Una nueva ocurrencia para el blog me asaltó el otro día de forma imprevista.
Me encontraba ordenando un montón de chachivaches de un armario, tirando a la basura lo inservible y reorganizando otras cosas igual de inútiles de las que, por alguna razón, no me puedo desprender.
En el altillo de ese armario guardo algunos objetos personales metidos en una antigua caja metálica de Cola Cao.
De sobra sé lo que contiene esa caja, pero siempre que me topo con ella la abro y hago un repaso de sus reliquias.
Cartas, cintas de cassette, un canto rodado de la playa de Brighton, viejos cromos, una cartera repleta de monedas extranjeras, llaveros...
Pero la cosa más absurda que conservo allí metida lleva dando tumbos conmigo desde hace tantos años que es casi un milagro que no se haya desintegrado.
Permanece en una caja de plástico amarillo verdoso que en su día contenía tarjetas de presentación...
... y que desde hace años viene a ser el sarcófago de una momia.
La momia de una manzana.
No, ni yo mismo entiendo muy bien por qué conservo todavía eso, pero al menos puedo explicar de dónde procede.
Tengo unos primos que viven en Sevilla, que en los veranos de los años 70 venían a Petrel a nuestro campo. Pasábamos varias semanas juntos, disfrutando como solo los niños en verano saben disfrutar. El juego del escondite ("¡Por Toni y por Juan!" "¡Ah, has roto la olla, que no es Toni, que es Tomás!") , el de polis y cacos, excursiones, meriendas con Nocilla, baños... Por la noche risas en corro, contando mil tonterías y alguna historia de miedo de vez en cuando.
Con la ayuda de nuestros padres preparábamos una función el día del cumpleaños de nuestro abuelo Juan, en agosto, y el que no cantaba alguna canción, contaba chistes o se disfrazaba para hacer un teatrillo cómico.
Todos recordamos aquello con añoranza.
Todos recordamos aquello con añoranza.
Lógicamente, tras esa unión en tan perfecta armonía, cuando llegaba la hora de la despedida nos invadía la pena.
Y fue en una de aquellas horas previas a su vuelta a Sevilla, mientras mi tío Toni guardaba las maletas en el coche, que mi madre ideó un juego. Colgó una manzana en la rama de un árbol y nos propuso morderla sin utilizar las manos.
Mi prima María José, tras varios intentos frustrados, agotó su paciencia y con todo el descaro del mundo la agarró con las dos manos y empezó a devorarla a grandes mordiscos, haciéndonos reír con ganas a todos.
Mi prima María José, tras varios intentos frustrados, agotó su paciencia y con todo el descaro del mundo la agarró con las dos manos y empezó a devorarla a grandes mordiscos, haciéndonos reír con ganas a todos.
Después de despedirles y ver cómo el coche se perdía de vista, volví a caer en la habitual melancolía que seguía a la ausencia de mis primos. Y al mirar esa manzana mordida que todavía se balanceaba en el árbol...
(Inciso: Ahora que escribo esto me doy cuenta de que siempre he sido de naturaleza nostálgica, y que de haber sido un escritor romántico, suspiraría al borde de un acantilado junto a un mar embravecido "Oh, pena infinita que te empeñas en apagar mi luz...") Fin del inciso.
Pues como decía, la visión de aquella manzana tan solitaria, que minutos antes había provocado tantas risas, me produjo tanta ternura que la desaté de la rama y la guardé.
Al verano siguiente, mi prima Mária (así la llamamos, con acento en la a) se quedaba de piedra al ponerla ante sus ojos.
- Ofú, primo, ¿y la has guardado todo un año para que la viera?
- Sí, y el año que viene la verás otra vez.
Y no solo la vio al año siguiente, también al otro y al otro, cuando ya estaba más seca que la cañería de una pirámide.
Aquellos seis primos están hoy casados y tienen tantos hijos que imagino que todos los primos juntos formarán un divertido grupo, aunque dudo mucho que se diviertan tanto como lo hacíamos nosotros.
Y aquella manzana sigue aquí, casi 40 años después, como el símbolo de aquellos bonitos días de la inocencia, aquellos veranos de diversión y alegría.
Es por esto que cada vez que la veo, ese corazón acartonado resistiendo al tiempo, aunque mi primer impulso es tirarla, bastan unos segundos para que me invadan los recuerdos y la vuelva a guardar en la caja otra vez. ¿Cómo deshacerme de ella, si ha estado toda la vida conmigo?
Y pensando que era ésta una historia que merecía ser contada en el blog, fue cuando me salió al paso la ocurrencia. Decidí que esa manzana pase a convertirse desde hoy en mi amuleto de la suerte para el año que viene, y que la voy a colocar en un expositor virtual de talismanes.
Y ahora es cuando vosotros entráis en acción, porque sería estupendo que cada cual aporte su talismán de la suerte.
No voy a pedir que me enviéis una foto a mi correo de aquel objeto preciado que convertiríais en mágico amuleto (aunque me encantaría que lo hiciérais), me conformo con que nombréis alguna pertenencia personal con la que os sintáis identificado o cualquier trasto que apreciáis por su valor sentimental, y ya me las arreglaré yo para que aparezca en este expositor junto a vuestro nombre.
¿Y qué conseguiremos con todo esto? Pues aunque muchos no creeréis en la buena fortuna de tratar con el Diablo, yo os aseguro que la colección de talismanes expuestos en bella unión puede ser algo apoteósico.
No hay más que hablar. ¡¡Decidme, mostradme, comentadme vuestros talismanes!!
PD. Esta es la entrada número 60 de este año. Todo calculado para que apareciera al menos un 6.
PD2. ¿Alguien se ha fijado con qué cifra empezó y terminó el Gordo de la lotería de Navidad? ¡Para que alguien dude de la suerte diabólica!
PD3. ¡Feliz y afortunado año 14 a todos!