9 de marzo de 2021

CALLE EUGENIO MONTES, 2 (CONTINUACIÓN)

 

Me parece escuchar todavía aquellos aldabonazos en la puerta, sustos de posterior emoción ante la llegada de tíos y primos. 

Y qué abultado número podíamos llegar a ser: los Guarinos Cabrera, los Cabrera Tomás, los Monzó Cabrera, y, en circunstancias especiales, desde Sevilla, los Olaya Cabrera.


Entonces todo eran besos y más besos entre la bulliciosa alegría del salón.


Y en situaciones así, el primo Paco, que siempre deseó ser cantante, se arrancaba con alguna canción de Elvis Presley, y el primo Juan lo acompañaba a la guitarra.


De aquel salón recuerdo especialmente el viejo tapiz de El cacharrero de Goya, tan descolorido como si fuera un regalo del mismo pintor, y la gran mesa camilla rodeada de sillas y de un único sillón con orejeras, el trono del rey, digo del abuelo Juan.


Hubo unos años, en la década de los ochenta, en que mis hermanos y yo merendábamos allí antes de salir hacia clases de música. Ninguno de los tres guardamos buenos recuerdos de aquel profesor que tenía un tonillo burlón hacia nosotros.


“ Cabrera mayor... Hay que estudiar más”


“¿Cabrera mediano? Su turno”


“ Cabrera pequeño... Empiece por el tercer pentagrama”


Nosotros queríamos saber tocar algún instrumento, pero las clases de solfeo no podían ser más tediosas, así que no duramos ni un curso.


Sin embargo nuestra hermana llegó a cursar varios años de piano y fue emocionante el día en que tocó la Canción del gondolero, de Mendelssohn, en el Teatro de Elda. Se llevó una ovación apoteósica.


Las clases de solfeo no, pero las meriendas que nos preparaba la abuela sí que eran música celestial. Llenaba la mesa con platos de picoteo de todo tipo y de refrescos que no acostumbrábamos a tomar en casa, mientras en la tele veíamos Barrio Sésamo o El bosque de Tallac, cuyas sintonías asociaré siempre a aquella época.


Desde el salón se accedía a la cocina, bastante pequeña y alicatada en blanco, y en ella había una puerta que daba al fondo de la casa, una zona tan poco explorada que apenas recuerdo. Sólo sé que siendo yo muy pequeño, en una habitación de aquel extremo, murió mi bisabuela Concha, madre de mi abuela, y cada vez que yo me asomaba al oír llantos, algún adulto me alejaba de allí. Creo que desde aquel entonces no me atrajo adentrarme por aquellos lares.


Pregunto a mis hermanos si se acuerdan de aquella parte de la casa.


“Había otro baño, – me dice Tomás- un baño que no se utilizaba. Una vez entré y encontré en el lavabo un par de cangrejos enormes que la abuela tenía para la cena. Vi que uno se movía, y pensando que no tendría fuerza le puse el dedo meñique en la pinza. ¡Y me lo enganchó! Dejó el halo de vida que le quedaba en aquel apretón. Llegó a dejarme una marca en la uña”.


La memoria fotográfica de Fran es punto y aparte.


“Sí, claro – me cuenta – Como aquel baño no se utilizaba servía de trastero. Y por allí se iba a la que fue habitación de la bisabuela. Estaba a un nivel inferior, bajando un escalón. Tenía una única ventana alta que daba a un patio y una pequeña repisa con su zócalo de azulejos muy antiguos. En el extremo opuesto un armario empotrado de puertas correderas; al fondo, tras una puerta de madera color blanco hueso, se pasaba a un lavadero alargado y estrecho, con un olor muy fuerte a jabón, ¿no os acordáis?”


Siempre he dicho que, si se esforzara un poco, Fran se acordaría del día que nací yo. Fue siete años antes que él, pero la memoria de mi hermano da para eso y mucho más.


Una vez plasmado el recorrido por toda la casa, y habiéndola ambientado con recuerdos familiares, sólo me queda revivir alguna de las muchas visitas de las hermanas Llorens, dos amigas de mi abuela; una más alta que la otra, la otra más seria que la una.


No fueron pocas las veces en que les abrí yo la puerta. Recuerdo sus pulcros peinados de peluquería, sus brillantes bolsos agarrados a dos manos y aquel vaho de perfume que las rodeaba.


“¡Uy, lo que se parece este crío a su padre!”


“¡Pero qué dices! Si tiene toda la cara de su madre”


Y me llevaba el inevitable pellizco en la mejilla por parte de alguna de las dos, si no de ambas.


Pero lo del tufo aromático no era exclusivo de ellas porque nuestra abuela nos solía peinar echándonos medio frasco de agua de colonia sobre la cabeza. Y más si venía alguna visita. Nos tocaba pasar unos segundos de asfixia por efluvios de alcohol y lavanda.


Merceditas, Conchita y mi abuela Paquita (porque los diminutivos en los nombres son distintivos de la “alta sociedad”) se iban entonces al mirador del despacho a tomar café con leche y pastas y a comentar los ecos de la sociedad eldense.


Como si las viera…


Y dado que últimamente hemos hablado tanto del cuerpo y alma de aquella casa, llegamos a comentar (medio en serio, medio en broma) la posibilidad de volver allí los cuatro hermanos y pedir a sus nuevos habitantes que nos dejen verla de nuevo.


¿Sería una petición muy rara? ¿Accederían?


 Imagino que no estará ya la imagen de Santa Rita, ni habrá cortinas en la alcoba regia, ni existirán los tapices, y mucho menos el despacho, con aquella pulcra oficina.


¿Y seguirá tan inclinado el pasillo?


Una cosa sí tenemos clara: si vamos, llevaremos una canica en el bolsillo.