Hay regalos que se hacen con la mejor de las intenciones y regalos con su premeditada intención a cuestas. El que yo recibí hace años estaba tan cargado de fascinación que nunca dejó de pertenecer a quien me lo entregó, aunque, pensándolo mejor, nunca perteneció a nadie en realidad.
Todo comenzó cuando el conde de Fichtelgebirge logró cazar un imponente unicornio en los bosques azules de Taunus. Su esposa estaba encantada de poseer tan bella criatura trotando por los jardines de su palacio de verano. No existía mejor animal para decorar su envidiado patrimonio y alardear ante sus amistades. Sin embargo, a las pocas semanas decidió donarlo al zoológico de la ciudad.
La noticia encendió las portadas de todos los periódicos locales. Todavía conservo enmarcada una de aquellas fotografías: yo, como director del zoológico, con la más ancha de las sonrisas, tomando de manos de la condesa las riendas de un ejemplar único en el mundo.
Nunca imaginé lo poco que duraría aquella felicidad.
Al principio todo resultó maravilloso: llegaba gente de todas partes del país, a cientos, ¡a miles! para admirar a aquel corpulento corcel blanco con su plateado cuerno en la frente.
A la semana de estar en el zoo, la condesa decidió hacer una gala benéfica.
La idea era que las familias hicieran una donación y en compensación posarían junto a Belle, el nombre que ella misma dio al unicornio, para que un fotógrafo inmortalizara el momento.
Pero el animal no parecía estar por la labor; de hecho se mostró agresivo con todos los hombres, especialmente con aquellos con bigote, y si bien permitió que se acercaran algunas mujeres jóvenes, sólo se dejaba acariciar por las niñas.
En aquella caótica tarde, la marquesa terminó enfureciéndose conmigo, como si fuera yo el culpable de la irracionalidad del equino, y aunque nunca fue mi intención, logró que en lo sucesivo aumentara el precio de la entrada al zoo si incluía una visita al unicornio.
-Compréndalo, señor Wolff, -me decía con ojos de santa- no conviene masificar la zona y que pongan nervioso a nuestro tesoro.
No fueron pocas las veces que, por unas razones u otras, quiso dar protagonismo al animal, con lo que consiguió que cada vez se mostrara más esquivo.
De alguna manera, no sé bien cómo, Belle conseguía mimetizarse con el entorno, y podía ser muy difícil llegar a verlo. Esto, lógicamente, molestaba a muchos visitantes, que habían pagado una entrada nada económica por conocer al flamante fenómeno del zoo y apenas lograban vislumbrarlo entre la vegetación.
Para satisfacer sus ansias de protagonismo, la condesa llegaba con amistades a cualquier hora del día, y por ser mujer de nula paciencia me mandaba buscar cuando el animal no estaba visible.
-Señor Wolff,- se apresuraba a decir con vocecilla seductora- no nos hará el feo de que marchemos sin ver a mi Belle, ¿verdad? ¡Ande, azúzelo un poco para que disfrutemos!
En una de aquellas ocasiones en que me obligó a molestarlo, el animal reaccionó de tan mala manera que golpeó con el cuerno a uno de mis empleados, rompiéndole una costilla, por lo que hubo que llevarlo al hospital.
Arrepentida tal vez por el incidente que había provocado, la condesa comenzó a preocuparse por conseguir un mayor bienestar para aquella hermosa bestia de la que se sentía benefactora, cuando en realidad ella misma era el mayor incordio para el pobre animal.
-Verá, señor Wolff- me explicaba entusiasmada- he logrado que mi esposo me cuente cómo era el lugar en que encontró a nuestra Belle. ¡Ya verá qué paraíso voy a darle!
Entonces empezó mi verdadero calvario.
Primero mandó construir un gran estanque en el que flotaban decenas de nenúfares de flor diamantina. Al parecer, Belle se sumergiría en sus aguas en las noches de luna llena.
El cuadrúpedo se limitaba a comerse las raíces y había que repoblarlo continuamente.
Para que tuviera un lecho donde acostarse, contrató a una cuadrilla de jardineros que plantaron helechos nocturnos, lirios de nieve y dedaleras púrpura.
Su Belle no se adentró jamás en tan sofocante rincón.
El estanque no parecía servir para que bebiera el caballito, así que ordenó un segundo estanque de orillas de arena blanca rodeado de enebros, de manera que sus bayas flotaran ligeramente en la superficie y le dieran una fragancia especial.
Terminó utilizándolo como playa para ella y sus amigas.
Y si bien al principio todos los gastos corrieron por su cuenta, después se fue desentendiendo, y siempre era yo quien supervisaba las obras y quien subsanaba todos los desperfectos, por lo que llegó un momento en que pasaba más tiempo en la parcela del unicornio que en mi propia casa. Pero además, como la magia de lo novedoso había desaparecido mucho tiempo atrás, la recaudación ya no era tan abultada como al principio. Mantener al unicornio empezaba a ser ruinoso.
-Señor Wolff, – me dijo una vez con cierto reproche- por la forma en que Belle me ha mirado diría que no ha dormido bien esta noche. ¿Se ha fijado en si le cantan las ranas de San Antonio que le ordené traer?
-Señora condesa- contesté reprimiendo mi ira- Cantaron todas las ranas, una a una, y después tocó el dúo para arpa y clarinete de todos los jueves. No creo que su precioso caballo haya dormido mal. Lo que creo es que está saturado de tanta visita.
Pero la condesa no se daba por aludida; era obvio que no estaba dispuesta a dejar de admirar su trofeo en casa ajena ni a prescindir de su juguete de ostentación.
En los meses sucesivos, con tardes que se me hicieron siempre interminables, preparó veladas, subastas, conciertos, cócteles, concursos de pintura y hasta pasarelas de moda, siempre con su unicornio como telón de fondo. Para entonces apenas nadie pagaba una entrada para ver a su Belle, ni siquiera cuando los periódicos anunciaron que una de las sobrinas de la condesa iba a hacer trenzas con lazos en las crines del unicornio.
Un día, mientras desayunaba, me anunciaron que la condesa había muerto de forma repentina. Tras unos segundos de total incredulidad empecé a escuchar una voz en mi mente que repetía: “¡Hasta aquí!, ¡hasta aquí!...”
Una semana después, alegando serios problemas económicos no del todo ciertos, escribí una carta al conde de Fichtelgebirge, rogándole viniera a llevarse a Belle, pues el zoo ya no tenia fondos para mantenerlo.
La mañana en que vinieron a por él no quise salir de mi despacho, me dolía presenciar aquel momento, pero cuando desapareció de mi vista sentí un enorme alivio.
Justo el día en que se cumplió un año de la muerte de la condesa y se hizo una misa en su memoria fui a saludar al conde a la salida de la iglesia. Le pregunté por Belle, deseando que me dijera que lo había devuelto al lugar en donde lo encontró.
-¿Belle? ¿Quién es Belle?
-El unicornio que usted cazó.
-Ah, aquella bestia… Casi no lo recordaba. Ya no lo tengo, se lo regalé a mi primo Cedrik, de Bitterfeld.
Le pedí que me diera la dirección de su primo pues de repente sentí un vivo deseo por comprobar si el caballo estaba bien.
Al llegar a la finca de Bitterfeld aún tuve que desplazarme varios kilómetros al sur pues Cedrik había vendido a Belle a un cuñado suyo.
Cuando por fin encontré la parcela que buscaba estaba a punto de ponerse el sol, pero me dieron permiso para entrar en los corrales. En el trayecto me crucé con una anciana que se apoyaba en un llamativo bastón plateado con relieve en espiral, y me temí lo peor.
En el fondo de una cuadra inmunda, rodeado de cientos de moscas que danzaban en la mortecina luz del crepúsculo, encontré a Belle. Estaba atado a una argolla junto a un pesebre y mascaba alfalfa seca.
Había perdido aquel brillo nevado de su piel, que se había vuelto turbia y gris.
Giró la cabeza para mirarme y descubrí lo que ya esperaba: le habían serrado su cuerno. En su frente quedaba un basto saliente, como si alguien le hubiera lanzado una piedra que hubiera quedado incrustada entre sus ojos.
Sus crines estaban apelmazadas, así como su cola, sucia de excrementos, que no dejaba de mover, intentando espantar a los tábanos que mordían sus patas.
Ya no parecía el mismo animal.
Me acerqué hasta ponerme a su lado y me respondió con la mirada más triste que vi en mi vida.
-Pobre Belle, – le susurré- ¿qué te han hecho?
Sentí mucho remordimiento por haber llegado a aborrecer a aquel animal que jamás tuvo la culpa de nada. Me quedé unos minutos junto a él, acariciando su cabeza, observando cómo masticaba lentamente, como si su vida fuera ahora la resignación más absoluta.
Antes de irme me dedicó una última mirada y al asomarme a sus ojos descubrí algo sobrecogedor: en el fondo de sus pupilas había una cascada azul, un diminuto resplandor de agua y destellos de luz dorada entre un pasto verde infinito.
En aquella mirada aún quedaban ecos de su perdida libertad.