Era el año 1977 cuando mi padre nos trajo a este pueblo de la provincia de Albacete.
Aquel fue un descubrimiento familiar inolvidable que nos marcaría para siempre.
Recuerdo que fue toda una aventura llegar hasta allí sin mapa, que el viaje se nos hizo muy largo y que para distraernos, y dado que durante muchos kilómetros no nos cruzamos con ningún coche, nuestro padre nos decía que estábamos en otro planeta y que prestáramos atención por si veíamos a otros terrícolas.
Y así, después de curvas y más curvas, aparecía finalmente algún vehículo.
Y así, después de curvas y más curvas, aparecía finalmente algún vehículo.
- ¡Un terrícola! - gritábamos contentos.
En aquel entonces mi padre trabajaba en la compraventa de automóviles. Cada cierto tiempo llegaba a casa con un coche distinto. A mi hermano Tomás y a mi aquello nos parecía algo fascinante y siempre exclamábamos "¡¡Guaaa, qué chulada!!", cuando le veíamos llegar con otro, fuera el coche que fuera.
El verano del 77 llegamos a Ayna en un coche americano, un Chrysler rojo enorme, y cuando digo enorme quiero decir que parecía de la familia de las limusinas, largo como un día sin pan.
Tan poco discreto era aquel coche que, desde la entrada del pueblo hasta la plaza del Ayuntamiento donde paramos, toda la chiquillería de Ayna nos siguió corriendo, gritando, tocando la carrocería, admirando el tamaño de aquel cohete con ruedas.
Aquella entrada triunfal que permenece en mi memoria, sin duda por lo importante que me hizo sentir, aún iba a rematarse con otro toque de exotismo.
Teníamos entonces en el campo una pequeña urraca que también nos llevamos de viaje en aquella ocasión. Era el ave más lista que he visto en mi vida. Cuando intuía que alguien le tenía miedo (niños generalmente) revoloteaba y graznaba ruidosamente. Si el niño gritaba, se divertía martirizándole, posándose en su cabeza y tirándole de los pelos. Sí, era un pajarraco bastante sinvergüenza.
Aquella urraca (supongo que le pusimos nombre pero lo he olvidado) pasó gran parte del viaje picoteando el sombrero de palma de nuestro padre.
- Te lo está rompiendo, papá - le decíamos.
- ¡Qué le vamos a hacer!
Al rato, el ave empezó a toser ruidosamente hasta que vomitó todo el sombrero que se había comido.
- ¡Lo tienes bien empleado! - le dijo mi padre - ¡Calamidad! ¡Que eres una calamidad!
Así que al llegar a Ayna, descendió del coche con aquella urraca en el hombro, y el ave, después de tanto tiempo encerrada, salió volando, dio un par de vueltas por la plaza y volvió a posarse sobre él.
Aquellos niños se quedaron con la boca abierta.
Imagino que se preguntaban de qué planeta sería aquella gente que llegaba de repente con aquel cochazo y aquel pájaro amaestrado.
Algo que no olvidaré jamás de nuestras primeras incursiones por el pueblo fue el sonido del agua.
Había muchas fuentes por sus calles, fuentes de agua fresca manando de sus caños sin descanso. Eso y el aroma a esparto, a huerta, a pan recién hecho...
Había muchas fuentes por sus calles, fuentes de agua fresca manando de sus caños sin descanso. Eso y el aroma a esparto, a huerta, a pan recién hecho...
Pero sobre todo el gozo que nos daba cuando, acalorados después de una caminata, mi padre se acercaba a alguna de aquellas fuentes y nos decía:
- ¡Acercaos aquí! - Y nos empapaba la cabeza en aquellos chorros de agua tan fresca, y nos hacía mojarnos la cara y los brazos y beber hasta quedar satisfechos.
No recuerdo mucho más de aquel primer viaje, salvo que la intención de mis padres era pasar todo un fin de semana, pero nos marchamos al día siguiente.
Mi hermana Ana, que entonces tenía solo tres años, estaba muy acostumbrada a su cuna y sobre todo a su almohada, de la que no se separaba nunca. ¡Y se nos olvidó cogerla!
Y en aquella pensión de la plaza, ni durmió ella ni dejó dormir a mis padres.
Y en aquella pensión de la plaza, ni durmió ella ni dejó dormir a mis padres.
Pero el encanto del pueblo y de su gente nos había calado tan hondo que no tardamos en volver.
(CONTINUARÁ)