Cierro los ojos y pienso en la vida, ese crisol de luz y color, ese torrente de sensaciones en continuo fluir.
Aspiro hondo y siento la vida, con sus amaneceres y puestas de sol y con todo lo que conlleva su día a día: anhelos, gozos, temores, desalientos, lágrimas, risas…
Vivir es algo que damos por sentado, tanto que ni siquiera nos paramos a meditar en lo que supone estar vivo.
Pero esa vida preciada y preciosa podría desaparecer en un segundo.
O cambiar nuestra existencia por completo y para siempre.
El pasado 23 de febrero terminé mi jornada laboral sobre las ocho de la tarde. Como cada día.
Subí al coche y conduje en dirección a casa.
Ya había anochecido.
Iba escuchando un podcast sobre la Historia de España, algo a lo que me he aficionado últimamente.
Había dejado atrás la ciudad de Villena y, después de sobrepasar el único tramo con curvas de la carretera, me fui aproximando a la última, la que da paso al largo y recto recorrido que lleva a Yecla.
De esa curva surgieron dos luces que me enfocaron directamente.
No hubo tiempo a reaccionar porque ni siquiera hubo tiempo a darme cuenta de que un vehículo había tomado mal esa curva y estaba invadiendo mi carril.
Aquel lugar. Aquel segundo.
Fue una sacudida violenta, tan repentina que me costó procesar lo que estaba ocurriendo. La línea del horizonte se perdió ante mis ojos y acto seguido el sonido de otro fuerte impacto, el de mi coche al sobrevolar el guardarraíl y caer de costado fuera de la carretera a un nivel inferior.
Han pasado varios meses desde el accidente, pero tengo grabadas las imágenes y los sonidos de esos primeros instantes como si hubieran sucedido ayer mismo.
Recuerdo el creciente ahogo al no poder respirar. Sin ninguna duda el cinturón de seguridad me había salvado la vida, pero también me había sacudido el pecho de tal manera que no conseguía que el aire entrara en los pulmones. Fueron unos segundos horribles.
Mi primer impulso fue salir del coche y tanteé en la semioscuridad buscando la manivela para abrir la puerta, sobre la que mi cuerpo se apoyaba, pero estaba rota y los airbags desplegados lo cubrían todo. Unas gotas calientes me caían sobre las manos. La nariz me sangraba.
Vi el volante y en un acto reflejo empecé a tocar el claxon. Necesitaba que alguien supiera que yo estaba allí.
Al cuarto o quinto pitido el sonido se desinfló, pues la batería también había dejado de funcionar, pero en algún lugar por encima de mí empecé a ver luces de coches que se detenían, y me llegaron sonidos de voces, algo que sin duda me tranquilizó.
Me sentía tremendamente incómodo e hice el intento de cambiar de postura, pero entonces me di cuenta de que no era capaz de mover las piernas y tuve unos instantes de pánico, aunque, por lo que alcanzaba a ver, no estaban aprisionadas.
Escuché el sonido de unos pasos que se acercaban y enseguida la voz de una mujer con acento latinoamericano que me dijo que no me preocupara, que ya habían pedido ayuda. No voy a olvidar jamás la tranquilidad que logró transmitirme aquella mujer con sus palabras. Le pedí que me diera la mano y lo hizo sin dejar de darme ánimos y de rezar.
No sabría calcular el tiempo que pasó hasta que me sacaron de allí, pero las ambulancias no tardaron mucho en llegar. Recuerdo que supe mantener la calma a pesar de que la postura del cuerpo echado sobre la puerta me resultaba cada vez más incómoda y dolorosa. Todavía no sabía que me había roto una costilla.
“¿Puede usted respirar bien?” fue lo primero que me dijo un bombero al aproximarse al coche, y al responderle que sí, me explicó que iban a dar prioridad a la mujer que había chocado conmigo. Poco después me llegaban desde la distancia sus gritos de dolor.
No puedo más que maravillarme ante la profesionalidad mostrada por toda aquella gente al sacarme del coche llegado el momento. Cortaron con toda celeridad la puerta y me pasaron con sumo cuidado a una camilla, para trasladarme inmediatamente a la ambulancia. Durante el trayecto no dejaban de hacerme preguntas y de tranquilizarme. Empecé a sentir frío, pero me sentía reconfortado al saber que estaba a salvo con todas aquellas personas atendiéndome.
Había una luz muy blanca en aquel vehículo. Un médico empezó a cortarme los pantalones con unas tijeras y oí como decía “fractura exterior.” No quise mirar, pero tuve claro que me había roto algún hueso. Cuando iban a retirar mi pantalón recordé que llevaba el móvil en un bolsillo y pedí que me lo dieran para llamar a mi mujer. Se ofrecieron a llamarla ellos, pero preferí que oyera mi voz. El susto iba a ser grande igualmente, pero mucho más llevadero si me escuchaba decirle que estaba bien.
Antes de llevarme al hospital me inyectaron morfina y con el previo aviso de “esto le va doler un poco” procedieron a recolocar el hueso roto. Efectivamente fue como una descarga eléctrica que me hizo sudar frío, pero en esos kilómetros hasta Yecla, me fue invadiendo una paz absoluta en la que todavía era incapaz de asimilar todo lo que había ocurrido.
Hoy, diez meses después de aquel día, echo la vista atrás y me sigue pareciendo algo irreal, algo que sé que de verdad ocurrió, pero de lo que no termino de ser realmente consciente. Y sin embargo ahí ha estado la travesía por la que he pasado con una enorme paciencia: dos operaciones, algunos días ingresado en Murcia, mucha medicación y una larga rehabilitación.
Ahora puedo sonreír al recordar los peores momentos: aquella inmovilidad absoluta en la que no era capaz de valerme por mí mismo y la ansiedad que me producía tal impotencia. O el dolor de la costilla rota, mucho peor que los de la tibia, el peroné y el tobillo.
Recuerdo la inmensa alegría cuando empecé a caminar con un andador, después con dos muletas, luego prescindiendo de una y por fin los pequeños pasos sin ninguna ayuda.
Y hay cosas que van a quedar grabadas en mi alma para siempre:
La dedicada entrega de mi mujer todos y cada uno de los días y el apoyo emocional en los momentos más duros. Las lágrimas de mi hija cuando me vio llegar a casa en ambulancia, con esa mirada de amor infinito. Los ratos en los que mi hijo se acostaba a mi lado sin olvidarse nunca de darme un beso al marcharse, el abrazo emocionado de mi madre…
Y las constantes manifestaciones de apoyo y cariño por parte de mi familia, amigos y compañeros de trabajo, que sin duda han sido un bálsamo de felicidad y un recordatorio de las cosas que más valen en este mundo.
Hoy me produce un inmenso gozo caminar y al hacerlo me digo: ¿Te das cuenta de que estás andando? ¿Eres consciente de que estás vivo, de que podrías no estarlo?
Y no quiero olvidar nunca que la vida es un auténtico regalo, y que, si el hilo de plata no quiso romperse aquella noche, no voy a desaprovechar esta segunda oportunidad. No quiero preocuparme por las cosas que no tienen importancia.
Vivir, vivir es lo que de verdad vale.
Cierro los ojos y pienso en la vida, ese crisol de luz y color, ese torrente de sensaciones en continuo fluir…