Se
me ocurre una cosa de corte futurista.
¿Imagináis
que nuestros recuerdos pudieran proyectarse en una pantalla a nuestra
voluntad? ¿Que fuéramos capaces de volver a recrear ante nosotros,
por lejanas que sean, aquellas imágenes que de nuestra memoria no
se han diluido?
Sería
algo fabuloso, ¿verdad?
Puestos
a imaginar y a dar verosimilitud a esta fantasía, se me ocurre que
todas aquellas cosas que no recordamos fueran imposibles
de reproducir, o se vieran muy
borrosas si los recuerdos son imprecisos.
Por
ejemplo, Apamen siempre ha dicho que del día de su Primera Comunión
solo recuerda lo bien que lo pasó saltando charcos con una amiga
después de la ceremonia. Que al acabar el día, los bajos del
vestido habían dejado atrás su blanco luminoso
para pasar a ser gris oscuro, pero que a su madre no le importó
porque le complacía verla
disfrutar.
Bien,
pues según mi novelera idea,
Apamen podría volver
a ver aquellas
imágenes en una pantalla, pero tan solo esas imágenes en
concreto, dado
que apenas recuerda nada más.
Ahora bien, si sus padres y
hermanos recuerdan más momentos de ese día en los que ella
interviniera, podría verse a sí misma en las
imágenes que ellos
proyectaran. ¿Ha quedado
claro?
Ahh,
me emociono con solo imaginarlo.
Viene
esto a cuento porque cuando a veces rememoro cosas con mis hermanos,
de cuando éramos niños, Fran complementa la
velada con muchos datos
precisos de aquellos recuerdos de una forma asombrosa. Es el memorión
de la familia, el que podría escribir la mayor cantidad de
recuerdos. Gracias a él sería un gustazo poder ver películas de
nuestro pasado y comprobar con
alegría cómo se irían
añadiendo detalles
que él recuerda y que nosotros teníamos olvidados.
Y
a mi, que tanto me gusta recopilar historias y que soy el guardián
de todas las grabaciones familiares, las reales, completaría la
película de mi vida con los más agradables
recuerdos, sobre todo con los de nuestra infancia.
De
momento, y esperando que un prestigioso científico (que
será español, puestos a fantasear)
nos haga realidad este sueño , convirtiéndome al
mismo tiempo en un visionario
JuanRa Verne, puedo imaginar perfectamente cómo se verían en
pantalla los retazos de mi niñez que con más nitidez puedo
recordar.
Me
acuerdo de que, viviendo en
Benidorm, salía
un día de
casa con mi padre, que
me llevaba al cole. Yo tenía 5 o 6 años.
Bajábamos
en el ascensor y yo me estaba
acabando un plátano que me había dado mi madre. Me quedaba solo la
punta final, esa que siempre me dejaba sin comer porque tenía un
punto negro que me daba asco (yo pensaba que era la caca del plátano)
Esperaba
llegar a la calle para tirar ese trozo, pero mi padre me miró y me
dijo: “¡Venga, acábate el plátano!” Me dio vergüenza decirle
que esa parte no me gustaba y me lo metí en la boca e
intenté tragarlo. Al salir a
la calle , fue tanto el asco que me dio notar “la caca” que me
sobrevino
una arcada y lo vomité.
“¡Es
que no me gusta el final del plátano!”, gimoteé apurado.
“¡Pues
habérmelo dicho, hombre!, exclamó mi padre.
Recuerdo
que pensé en lo sencillo que habría sido ser sincero, en el mal
rato que me habría ahorrado.
Recuerdo
los primeros días de excitante exploración de la casa de campo que
mi padre compró en Petrel, cuando mi hermano Tomás y yo aún no
éramos conscientes de que viviríamos allí en los años posteriores
hasta hacernos mayores.
La
casa estaba rodeada de terrenos con muchos árboles. Un bancal de
almendros, uno de vides y, a
mayor altura, otro de naranjos
(el único que permanece)
Había
higueras, nísperos, chopos, sauces llorones, árboles del Paraíso...
Me acuerdo de que en
ocasiones mi padre nos decía
“Sentaos aquí y abrid
la boca” y cuando lo
hacíamos exprimía
media naranja con su mano, y su
zumo caía dulce sobre nuestras lenguas. Teníamos que cerrar los
ojos porque a veces el jugo salpicaba por toda la cara. Nos encantaba y le
pedíamos más, y nuestro padre sonreía satisfecho. “Esto tiene
muchas vitaminas y os hará fuertes”, nos
decía. Recuerdo lo muy
pegajosas que nos quedaban las
manos, la cara, el cuello…
Me
acuerdo de lo que nos fastidiaba años después tener que ayudar a
recoger almendras o naranjas cuando llegaba el
tiempo de hacerlo. Nos parecía lo más tedioso del mundo. Naranjas
se recolectaban tantas que mi
madre se
encargaba de venderlas y hasta
regalarlas.
El
que sí fue un día memorable en el que disfrutamos como
enanos fue aquel en el que mi
padre contrató unas
horas de riego para el bancal de los
naranjos.
El
agua llegó con fresca alegría por una acequia e iba inundando la
tierra a su paso . Los cuatro hermanos observábamos cómo algunos
insectos huían desesperados ante tan repentina inundación. Las
hormigas se
encaramaban a las hojas secas,
que parecían barcos a la
deriva, y algunos
saltamontes nadaban impulsándose con el latigazo de sus patas
traseras.
Nuestra
madre, previendo que acabaríamos ensuciando nuestra ropa y dado que
era un día caluroso, tuvo una idea genial. “Quedaos
en calzoncillos y si os
ensuciáis
no pasa nada”
Nos
lo tomamos al pie de la letra y al poco ya estábamos sumergiendo los
pies en la blanda tierra, que
conforme se empapaba de agua se hacia más y más ligera. Cuando todo
el bancal era un espejo líquido brillando al sol teníamos barro
hasta en la cabeza.
En
algunos puntos
la tierra se había
ablandado tanto que nos sumergíamos
hasta las rodillas, jugando entonces a imaginar que eran arenas movedizas. O a dispararnos y caer estrepitosamente sobre el fango.
Mucho
rato después, nuestro padre tuvo que coger la manguera para volver a
convertir en blancos a lo que parecían cuatro negros de alguna
tribu africana.
Aquel baño de barro de pies a cabeza fue memorable.
Curiosamente
nuestra hermana lo recuerda vagamente porque era demasiado pequeña.
De hecho llegó a creer que era algo que había soñado. Gracias al
reproductor de recuerdos que está por inventarse, podría volver a
verse chapoteando en el barro aquel día.
Y
hablando de Ana, y para terminar, tengo un recuerdo entrañable en el
que ella fue protagonista y que tampoco recuerda, pero yo sí. Y muy
bien.
Tendría
ella unos tres o cuatro años. La tele estaba puesta y se oían las
cantinelas de los anuncios publicitarios. Recuerdo aquel de “Vespino
responde” o el de “Filvit champú, (Filvit mamá, porque más vale
Filvit que tenerse que rascar”)
De
repente observé que a mi hermana le temblaba el labio inferior y que
hacia esfuerzos por no echarse a llorar, pero dado que mi madre le preguntó qué le pasaba, se abandonó al llanto. Aún pasó un
buen rato hasta que lográramos sonsacarle qué le había
ocurrido.
Resulta
que en uno de aquellos anuncios se publicitaban vinos de la marca
Málaga Virgen, y en él se cantaba reiteradamente ¡¡Málaga
Virgen!! (podéis verlo AQUÍ)
Había
que ver a la pobre Ana con sus lagrimones, diciendo que no le gustaba
que en la tele dijeran ¡Mala la Virgen!
Si
se pudiera rebobinar la vida por años, buscaría aquel momento.
Aunque
no tardará en llegar ese colosal invento de poder ver nuestros recuerdos. A
poco que cierre los ojos y los busque, surgen muchos más que poder revivir.
Me
acuerdo...