía aquel aroma  tan envolvente.

Sobre la mesa encontró una bandeja, probablemente la misma que vio tantos años atrás,  y en ella unos bollos humeantes colocados en perfecto orden. Todo en aquella cocina se encontraba  colocado con mimo, lo que resultaba muy agradable a la vista, pero si algo había allí sumamente acogedor era el aroma, la multitud de fragancias que allí se respiraban.
Rocco quiso atraparlas todas y con los ojos cerrados caminó despacio alrededor de la mesa, guiándose por el tacto de sus dedos sobre aquella superficie enharinada.

Olía a onzas de chocolate, a almendras molidas, a ralladuras de limón,  a canela... También le llegó muy dentro el aroma de alguna compota, de nísperos quizás,  de grosellas, el aroma penetrante del caramelo líquido, y alguna caricia de  vainilla y  de azahar .

Cogió uno de aquellos bollos y se metió debajo de la mesa, como había hecho entonces,  y allí abajo terminaron de arrebatarle todos sus sentidos, no solo  el tacto, sabor y aroma de aquel pastelillo sino  todos los recuerdos que vinieron a saludarle de nuevo desde el pasado en cuanto le dio el primer bocado.

Y aquella mezcolanza de recuerdos también estaba atestada de aromas y sabores: el del amargo cacao, el del intenso regaliz, el de la cepa quemada en la lumbre…

Solo estuvo una hora en aquel lugar, pero esa hora bastó para que se esponjara  por dentro, como si en el momento de entrar allí, unas manos delicadas y expertas  hubieran amasado su espíritu con maestría y lo hubieran calentado al horno durante el tiempo necesario.

Cuando Rocco volvió a subir al carruaje y se alejaba cada vez más de aquella cocina y de aquel convento, escuchó cómo las campanas empezaban a sonar.
No tenía miedo, se encontraba en paz consigo mismo, y aún sentía el calor del abrazo de fray Carlo, que antes de despedirse le había ofrecido un sorbo de mistela.

- Hijo mío, - le dijo – la vida no te ha tratado bien, pero yo te prometo que en adelante vas a ser feliz.

Cuando el carruaje llegó a la plaza donde estaba preparado el patíbulo, Rocco tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.
Y cuando lo sacudieron para que descendiera, resultó que ya no estaba allí.

Dicen que en el aire flotaba un intenso aroma a canela, y dicen que aquella fragancia invadió las conciencias de muchos de los allí presentes.


7 de abril de 2016

MI MADRE ANA Y MI HIJA AITANA

Esta es mi madre a los veintiún años.

Siempre asociaré esta imagen a la casa de mis abuelos de Petrel, porque estuvo enmarcada en el salón durante muchos años.

Cada vez que veo ese retrato me invade la misma paz y bienestar que sentía cuando era niño, en aquella sencilla estancia tantas veces en penumbra, con el adormecedor pendulear del reloj de pared, el abuelo sentado en su sillón y la abuela trajinando por la cocina, donde olía a pan tostado y a rollos de anis.

Después de morir mis abuelos, esa foto se guardó en un altillo y allí permaneció casi en el olvido muchos años, hasta que un día la rescatamos para que hoy luzca en el salón de la casa familiar.

La semana pasada nuestra madre cumplió 75 años y nos reunimos para celebrarlo. Coincido con mis hermanos en que al contemplar otra vez ese cuadro volvemos a la casa de los abuelos y al mucho tiempo que nuestras miradas veían entre ese marco a la mujer más bella del mundo.
Y sigue siendo hoy , tantos años después, tan hermosa por dentro y por fuera.

Me contaba hace poco que una corriente de aire hizo que una ventana empujara al suelo y rompiera el viejo jarrón de flores al que tanto cariño tenía, lo que me hizo recordar su historia.

Era el 30 de marzo del año 84. Me acuerdo de la fecha porque yo volvía de la Universidad con el carnet de conducir recién estrenado. 
Me imponía circular por la carretera general, por lo que siempre prefería volver a Petrel por una carretera secundaria que pasa por Agost.
Recordé entonces que era el cumpleaños de mi madre y siendo Agost un pueblo alfarero no me fue difícil encontrar un recipiente de cerámica que llevarle como regalo.
A pesar de no tener dinero para flores, la flamante primavera me brindó la posiblidad de estrenar aquel jarrón. Fui parando en todos aquellos campos y laderas de montes en los que se veían flores y me sorprendí del estupendo ramo que pude completar, en el que combiné coloridas flores silvestres con tallos secos muy decorativos.
Llegué tarde a casa, pero mi madre no pudo quedar más contenta y satisfecha de su regalo.

- Bueno, qué importa – le dije- el jarrón ya no está, pero el recuerdo de aquel día permanecerá siempre.
- Sí, es verdad – respondió.
Y mi amor por ti no se romperá nunca, mamá.
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El mismo día celebramos los 9 años de Aitana, que los cumple 4 días antes que su abuela Ana.

Todos los años, desde que tengo el blog, le dedico una entrada cuando llega su día así que esta vez, aunque con retraso, no podía dejar de hacerlo.

Ay, Aitana, qué facil me resulta retratarte...

Érase que se era... una niña, ya no tan niña, con mucha imaginación, tanta como para no aburrirse nunca, pues ella misma se mete en historias que va contando en voz alta. Otras veces escribe algún cuento muy rocambolesco, algo que particularmente me encanta.

La niña tiene una facilidad asombrosa para sacar de su habitación juguetes y muñecos y una inmensa pereza para luego guardarlos.

Le gusta cantar, pero más aún bailar y se inventa canciones y coreografías.

- ¿Te gusta esta canción que me he inventado? (Me la canta)
- ¡Guauu, qué chula!
- No, no te gusta – dice convencida.
- ¿Ah, no?
- Y a mi tampoco. A ver esta otra...

(Sincera hasta con ella misma)

Y cuando necesita pareja de baile, ¿a quién busca? Ja, ¡pues a mi!
El otro día hicimos una competición de baile contra una pareja de chinos (inventada) y aunque bailamos mejor que ellos, ¡el jurado dio la medalla a China! ¡Y nos tocó ensayar una nueva coreografía! (¡Socorro!)

Como ya son más mayores apenas apunto cosas en mi cuaderno “Samueladas y Aitanerías”, pero de vez en cuando sueltan alguna perla digna de mención.

11/03/2015

(En el ascensor hacia el cole)

Aitana: Papá, ¿me he quitado bien las legañas?
Yo: A ver... Sí, te las has quitado bien.
Aitana: ¿Sí? Pues entonces es que aún no me he despertado.

(Ay, ese sueño que ciega tus ojos...)

3/03/2016

(Viendo un documental de animales)

Aitana: Las jirafas son muy tristes.
Yo: ¿Muy tristes?
Aitana: Sí, no juegan nunca. Mira los monos pequeños cómo juegan, y los leones pequeños también, pero las jirafas nacen y ya no hacen nada.

(Oye, pues va a tener razón. Deberíamos empezar a decir: Estoy más aburrido que una jirafa)

13/03/2016

(Enseñándome un portaminas nuevo)

Yo: ¡Qué chulo! Anda que si yo de pequeño hubiera tenido algo así, estaría más contento...
Aitana: ¿Es que no tenías cosas así?
Yo: ¡Qué va! Cuando yo era pequeño no había tantas cosas como hoy. Si no había móviles, ni internet, ¡ni ordenadores!...
Aitana: Ay, cuando me dices cosas de esas te imagino antiguo, sin casa y perdido en el monte.

(Ains, ¡me sentí 100% troglodita!)

Pero luego me dice cosas que me hacen volar a Marte con propulsión a chorro de babas.

11/09/2015

(Despertándola para ir al cole)

Aitana: Papá, eres una sonrisa que me besa por las mañanas.