20 de marzo de 2022
EL BESTIARIO DE JURADIA
12 de marzo de 2022
TESOROS DE ROJIZO RESPLANDOR
Esta es una foto tomada en 1965, en la boda de mis padres.
Me dicen que fue siempre un hombre de buen carácter y excelente salud, a pesar de que siempre andaba con un cigarrillo entre los dedos.
"¿Sabes cuándo empecé yo a fumar? -comentaba- ¡En Cuba! Las negras de allí me enseñaron a liar tabaco."
Por fortuna nunca tuvo ninguna enfermedad, ni tan siquiera leve, y caminaba ágil y "molt be plantat", como decía mi abuela.
Me cuentan que mi bisabuela Ana María envejeció mucho peor que él, y llegó un momento en que una de sus hijas se la llevó a su casa para atenderla mejor. Mi bisabuelo, que siempre había vivido en el campo, no se vio capaz de encerrarse en un piso en la ciudad y prefirió quedarse con la otra hija, mi abuela.
"Pero cuando llegaba el fin de semana - cuenta mi madre - se acicalaba a conciencia, frotándose cabeza y cuello con aguardiente, porque era lo que mejor le funcionaba para eliminar la grasa de la piel, y cuando se vestía y se ponía el sombrero nos decía: <<¡Hala, me voy a ver a la novia!>> y se marchaba a ver a su mujer"
Ana María murió sin llegar a conocer a ninguno de sus catorce bisnietos, pero Francisco, que alcanzó los 92 años de edad, pudo ver las caras de seis de ellos, siendo el último un tal Juan Ramón, que en estos momentos está rememorando esta historia.
Una mañana de domingo, paseando por el mercadillo que ponen junto a la iglesia de Orito, mi bisabuelo se acercó a uno de los puestos para comprarme el que considero mi primer juguete, y que, aunque parezca mentira, todavía conservo.
Me encanta contar esta anécdota porque el regalo en cuestión fue... ¡un pequeño tridente de madera!
También es posible que todo comenzara en el mismo momento en que agarré yo aquel "cetro" y que ese gesto me hiciera comprender para qué estaba yo predestinado.
En cualquier caso, creo que mi bisabuelo acertó de lleno al elegir aquel objeto para mí. Seguro que nunca imaginó hasta qué punto.
Que tuvo muy buena salud hasta el final lo demuestra el hecho de que murió de repente, sin muestras de aviso. Una mañana estaba viendo cómo cambiaban el pañal a uno de sus bisnietos y haciendo incluso bromas al respecto cuando la vida le dijo "hasta aquí hemos llegado". Se fue sin molestar, sin sufrimiento, sin hacer ruido.
El tridente es, por tanto, el primer tesoro del que quería hablar.
El segundo perteneció a mi abuela Anita y podría considerarse el contrapunto del anterior.
Esta foto fue tomada en 1913, el día de su Primera Comunión.
Anita era la mayor de las tres hijas de Francisco y Ana María. La pequeña era Concepción, y Práxedes, la segunda, fue una niña tan particular que quise contar su historia aquí.
Observando la foto, se puede apreciar sobre el reclinatorio el pequeño misal de tapas de nácar que llevaba aquel día.
Pues bien, un día lo encontré en su casa y me pidió que lo guardara yo.
Hoy pienso que fue su forma de dar equilibrio a mi vida.
"Si mi padre te hizo diablo, -debió pensar- yo te doy ese misalito, para que no seas malo del todo"
Y por eso será que he conseguido ser un buen diablo. Pero ojo, "buen diablo" no es un oxímoron en este caso. Soy un buen diablo porque soy un diablo de los buenos, de los de verdad. ¡Eso que quede claro!
En la tapa posterior hay un lugar donde guardar el crucifijo. Una pestaña abatible sirve para abrir o cerrar ese mágico escondite.
El tercer tesoro es el peor conservado, aunque, según como se mire, está en perfectas condiciones.
Y también le encuentro hoy una explicación a que lleve tantos años conmigo.
La historia viene de cuando éramos niños.
A finales de los años 70 y principios de los 80 nuestros primos de Sevilla venían de vacaciones a Petrel. ¡Qué veranos aquellos! No nos cansábamos de jugar. Cuando no era al escondite, era a polis y cacos, o a mojarnos con la manguera, o a hacer cabañas, o a contar historias de miedo...
Yo me llevaba especialmente bien con mi prima María José, que a sus 12, 13 años cantaba perfectamente las canciones de Olivia Newton-John; las de Grease y Xanadú. A mí se me caía la baba escuchándola.
Una de aquellas tardes, momentos antes de regresar a Sevilla, estuvimos jugando a intentar comernos unas manzanas colgadas de un árbol, sin utilizar las manos, cosa nada fácil. Llegó la hora de despedirnos y de ver con pena cómo subían todos a aquel Renault 12 rojo y se alejaban por el camino del campo.
Poco después pasé por el árbol donde colgaban las manzanas mordidas. El pensar que unos minutos antes habíamos estado riendo allí me produjo una nostalgia enorme y no sé bien por qué decidí que tenía que guardar la manzana que se había comido mi prima, con la idea de mostrársela cuando volviera.
Y así ocurrió. Se sorprendió al verla al verano siguiente, arrugada y oxidada y le hizo gracia el que hubiera tenido yo la ocurrencia de guardarla.
¿Y qué hice entonces? ¿Tirarla a la basura? No, qué va, ya puestos pensé que la podía guardar un año más. Y después otro. Y otro. Y otro.
Y sí, la manzana en cuestión, la que se comió mi prima aquel verano ¡tiene hoy más de cuarenta años!