Aquellas
vivencias de las que más gratos recuerdos guardo y que más me ilusionaría compartir, suelen
ser las que más se me resisten a la hora
de plasmarlas por escrito.
Por más que me esfuerce, nunca logro transmitir todas aquellas sensaciones especiales que me produjeron.
Por más que me esfuerce, nunca logro transmitir todas aquellas sensaciones especiales que me produjeron.
Aún así, cualquier ocasión que me sirva para hablar de mis abuelos siempre merece la pena, aún cuando las palabras no fluyan como me gustaría.
Rememorar sus historias es, en cierta forma, hacerles revivir.
La
primera imagen que se me dibuja al pensar en mi abuelo Conrado es la de su
habitual presencia en el salón de su casa, sentado en uno de aquellos dos
sillones verdes de escay. El transistor a su derecha, al alcance de la mano, y
el grave tic tac del reloj de pared acompañando sus plácidas horas, tan sonoro
como invisible a nuestros oídos.
No
tenía sentido pasar un día con nuestro abuelo sin pedirle que nos contara algún
cuento. Lo hizo durante años con mi hermano y conmigo, y seguiría haciéndolo
años después con nuestros hermanos más pequeños, sin que yo me desvinculara
nunca, pues prestarle atención era siempre uno de esos mágicos momentos en los
que el tiempo se detenía y era sumamente
sencillo dejarse llevar por sus historias, que unas veces eran de ficción y
otras veces experiencias propias, o casos que conoció en su extensa vida.
En
una ocasión le pedimos que nos contara un cuento de miedo y, tras cavilar
durante unos segundos, nos dijo.
- ¿Un
cuento de miedo? Pues mejor que un cuento os voy a contar una historia que le
pasó a uno de Petrel hace muchos años.
- ¿Le
pasó de verdad? - preguntamos expectantes.
- Sí,
ya lo creo.
- ¿Y
es de mucho miedo?
- Pues
para vosotros no lo sé, pero él casi se muere del susto.
Y
entonces, presurosos a escucharle, guardábamos
silencio. Nos sentábamos en la alfombra, a sus pies, y él,
desde su sillón, con el pensamiento vuelto hacia el pasado, carraspeaba un poco
antes de empezar a hablar. Debía intuirnos muy atentos ya que no podía vernos,
pues con los años nuestro abuelo fue perdiendo la vista progresivamente hasta quedar
totalmente ciego.
- Pues
esto ocurrió hace mucho, cuando aún no había electricidad en las casas y la
gente se alumbraba por las noches con lámparas de aceite o con algún candil.
Fue en un domingo de invierno, que uno que se llamaba Vicente había ido a hacer
una visita a la casa de campo de un amigo, que estaba lejos del pueblo, por allá
por los campos de Salinas.
Había
pasado el día con él y con otros invitados que allí estaban.
Como
al caer el sol se había echao frío, encendieron la chimenea y se arrimaron
todos a la lumbre a charlar. Y resulta que estuvieron hablando de muchas cosas,
pero de repente les dio por contar historias de misterio, cosas extrañas que
les habían pasado alguna vez o que habían oído.
Pese
a que ya han pasado décadas desde la última vez que le escuché esta historia,
aún la recuerdo bien, pero no sabría reproducirla de aquella forma en que lo
hacía mi abuelo, tan suya.
Transcurría
la anécdota del tal Vicente hablando del miedo que empezó a sentir, a pesar de
ser un hombre acostumbrado a vivir solo sin que ello le amedrentara, pero que
en aquella ocasión, por lo que fuere, se sintió incómodo escuchando a aquella
gente.
Había
oscurecido por completo y pensaba que tendría que volver solo a su casa y tanta historia siniestra le había inquietado,
por lo que procuró no sugestionarse. Pero lo que más le angustiaba era recordar que en el camino de vuelta a casa
tendría que pasar necesariamente junto al cementerio.
- Solo
de pensarlo se le ponían los pelos de punta.
Total,
que Vicente hacía tiempo que tenía ganas de irse de allí, pero le había entrao
tanto miedo que esperó a ver si algún otro se marchaba para no tener que volver
solo a su casa, y que al menos pudiera llegar hasta el pueblo en compañía. Pero
así fue que el tiempo pasaba y como de allí no se movía nadie y se había hecho muy
tarde, se armó de valor para despedirse de todos y marcharse.
Después
de haber estao arrimao a la luz del
fuego, lo encontró todo oscuro como
boca de lobo. No había salido la luna , y se había echao mucho aire que
hacía que los árboles se movieran, así que por poco no se dio la vuelta para
meterse otra vez en la casa, pero le dio vergüenza de imaginar que se reirían
de él, y no lo pensó más y tiró p'al
pueblo.
Caminó
a buen ritmo Vicente, sin permitirse el pensar demasiado en nada que le
asustara, concentrado en dar paso tras paso, con la sola idea de llegar cuanto
antes a su hogar. Pero al aproximarse al cementerio se tuvo que detener. La
visión de las copas de los cipreses como lanzas negras hacia el oscuro cielo, y
que el viento hacía balancear, le aceleró los latidos del corazón. Desde la
distancia escuchó el silbar del viento entre el denso ramaje de los árboles y
su mente jugó a atormentarle, haciéndole
imaginar que eran las voces de los espíritus del camposanto que le llamaban.
- Así
que Vicente tuvo que arrodear atravesando muchos bancales para no seguir el camino, porque
prefirió tardar más en llegar en tal de no pasar por allí.
Pero
cuando por fin llegó al pueblo y abrió la puerta de su casa, el miedo no se le
había pasao.
Tan
sugestionado estaba que hasta su casa le pareció más silenciosa que de
costumbre, y sintiéndose como un advenedizo que hubiera entrado a interrumpir
su quietud, se apresuró a encender una lámpara de aceite para dirigirse a su
habitación, en donde se encerraría para pasar la noche.
- Echó
el pasador de la puerta, se metió en la cama y se dijo: Nada, Vicente, ya ha
pasao todo. Ahora a dormir y mañana será otro día.
Pero
no le resultaba nada fácil relajarse después de lo escuchado aquella tarde y
del desasosiego acumulado en el
trayecto. Por si fuera poco, en la quietud de la noche le llegaban ruidos de
todo tipo, que se esforzaba en identificar para despojarlos de su misterio. El
sonido del viento en el exterior, los crujidos de las vigas al enfriarse, el de
algún cristal que retemblaba en una ventana...
Sin
embargo le llegaba esporádicamente otro sonido que no lograba identificar y que
parecía llegar de la planta superior. Eran unos golpes semejantes a los de unos
grandes nudillos golpeando sobre madera. Llegaban hasta él tres toques nítidamente, siempre fuerte el
primero y más suaves los otros dos.
Por más que intentó
relajarse no lo conseguía y cansado de estar pasando tanto miedo cuando él no
había sido miedoso nunca, se armó de valor y decidió que saldría a averiguar de
dónde procedía ese ruido que tan nervioso le estaba poniendo.
- Se levantó de la cama,
volvió a encender la lámpara, abrió el pasador y se acercó al principio de la
escalera que subía al trastero. Escuchó con atención, y al poco lo volvió a
sentir: un golpe fuerte, POM, y otros
más flojos, pom-pom.
¿Quién anda ahí?- gritó.
Y como no volvió a escuchar nada, pensó que a lo mejor había un hombre
escondido allá arriba, o un animal que al oírle se había asustado. Pero cuando
se iba a volver a la habitación volvió a escucharlo. POM… pom pom.
Y como ya no aguantaba
más, buscó un palo que por allí tenía y tiró p’arriba, más rabioso que asustado, pero,
ay, que justo en ese momento sintió un golpe más fuerte y después unos pasos de
alguien que se acercaba bajando las escaleras hacia él. Y venía muy deprisa.
Pam-pam-pam-pam-pam….
En ese instante, como es
natural, estábamos cautivados a sus pies
, hipnotizados por sus palabras, deseando que llegara el desenlace.
- ¿¿Y qué era?? ¿¿Qué pasó??
- Pues el susto que se dio, ya no se le olvidó en la vida, pero le ayudó a no volver a tener miedo nunca
más, porque los miedos solo están en nuestra cabeza, y hay que aprender a buscarles la lógica. Todo lo que nos parece un
misterio siempre tiene una explicación.
Por las escaleras bajó
rodando hasta sus pies un cedazo circular de los que se utilizaban para cribar
el grano.
Había estado colgado de
un largo clavo en la pared y descansaba sobre una ventana cerrada que el viento
sacudía desde afuera. El empujón del viento sobre la ventana y la corriente que
se filtraba lograba separar el cedazo de
la pared para hacerlo volver contra la ventana (POM) y rebotar (pom-pom)
Fue una simple
casualidad la que hizo que, justo en el momento en que Vicente se decidiera a
subir, el cedazo se descolgara finalmente de la pared golpeando en el suelo y
rodando precisamente hacia las escaleras para ir al encuentro de aquel hombre que, a aquellas alturas de la
noche, ya tenía los nervios rotos.
Mi hermano Fran, la
memoria andante de la familia, cree recordar que el protagonista fue un
antepasado de nuestra abuela Anita, y que tal vez fuera Manuel y no Vicente. En
cualquier caso, la historia y su enseñanza no varían mucho.
Imagino que nos despediríamos aquel día de nuestros abuelos, y que cuando el reloj hiciera sonar sus campanadas, Conrado, como siempre, alcanzaría el aparato de radio para escuchar las noticias.
Y las horas pasarían mansamente.
Y que cualquier otra tarde nos
oiría llegar para acercarnos a su lado y
oírnos decir:
- Abuelito, cuéntanos un
cuento
- ¿Un cuento? ¿Y de qué queréis
que os lo cuente?
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Mi abuelo murió
en 1986 a los 88 años, cuando yo me encontraba lejos de Petrel, haciendo la
mili.
Nadie me contó cuentos como él lo hacía.
Le echo mucho de menos.