Cuando en Yecla hace frío, HACE FRIO.
Y lo escribo en mayúsculas, para que no se tome a la ligera.
He conocido días de invierno en los que la ciudad era una estampa de cristal, con las fuentes congeladas, el cielo como una lámina de hielo y el mercurio por los suelos. En esas ocasiones la palabra FRÍO se queda muy corta, como encogida.
Puedo rememorar tres días en concreto en los que pasé, como dice mi padre, “más frío que un chotico en invierno." Los tres fueron en Yecla, como no podía ser de otro modo.
El primero fue precisamente la primera vez que conocí la ciudad, allá por febrero de 1990 y recuerdo que cuando volvía a mi casa lo tenía clarísimo: no pensaba volver a Yecla JAMÁS.
Iba aquel día a una discoteca con unos amigos cuando a pocos kilómetros de la población nos encontramos un control de la Guardia Civil.
Al bajar la ventanilla entró tal chorro de aire gélido que me pregunté qué necesidad tenía aquella pareja de trabajar en una noche tan desapacible.
Me pidieron la documentación y mientras yo la buscaba apuntaron con sus linternas a las caras del resto de ocupantes. Es posible que alguno de mis amigos tuviera aspecto de “sospechoso” (¿o lo tendría yo?) porque me pidieron que bajara y abriera el maletero.
Aquello fue un suplicio, no sólo por hacer un frío terrible, es que el vendaval que soplaba daba una sensación térmica de memueroaquimismo, aquimismomemuero.
He contado muchas veces que aquello fue una fatalidad del destino, y me refiero al momento en que abrí el maletero y vi lo que allí había.
Estaba repleto de cintas de video VHS. Películas de todo tipo amontonadas en un revoltijo caótico. Esto tiene una explicación, claro, pero a mí se me cayó el alma a los pies al suponer la mala impresión que semejante panorama daría a aquellos agentes, como efectivamente ocurrió.
- ¿Y todo esto? - me preguntó uno de ellos mientras las alumbraba con la linterna y abría algunas fundas- ¿A dónde lleva estas películas?
- No, a ningún sitio- contesté tiritando - Es que he cogido el coche de mi padre. Trabajamos en un video club y suele meter películas aquí porque hace cambios con otros video clubs, y...
Mi explicación, que era la pura verdad, no pareció convencer al agente. Tal vez no entendió mis temblores y por eso se afanó en hacer comprobaciones a través de su celular. Viendo mis amigos que la cosa iba para rato, me pasaron mi chaqueta, que resultó muy poco consistente en aquel frío polar.
Y allí estaba yo, comprobando en mis carnes cómo viven los pingüinos.
Cuando por fin nos permitieron continuar y me senté al volante, yo era un Calippo de pies a cabeza.
Menos mal que poco después estábamos en una discoteca abarrotada. Otro suplicio, pero sin tiritonas, que no es poco.
La segunda vez en pasar más frío que Carracuca (sí, como es obvio volví a Yecla, porque el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra en el mismo iceberg) fue en diciembre del año 92 o 93. Terminaban las fiestas patronales y Apamen y sus amigas quisieron que conociera el último acto, que consiste en ver entrar a la Virgen del Castillo en el santuario de lo alto del cerro.
La helada que estaba cayendo escarchaba hasta las ideas. Decenas de “tiraores” hacían estallar pólvora y más pólvora en sus arcabuces pero aquello solo calentaba los tímpanos. Me habían advertido que me abrigara bien pero el frío atravesaba guantes, bufanda y abrigo, y, lo peor, llegaba a los pies, que se me terminaron convirtiendo en dos mazacotes de mármol.
Paso a paso, entre fogonazos, fueron introduciendo a la Virgen de la Inmaculada por la puerta, de espaldas a la Iglesia, para que no dejara de mirar a todos los allí congregados.
Puede que en otras circunstancias hubiera admirado el acto, pero en aquellos momentos yo solo quería volver a mi casa y meter los pies en un brasero, literalmente.
El tiempo que pasó hasta que entró por completo se me hizo eterno. Hacía tanto frío que la misma Virgen, de haber podido hablar, hubiera gritado que la encerraran en la capilla de una vez, que aquello no había Dios que lo aguantara.
Lo bueno es que después se vuelve al pueblo a paso ligero, descendiendo por todas aquellas curvas. Las bandas tocan música alegre para que la gente baje bailando, y todos suelen llevar botas de vino dulce que consigue, al menos un poco, desentumecer las carnes.
La tercera vez… Ay, madre, la tercera fue la peor.
Mañana de sábado del mes de enero de… No estoy seguro del año pero calculo que Samuel tenía 8, por lo que pudo muy bien ser en 2011, en aquella época en que casi todos los fines de semana le llevaba a las pistas de Las Pozas, porque tenía partido de fútbol.
Las Pozas es un páramo en las afueras de Yecla, donde el viento suele campar a sus anchas. Aquella mañana acudimos allí muy temprano, sin pizca de brisa, por fortuna. El sol, en un cielo tan blanco como la leche, parecía una bombilla a punto de fundirse y el helor era tal que hasta los sonidos parecían quedarse a medio camino en aquel aire congelado.
Los chavales iban en ropa deportiva, muy abrigados, sí, pero se les veía con las caras contraídas, los cuellos escondidos y los dientes apretados. ¡Qué pena me daba verles!
De repente empezó a caer aguanieve y, al mismo tiempo, una brisa afilada que fue dando paso a un viento insoportablemente frío.
No aguanté sentado en aquellas gradas ni cinco minutos.
Tan aterido me sentía que empecé a caminar por la zona intentando entrar en calor. Me hubiera marchado de allí de inmediato si no fuera porque mi hijo estaba jugando al fútbol, algo que me llegó a parecer inaudito, inhumano. ¿Cómo no se suspendía el partido en aquel tiempo extremadamente cruel para niños tan pequeños?
Siguió cayendo aguanieve y soplando el viento y yo no hacía más que saltar para que mis pies, totalmente insensibles, volvieran a la vida.
A Samuel le hace gracia que le repita hoy la historia de cómo mis pies, a pesar del doble par de calcetines de lana, se me congelaron de tal forma que eran un puro dolor. Tuve que quitarme los zapatos y masajearlos, pero no conseguía nada. Vi por allí un periódico y me los envolví con sus hojas. También encontré unas bolsas y las até alrededor y volví a calzarme con los pies enrollados entre papeles y plásticos. Nada me parecía suficiente para recuperar parte de mí.
Y corría. Y saltaba. Y rogaba que el partido acabara de una jodida vez y nos pudiéramos marchar a casa.
Pero está comprobado que cuando uno las pasa canutas, un minuto dura como ocho, y una hora tarda casi cuatro días en pasar.
El viento arreció y me vapuleó de tal manera que, como un perro perdido, busqué un lugar donde esconderme hasta que encontré un triste parapeto en el que guarecerme y desde allí maldije al árbitro por no retirarse, al entrenador por no suspender el encuentro, y al fútbol, por existir.
Cuando escuché al árbitro pitar el final casi me echo a llorar de alivio.
Desde entonces, curiosamente, no he vuelto a pasar frío. No como en aquellas nefastas experiencias que he contado.
No estoy seguro de si es que los inviernos se han vuelto menos rigurosos o es que, a base de palos, ya me he curtido a estos fríos yeclanos.
Quizás, con el paso de los años, mis pies se petrificaron finalmente y empiezo a ser inmune a los inviernos.
De todas formas, aquí, en el altiplano murciano, en mi querida Yecla, cuando hace frío, HACE FRÍO.