25 de noviembre de 2021

IMBORRABLES

 


Al alcanzar una edad muy avanzada, nuestra abuela Anita se vino a vivir al campo con nosotros, y en ocasiones  recordaba  cosas de su vida que a mí me encantaba escuchar. 

Me acuerdo especialmente de una anécdota de su etapa escolar.

Estaba de pie ante su maestra, que iba preguntándole operaciones matemáticas más o menos sencillas.

“Pero entonces me dijo: Diez por cien.”

Nos explicaba  mi abuela lo difícil que le pareció  resolver aquello de cabeza y lo confusa que se quedó.

“¿Diez por cien?”

“Sí, ¿cuántas son diez veces cien?”

Y como el tiempo pasaba y no sabía qué responder se iba poniendo más y más nerviosa.

Entonces la maestra, quién sabe si porque tenía poca paciencia o porque aquel día estaba de mal humor, abrió la mano y con la palma le golpeó la frente repetidas veces mientras le gritaba “¡MIL! ¡MIL! ¡MIL! ¡MIL!”

Con cada palmetazo mi abuela fue retrocediendo hasta que perdió el equilibrio y cayó sobre unas sillas apiladas que, con el consiguiente estruendo, se vinieron abajo con ella, aumentando, más si cabe, la humillación que sintió.

 *****


Regresaba mi madre del colegio a casa cuando vio con el rabillo del ojo que algo se movía por la acequia que discurría paralela al camino, y al asomarse descubrió una serpiente.

 “No sé – nos contaba- si sería tan grande como la recuerdo, pero a mí me causó tanta impresión que eché a correr”

A mi madre (la hija de la Anita de la historia anterior) siempre le han repugnado las serpientes. No se altera si ve un ratón, de hecho se atreve a darles caza, pero la sola idea de pensar en serpientes le da escalofríos.

Por eso, al contarnos esta historia, siempre me hizo gracia que a pesar de huir inmediatamente,  se detuviera  para asomarse al canal y verla avanzar.

 “Me daba mucho miedo, pero al mismo tiempo me atraía, ¡quería verla! Eso sí, de lejos. Y cuando la veía llegar haciendo eses, yo volvía a correr. Y luego me volvía a asomar...”

 A veces he imaginado lo que pensaría la serpiente:

“¡Anda con la tonta de la niña! ¡Mira que tenerme miedo a mí cuando ella va a ser la madre de un diablo...!”

 *****

 


Siendo nosotros preadolescentes, nuestros padres pasaron por algunos baches económicos que en ocasiones les obligaron a llevar una vida bastante precaria.

 “Muchas veces - nos contaba mi padre- salía yo de casa con lo justo para un café con leche. ¡Y otras veces ni eso!”

Recuerdo que en una ocasión nuestra madre nos hizo unas carteras de lona  con un cinto cosido para llevar los libros en un costado, como si fuéramos carteros. Nosotros las aceptamos tan contentos, sin imaginar, -eso lo supimos años después- que no había dinero para carteras.

En una de aquellas ocasiones en que mi padre salió, en una expresión muy suya, “a ganarse las habichuelas”, se encontró por la calle con un niño que tenía los zapatos tan deteriorados que podía verle los pies a través de los agujeros.

 “En ese momento me di cuenta de que, aunque mi situación no fuera muy buena, había  gente que lo estaría pasando mucho peor que yo”

Así que aquel día mi padre gastó el poco dinero que llevaba encima para comprarle a aquel niño unos zapatos nuevos.

Lo más bonito de esta historia es que muchos años después mi padre se encontró con un joven que se le acercó y le dijo:

 “Usted no me conocerá a mí, pero yo sí lo conozco. Cuando era un niño andaba yo por la calle medio descalzo y usted me compró unos zapatos”

Mi padre se alegró mucho ante aquel reencuentro que jamás hubiera imaginado, pues incluso lo tenia casi perdido en la memoria, y el hecho de que tantos años después se acordara de él y le agradeciera  aquel gesto lo emocionó y llenó de satisfacción.

 *****

 

Por una razón u otra, mi abuela, mi madre y mi padre no olvidaron nunca estas vivencias. 

Y quizás por lo que subyace en ellas: el amor propio herido, que puede llegar a marcar de por vida, la extraña dualidad  del miedo y la fascinación con la que me siento tan identificado, o la compasión ante el necesitado, especialmente cuando se trata de ancianos o niños, tampoco yo las he podido olvidar.

Y hoy he querido ponerlas por escrito para que algún día puedan ser escuchadas por sus descendientes  y, de alguna forma, sigan siendo, durante muchísimos años más,  recuerdos imborrables.