Acabo de meter en la nevera de mi centro de trabajo un nuevo tarro de pepinillos.
Se habían acabado y era fundamental reponerlos para sentir que todo funciona bien.
No sé si es curioso o preocupante, pero en mi vida hay determinados actos cotidianos que durante mayor o menor tiempo se llegan a convertir en rituales inamovibles.
No concibo, por ejemplo, comenzar mi jornada laboral sin hacer lo siguiente:
1) Llenar de agua la botella que habré de beber durante la tarde.
2) Dar una vuelta por todo el edificio para apagar las luces innecesarias.
3) Abrir la nevera y comerme un pepinillo.
Con las dos primeras jamás he tenido problema, pero en ocasiones, cuando se terminan los pepinillos, pueden pasar un día o dos hasta que vuelvo a comprar más y en esos días de abstinencia me queda una sensación de protocolo fallido, de labor descompensada, de no empezar bien el día.
Lo cierto es que ni yo mismo entiendo cómo han llegado a ser los pepinillos un aliciente crucial de mi día a día si cuando yo era joven (más joven, quiero decir) no me gustaban en absoluto y siempre los sacaba de las hamburguesas del Burger King.
Pero, misterios de la vida, hoy me chiflan.
Es casi una experiencia mística coger un tarro grande de la estantería del supermercado y observarlos a través del cristal, amontonados como extrañas vainas de un color verde ciencia ficción, como si fueran criaturas deformes creadas por un científico sin alma. Además, si agitas el tarro, las semillas del fondo empiezan a navegar ralentizadas, como esporas que despiertan de un eterno letargo en su medio agridulce artificial. ¿Puede haber algo más bello?
También puede resultar raro que, cuando tanto me gustan, sólo me coma uno al día. Es algo que ni yo mismo sabría explicar pero que forma parte de ese ritual que se ha de cumplir con respetuosa precisión:
Abrir bote.
Extraer pepinillo con los dedos.
Dar mordisco a 1/3 del mismo.
Escuchar el sonido cruuj (de crujiente)
Permitir la total sumisión de las papilas gustativas.
Dar el segundo mordisco con los ojos en blanco.
Masticar el último trozo entre velados suspiros.
Chuparme los dedos.
Cerrar bote y hasta mañana.
Estaremos de acuerdo en que el concepto de felicidad no se puede definir con precisión, por ser ésta tan subjetiva y hallarse en cosas diferentes según cada cual, pero sería interesante que cada individuo intentara definir su idea de felicidad, describirla según sus gustos y sentimientos personales. Me encantaría saber qué lugar ocuparían los pepinillos en ese ranking . Queda expuesta la idea para cualquier estudiante que me lea.
Abro paréntesis para decir que he buscado en Google algún estudio sobre la felicidad y he encontrado que existe una forma “científicamente correcta” de llevar la taza de café. No tiene nada que ver con el asunto pero, oye, también puede hacer feliz a alguien saber algo así.
Resulta que, según el coreano Jiwon Han, ha de cogerse por la parte superior y con la mano en garra. Y que la fórmula que demuestra que es el modo ideal es la siguiente:
También he encontrado otro estudio que se realizó en el Centro de investigaciones Sisheido, en Yokohama, Japón, que llegó a la la conclusión de que las personas que creen tener olor en los pies, tienen olor en los pies, y las personas que no creen tenerlo, no lo tienen.Fascinante.
Cierro paréntesis.
Pero ahora que profundizo un poco en esto, me parece que los pepinillos en sí mismos no serían una de mis acepciones de “felicidad”. Lo verdaderamente gratificante es el “momento pepinillo” como una de las partes de ese todo indivisible que es la ceremonia que realizo a la una de la tarde.
De hecho, de buena mañana un pepinillo a secas podría resultarme la antifelicidad, lo que demuestra, efectivamente, cuán complicado es definir este término incluso a modo personal.
La felicidad total y absoluta a cualquier hora del día sería, por ejemplo, una cucharada de dulce de leche. ¡Eso sí que sí! ¡¡Pecado mortal de salvación eterna!!
Y digo una cucharada por no decir el bote entero. Aquí no habría procedimiento de “una al día y hasta mañana”. Lo mio con el dulce de leche es de veneración y entrega.
Tengo la total convicción de que si se hiciera un concurso mundial para encontrar al mayor goloso del mundo yo entraría en el Top 5 (bueno, quizás he exagerado, pero en los 25 primeros seguro que estaría)
Lo que me fastidia es que cuando yo era joven (me refiero a más joven de lo que ahora soy) podía darme atracones de pasteles sin que se me alterara el perímetro corporal. Creo que el problema está en que la mente obvia a la edad pero el cuerpo se aferra a ella con devoción. El cuerpo es un maldito fundamentalista de la edad.
Para suplir esta necesidad de dulce felicidad he llegado a autoexperimentar algo maravilloso. De momento es sólo una hipótesis que está en fase de prueba y error, pero parece (creo) que tiene base para ser verdad.
Esta es mi teoría:
“Cuando te comes un dulce a escondidas, sin que nadie te vea, no engordas”
¿Verdad que es ilusionante?
El único problema que le veo es que muchas veces corres el riesgo de ser pillado en la despensa con el polvorón en la boca, y eso hace que lo engullas deprisa y sin saborear el instante. Pero en fin… el que algo quiere, algo le cuesta.
Creo que la demostración de mi estudio (que como digo empieza a rozar el axioma), radica precisamente en el hecho de formar parte de la ley de compensaciones: las calorías que se ingieren se queman rapidamente ante la agotadora tensión que vives porque nadie te pille metiendo la cuchara en las natillas de la nevera.
Por esta razón, el experimento no funciona si por ejemplo vives solo y nadie puede descubrirte. Si no hay riesgo alguno de ser pillado, el cuerpo se relaja y las calorías hacen estragos. Es de una lógica aplastante.
Otros ¿rituales?, ¿manías? (las llamaré “ritumanías” ) que iba a contar en esta entrada van a quedar para otra ocasión. Más que nada por no crear ardores estomacales.
Muchas gracias por la atención (si es que la ha habido porque yo después de ver la fórmula del coreano me he salido de mi cuerpo)
PD. Llevo un buen rato pensando qué titulo le pongo a todo este despropósito y nada, que no me sale.