25 de octubre de 2018

AQUELLAS CABAÑAS DE MADERA


En mis habituales desplazamientos de Yecla a Petrel, al pasar a la altura de Sax, puedo ver esta hermosa sierra en la distancia.


Tengo tan buenos recuerdos de este lugar que es imposible no sonreír cada vez que miro ese paisaje desde la autovía, aunque también me deja siempre una inevitable estela de nostalgia.

Fue a finales de los años setenta cuando mi padre compró un terreno a los pies de estas montañas (que casualmente se llaman Picachos de Cabrera)

Era una parcela de cultivo, con almendros y vides en un terreno en declive.
Un buen día nos sorprendió con la increíble noticia de que había construido una cabaña allí.
He de decir que nuestro padre viene a ser una combinación entre Cristóbal Colón, por lo aventurero y descubridor, Robinson Crusoe, por su capacidad de supervivencia y San Francisco de Asís, por su amor por los animales y la Naturaleza, y su predisposición a la meditación.  

Y no es que tuviera conocimientos de arquitectura precisamente, qué va, pero con un poco de intuición y una gran cantidad de ilusión, el resultado fue más que notable, especialmente para dos hijos adolescentes y otros dos de menor edad que vivimos la visita a aquella cabaña como la aventura entre las aventuras.

Recuerdo cómo disfrutamos recorriéndola por dentro. Nada más entrar estaba la cocina, con una gran mesa de madera colocada en el centro, también construida por él. Una ancha estantería a la derecha servía de separación con el salón, y al fondo, dos recias puertas daban paso a dos habitaciones más.
Todo: suelo, techo, paredes, bancos, estanterías estaba hecho con tablones de madera.

Y si tener una cabaña pegada a la montaña era ya un lujo sin igual, el quedarse algún fin de semana en ella, pasando la noche  en sacos de dormir sobre mantas fue la reoca.

Qué días tan agradables, tanto en verano como en invierno, pasamos en aquella cabaña. Unas veces solos, otras con abuelos, tíos y primos, y siempre con nuestro perro Tranquilo, que recorría alegremente el monte hasta terminar rendido.


Mi madre la iba decorando cada vez que íbamos, hasta dejarla muy acogedora. La recuerdo llevando cojines, colchas y manteles de vivos colores, jarrones con flores secas y algunas pieles de cabra que colocadas sobre las paredes  encajaban perfectamente en la rusticidad del entorno.
Jugábamos a las cartas o al Monopoly, comíamos alrededor de la gran mesa, contábamos historias, chistes… y siempre  terminábamos cantando el Carrascal.

Carrascal, Carrascal, qué bonita serenata,
Carrascal, Carrascal, que me estás dando la lata.

Nuestro padre vendió finalmente aquella cabaña, pero en la cabeza ya estaba planeando construir una mayor, de varias alturas (porque él siempre ha soñado así, a lo grande)
No sé si sería con el dinero que recibió de aquella venta o con la de algún otro terreno, o tal vez con la suma de ambas cosas, porque la cantidad de tablones, tornillos, clavos, tejas y herramientas de todo tipo que necesitó para el nuevo proyecto fue colosal.

Eran ya los años 80 cuando, a unos cien metros de la pequeña, empezó a construir la segunda cabaña. ¡Y qué cabaña! ¡Aquello parecía el Hotel de algún pueblo del Far West!


Hace unas semanas le telefoneé para comentarle que tenía idea de escribir sobre las cabañas en el blog, por si me podía dar datos que yo no recordaba.

-Vaya proeza aquella, papá. ¿Qué dimensiones tendría?
- Pues la primera era de 10 x 8 metros, y la grande unos 14 x 12.
- Y dos alturas, creo recordar, ¿no?
- No, en realidad eran tres, porque al haber desnivel pude distribuir habitaciones en tres alturas.
- Pero ¿cómo fuiste capaz de hacer algo tan grande?
- Bueno, me ayudaron dos personas, que por cierto también se llamaban Juan. Éramos tres Juanes. Pero sí que era grande, sí. Imagínate: 120 pilares, una chimenea hermosísima, con su campana, y un ensamblado de tablas  que resultó muy complicado, pero todo encajó a la perfección.
- ¿Qué fue lo que más te costó?
- Las ventanas, porque eran amplísimas. Y anclar la campana de cocina, pero lo hice  de tal forma que ni una bomba la habría tirado al suelo.

Aunque en la construcción de aquella cabaña empleó varios años, no tuvimos problema en ir disfrutándola mientras tanto, y en ocasiones fuimos por nuestra cuenta los cuatro hermanos, unas veces con primos y otras con amigos.

Solíamos llevar radiocassette para que no faltara música, hacíamos excursiones por el monte y preparábamos alguna parrillada en la chimenea o en el exterior.
Era impresionante ver a través de aquellos grandes ventanales rectangulares cómo iba cambiando la tonalidad de las montañas conforme avanzaba el día. Y una vez el sol se ocultaba tras un horizonte anaranjado, empezaba a sonar otra música: el cricri de los grillos.

Podría contar montones de historias vividas allí, pero me acuerdo especialmente de una que sucedió a mediados de los 90.

Habíamos ido a pasar el fin de semana mis hermanos, tres amigos y yo. Fran tuvo la idea de ir vestido como un cowboy, con su sombrero tejano, camisa a cuadros, pantalones vaqueros e incluso botas de montar, por lo que todo él encajaba como un guante en aquella cabaña.
Parece ser que un vecino de la zona había pasado con su coche esa mañana y desde lejos nos había visto bailando sobre el depósito del agua de la cabaña pequeña, que era una tarima hecha de obra que parecía un escenario.
Estaba ya oscureciendo cuando oímos llegar un coche. Uno de nosotros bromeó diciendo que tal vez era un asesino que venía a matarnos y a todos nos entró el pánico y la risa y nos escondimos por la cabaña. Como el hombre empezó a golpear la puerta y no parecía dispuesto a marcharse, no tuve más remedio que abrir.
Y nos echó un buen puro, por lo dicho, porque nos había visto haciendo el cabra en propiedad privada (para entonces hacía ya tiempo que aquella otra cabaña ya no era nuestra). Me disculpé, justificándome con que sólo nos estábamos divirtiendo y que no habíamos roto nada, pero el hombre había venido muy mosqueado y empezó a preguntarse si no estaríamos allí sin permiso. Le expliqué que no, que aquella cabaña era de mi padre y que habíamos ido a pasar el fin de semana, pero el hombre no dejaba de ladrar malhumorado.
Y en esa tensión nerviosa nos encontrábamos cuando de repente se oyó el  sonido de unos tacones bajando lentamente por las escaleras.

CLONK... CLONK... CLONK...

Y entonces apareció Fran, con su sombrero sobre los ojos  y los brazos en jarra, y exclamó:
"¡Oiga usted...!"

No recuerdo las palabras exactas que utilizó, pero se puso muy serio para decirle que si ya le habíamos asegurado que no sucedería más y que le habíamos prometido que aquella cabaña era nuestra, no había más que decir, que nos dejara disfrutar en paz.

Entonces el hombre se marchó y tras un silencio todos explotamos en aplausos y risas.

"¡Impresionante, Fran!" "¡El hombre ha visto bajar a Clint Eastwood y se ha acojonado!" ¡Madre mía, si parecía que ibas a desenfundar!" "Yo es que ni me había dado cuenta de que no estabas, Fran, jaja!” ¡¡Ha sido de película!!"

Todavía hoy recordamos  aquel "clonk, clonk" de las botas de Fran bajando por las escaleras como un desafiante pistolero en el saloon.



Por necesidades económicas, mi padre también terminó vendiendo aquella cabaña cuando le quedaba poco para concluirla.
Siempre me dio mucha pena pensar que no recibió ni de lejos el valor que realmente tenia aquella maravilla que con tanto esfuerzo e ilusión había creado. 
El hombre que la compró no se preocupó nunca por ella y con los años el exterior se fue deteriorando más y más.
Un amigo me dijo que al no tener cierre las ventanas, los vándalos habían ido entrando y haciendo estragos, pintando graffitis y destrozándolo todo.

Hace más de 20 años que no he vuelto por allí. Ni siquiera me he acercado por la zona.
No quiero ver aquello de forma distinta a como lo recuerdo. 
La imponente silueta en la noche de aquella casa de madera... mi primo Juan con la guitarra, cantando todos a la luz de la luna... el aroma a serrín... o aquellos amaneceres, cuando lo primero que veían nuestros ojos era el brillante verdor de los pinos, encaramándose por  los perfilados riscos de los picachos de Cabrera.

Tu esfuerzo mereció la pena, papá. Tus cabañas nos hicieron muy felices.
Lo demás ya no importa.