28 de octubre de 2015

ME ACUERDO...

Se me ocurre una cosa de corte futurista.
 ¿Imagináis que nuestros recuerdos pudieran proyectarse en una pantalla a nuestra voluntad? ¿Que fuéramos capaces de volver a recrear ante nosotros, por lejanas que sean, aquellas imágenes que de nuestra memoria no se han diluido?
Sería algo fabuloso, ¿verdad?

Puestos a imaginar y a dar verosimilitud a esta fantasía, se me ocurre que todas aquellas cosas que no recordamos fueran imposibles de reproducir, o se vieran muy borrosas si los recuerdos son imprecisos.

Por ejemplo, Apamen siempre ha dicho que del día de su Primera Comunión solo recuerda lo bien que lo pasó saltando charcos con una amiga después de la ceremonia. Que al acabar el día, los bajos del vestido habían dejado atrás su blanco luminoso para pasar a ser gris oscuro, pero que a su madre no le importó porque le complacía verla disfrutar.

Bien, pues según mi novelera idea, Apamen podría volver a ver aquellas imágenes en una pantalla, pero tan solo esas imágenes en concreto, dado que apenas recuerda nada más. Ahora bien, si sus padres y hermanos recuerdan más momentos de ese día en los que ella interviniera, podría verse a sí misma en las imágenes que ellos proyectaran. ¿Ha quedado claro?
Ahh, me emociono con solo imaginarlo.

Viene esto a cuento porque cuando a veces rememoro cosas con mis hermanos, de cuando éramos niños, Fran complementa la velada con muchos datos precisos de aquellos recuerdos de una forma asombrosa. Es el memorión de la familia, el que podría escribir la mayor cantidad de recuerdos. Gracias a él sería un gustazo poder ver películas de nuestro pasado y comprobar con alegría cómo se irían añadiendo detalles que él recuerda y que nosotros teníamos olvidados.

Y a mi, que tanto me gusta recopilar historias y que soy el guardián de todas las grabaciones familiares, las reales, completaría la película de mi vida con los más agradables recuerdos, sobre todo con los de nuestra infancia.

De momento, y esperando que un prestigioso científico (que será español, puestos a fantasear) nos haga realidad este sueño , convirtiéndome al mismo tiempo en un visionario JuanRa Verne, puedo imaginar perfectamente cómo se verían en pantalla los retazos de mi niñez que con más nitidez puedo recordar.

Me acuerdo de que, viviendo en Benidorm, salía un día de casa con mi padre, que me llevaba al cole. Yo tenía 5 o 6 años.
Bajábamos en el ascensor y yo me estaba acabando un plátano que me había dado mi madre. Me quedaba solo la punta final, esa que siempre me dejaba sin comer porque tenía un punto negro que me daba asco (yo pensaba que era la caca del plátano) Esperaba llegar a la calle para tirar ese trozo, pero mi padre me miró y me dijo: “¡Venga, acábate el plátano!” Me dio vergüenza decirle que esa parte no me gustaba y me lo metí en la boca e intenté tragarlo. Al salir a la calle , fue tanto el asco que me dio notar “la caca” que me sobrevino una arcada y lo vomité.

¡Es que no me gusta el final del plátano!”, gimoteé apurado.
¡Pues habérmelo dicho, hombre!, exclamó mi padre.

Recuerdo que pensé en lo sencillo que habría sido ser sincero, en el mal rato que me habría ahorrado.

Recuerdo los primeros días de excitante exploración de la casa de campo que mi padre compró en Petrel, cuando mi hermano Tomás y yo aún no éramos conscientes de que viviríamos allí en los años posteriores hasta hacernos mayores.

La casa estaba rodeada de terrenos con muchos árboles. Un bancal de almendros, uno de vides y, a mayor altura, otro de naranjos (el único que permanece)
Había higueras, nísperos, chopos, sauces llorones, árboles del Paraíso... Me acuerdo de que en ocasiones mi padre nos decía “Sentaos aquí y abrid la boca” y cuando lo hacíamos exprimía media naranja con su mano, y su zumo caía dulce sobre nuestras lenguas. Teníamos que cerrar los ojos porque a veces el jugo salpicaba por toda la cara. Nos encantaba y le pedíamos más, y nuestro padre sonreía satisfecho. “Esto tiene muchas vitaminas y os hará fuertes”, nos decía. Recuerdo lo muy pegajosas que nos quedaban las manos, la cara, el cuello…

Me acuerdo de lo que nos fastidiaba años después tener que ayudar a recoger almendras o naranjas cuando llegaba el tiempo de hacerlo. Nos parecía lo más tedioso del mundo. Naranjas se recolectaban tantas que mi madre se encargaba de venderlas y hasta regalarlas.

El que sí fue un día memorable en el que disfrutamos como enanos fue aquel en el que mi padre contrató unas horas de riego para el bancal de los naranjos.
El agua llegó con fresca alegría por una acequia e iba inundando la tierra a su paso . Los cuatro hermanos observábamos cómo algunos insectos huían desesperados ante tan repentina inundación. Las hormigas se encaramaban a las hojas secas, que parecían barcos a la deriva, y algunos saltamontes nadaban impulsándose con el latigazo de sus patas traseras.
Nuestra madre, previendo que acabaríamos ensuciando nuestra ropa y dado que era un día caluroso, tuvo una idea genial. “Quedaos en calzoncillos y si os ensuciáis no pasa nada”
Nos lo tomamos al pie de la letra y al poco ya estábamos sumergiendo los pies en la blanda tierra, que conforme se empapaba de agua se hacia más y más ligera. Cuando todo el bancal era un espejo líquido brillando al sol teníamos barro hasta en la cabeza.
En algunos puntos la tierra se había ablandado tanto que nos sumergíamos hasta las rodillas, jugando entonces a imaginar que eran arenas movedizas. O a dispararnos y caer estrepitosamente sobre el fango.

Mucho rato después, nuestro padre tuvo que coger la manguera para volver a convertir en blancos a lo que parecían cuatro negros de alguna tribu africana. 
Aquel baño de barro de pies a cabeza fue memorable.

Curiosamente nuestra hermana lo recuerda vagamente porque era demasiado pequeña. De hecho llegó a creer que era algo que había soñado. Gracias al reproductor de recuerdos que está por inventarse, podría volver a verse chapoteando en el barro aquel día.

Y hablando de Ana, y para terminar, tengo un recuerdo entrañable en el que ella fue protagonista y que tampoco recuerda, pero yo sí. Y muy bien.

Tendría ella unos tres o cuatro años. La tele estaba puesta y se oían las cantinelas de los anuncios publicitarios. Recuerdo aquel de “Vespino responde” o el de “Filvit champú, (Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar”)

De repente observé que a mi hermana le temblaba el labio inferior y que hacia esfuerzos por no echarse a llorar, pero dado que mi madre le preguntó qué le pasaba, se abandonó al llanto. Aún pasó un buen rato hasta que lográramos sonsacarle qué le había ocurrido.
Resulta que en uno de aquellos anuncios se publicitaban vinos de la marca Málaga Virgen, y en él se cantaba reiteradamente ¡¡Málaga Virgen!! (podéis verlo AQUÍ)

Había que ver a la pobre Ana con sus lagrimones, diciendo que no le gustaba que en la tele dijeran ¡Mala la Virgen!
 Si se pudiera rebobinar la vida por años, buscaría aquel momento.

Aunque no tardará en llegar ese colosal invento de poder ver nuestros recuerdos. A poco que cierre los ojos y los busque, surgen muchos más que poder revivir.

Me acuerdo...

20 de octubre de 2015

TOMÁS PINTABARRIGAS (DE VICMA)

Algún amigo de la familia, observando nuestra natural tendencia a garabatear cualquier dibujillo cada vez que tenemos a mano un bolígrafo, acuñó aquella frase que tan famosa se haría: “Más feliz que un Cabrera con un boli”

Es verdad, los tres hermanos tenemos ese impulso en común, dibujar lo primero que nos viene a la cabeza en cuanto se nos pone a la vista un bolígrafo y cualquier superficie de papel.  
Cuando mi abuela terminaba de leer las revistas del corazón a las que era asidua, yo adornaba a sus protagonistas con gafas, bigotes, bocas melladas... y ponía sobre sus cabezas bocadillos con textos jocosos. Después Tomás añadía aún más gracia al conjunto con nuevos dibujos y otros comentarios, y así aquella prensa rosa terminaba siendo un desfile de caricaturas de lo más divertido.

Fran es mucho más artista. Él es capaz de dibujar, como el que no quiere la cosa,  una obra de arte en una simple servilleta de papel, en el reverso de una caja de cereales o sobre una piedra si le da por ahí. Algún día mostraré algunos ejemplos para que constatéis que no exagero cuando digo que son verdaderas obras de arte.

Pero en la entrada de hoy me voy a centrar en una de las “especialidades” de Tomás: pintar sobre la piel.
Me acuerdo de lo satisfecho que quedó Samuel del tatuaje de un reloj que le hizo a boli en su muñeca, o de lo mucho que les gusta a Aitana y a sus primas que les dibuje en los brazos flores o corazones con sus nombres. 
Cuando se esmera y utiliza más colores el resultado puede ser espectacular.
Basándose en el tatuaje real de una amiga, pintó otro a nuestra sobrina Anna. A ver quién acierta cuál es el tatoo real y cuál el pintado por Tomás.

El año pasado, una cadena de gimnasios convocó un original concurso a nivel nacional. Había que enviar una foto de la barriga, pintada con algún dibujo ocurrente. Como el premio era un año de gimnasio gratis, probó suerte con la barriga de Fran.
Y le estampó esta jugosa manzana con gusano incluido (en plena forma física, por cierto)

Qué mejor lienzo de piel que el vientre de una embarazada. A la primera que pidió permiso para dibujar "sobre esfera"  fue a Apamen, hace ya 8 años.

Desde entonces, decorar las barrigas de las madres "que llevan a su bebé a casette", como decía Mafalda, se ha hecho un clásico tomasiano en constante evolución.





También ha probado con el maquillaje propio de los efectos especiales, como esta hermosura, que podría titularse "Agujero negro de mis entrañas"
O, echando mano de pintura fluorescente, creó estos esqueletos vivientes.

 Y aunque hay otras muchas barrigas, pondré aquí el punto final, que no es mi intención empachar.
La del mismo Tomás, que espera que os haya gustado la entrada, se despide de todos vosotros escuchando a Barry(ga) White. (Observad que dos sobrinos le ayudan a formar el cuadro :D) 

13 de octubre de 2015

TAN DE VERDAD

Don Ramón Callejas tenía una gran virtud y un gran defecto. 
La virtud estribaba en su enorme capacidad para escribir mucho y bien. Era un escritor consagrado que había publicado decenas de novelas y ensayos con un notable éxito. El defecto, por llamarlo de alguna forma, era que no tenía secretos para con nadie, que decía todo lo que pensaba y revelaba todo lo que escribía.

En el momento en que os hablo de él, se encuentra en un café con un amigo.

- Hace tiempo que no publicas nada, Ramón, ¿no andas inspirado?
- ¡Qué va, Miguel! ¡Al contrario! Estoy ahora con una gran historia. Creo que va a ser mi mejor novela. He conseguido un realismo tal, que a mí mismo me maravilla. De verdad, nunca me había ocurrido algo así. Los personajes son tan de verdad que…
- ¿Qué título tendrá?
- Los amores de Álvaro y Francisca. Y como te digo, es todo tan real que... bueno, ¿por qué no te pasas por casa y lo compruebas tú mismo?

Con el transcurrir de los días, ese fue el tema en casi todas las tertulias y corrillos del café: Don Ramón estaba escribiendo un nuevo libro.
Los que presumían de conocerle bien, intentaban impresionar a los demás con alguna resonante novedad.
- Me dijo que estaba en sus últimos capítulos, que casi la tiene terminada. Lástima que sea tan mayor y vaya tan lento...
- A mí llegó a decirme que los personajes eran tan reales que habían cobrado vida propia – y rieron todos.
- Pues a mí me comentó que tuvo que romper unos folios porque uno de los personajes se le puso rebelde y no terminaba de actuar como él quería.
- Este Don Ramón está algo gagá, ¿no creen?
- Hace unos días, tomando un café juntos, me comentó que a veces sus personajes hablan todos a la vez. Yo le dije que tuviera cuidado con no marear a los lectores.
Todos rieron de nuevo, pero tuvieron que aplacar de inmediato su júbilo pues en esos momentos entraba el aludido.

- Buenos días, Don Ramón
- Buenos días a todos – contestó mientras se quitaba el abrigo con dificultad.
- ¿Cómo va su novela?
- Pues... iba muy bien, pero ahora... no sabría decirles. Esta noche apenas he dormido.
- ¿Estuvo usted escribiendo?
- No, discutiendo

Todos quedaron mudos esperando una aclaración. De todos era sabido que Don Ramón vivía solo. Tras sentarse delante de su café, prosiguió el escritor.

- Pues sí, los personajes no se deciden por cuál debe ser el final de la novela. Yo les he dado mi opinión, pero algunos no la aceptan. Al final, entre unas cosas y otras me acosté tardísimo.

Todavía transcurrieron unos años sin que nadie viera publicada la nueva novela de Don Ramón. De hecho, aquel interés por ella se había diluido mucho tiempo atrás, de la misma forma en que el escritor había ido abandonando su vida social, de una manera gradual, por muy pocos advertida.

No dejó, no obstante, de sentirse acompañado, pues en esos años posteriores a su paso por el café, otros curiosos le rodeaban y le observaban al hablar. Don Ramón les consideraba sus amigos, aunque estos no habían oído hablar de él jamás.

- Cuando la termine verán ustedes que es una obra maravillosa.

Don Ramón contemplaba esos rostros de mirada perdida y comprendía que era inútil intentar que le entendieran los compañeros de aquel manicomio, pero su única esperanza era hablarles como a personas normales, para no terminar siendo uno de ellos.

- Ya lo verán… ¡maravillosa!

A veces le visitaba algún contertulio del viejo café, pero ya no le preguntaban por su novela.

Una soleada tarde de otoño fueron a visitarle una pareja de novios. Preguntaron por él y una enfermera les acompañó a la gran cristalera por la que Don Ramón contemplaba sereno el exterior. Pero Don Ramón no les reconoció. Por mucho que se identificaron como Álvaro y Francisca y le hablaron de la novelara, él ya no se acordaba de nada.

Le dijeron cuánto habían deseado que volviera después de tantísimos años, y que ya se habían decidido por el final de la obra, y que debía acabarla pues era extraordinaria.

Pero Don Ramón volvió a mirar los campos soleados que se perdían en el horizonte tras el ventanal, y sus ojos nadaban tranquilos en la nada.

Cuento escrito en el año 1999