Javi
corría en el recreo cuando de repente se le contrajo el rostro en una mueca y, tras dar dos saltos a la pata coja, se sentó en el suelo. Las chicas que
estaban cerca lo miraron entre sorprendidas y curiosas.
El
profesor, que había estado observando desde lejos, se acercó enseguida.
—¿Estás
bien? —preguntó, agachándose junto a él.
Javi
asintió, pero sentía una punzada en el tobillo.
—Me
he torcido el pie —dijo tímidamente.
El
profesor no dudó ni un segundo y le quitó el zapato con rapidez para ver si
podía ayudar.
Y
ahí quedó al descubierto un agujero en el calcetín por el que le asomaba el
dedo gordo como un espectador curioso.
Un
par de chicas soltaron una risita y Javi, completamente rojo, desvió la mirada
al suelo, deseando que se lo tragara la tierra. El profesor, ajeno a la situación, continuó
revisando el tobillo, mientras Javi se moría de vergüenza.
—Bueno, yo creo que no es nada grave —dijo el profesor, levantando la vista y viendo la cara del muchacho—. Luego te pones un calcetín nuevo, ¡y listo!
Ramiro
se apartó un momento del grupo durante la pausa. El trabajo le había resultado insoportable todo el día, y necesitaba un respiro. Sacó un cigarrillo, miró a su
alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y lo encendió con rapidez. “Solo
un minuto”, pensó.
Ni
por un momento imaginó que don Toribio pudiera estar ese día en su despacho, observando
a través de la persiana de lamas, y que había visto con claridad cómo un
cigarro le humeaba entre los dedos.
Unos
segundos después apareció ante él con cara de bulldog.
—¿Le
parece que esto es profesional? —exclamó con esa mirada que helaba la sangre.
Ramiro
tragó saliva, se le cayó el cigarro y lo aplastó con el pie.
—Era... Era sólo una calada, don Toribio. Para relajarme un poco. Es que hoy…
—¿Cuántas
veces he dicho que está prohibidísimo fumar? —lo interrumpió, alzando la voz.
Ramiro
intentó justificarse de nuevo, pero las palabras, como el humo, se le quedaron
atrapadas en la garganta.
—Y
además esta peste… ¡Lávese las manos y que
no lo vuelva a ver con un cigarro otra vez!
Cuando
don Toribio se marchó, Ramiro recogió los restos del cigarro como si borrara la huella de un
crimen y se dirigió al baño, rabioso por una bronca tan
desproporcionada.
Nico
está sentado en la mesa de la cocina, mirando con cara de asco el plato que tiene
frente a él.
—No
sé cómo puedes comer esto —dice, escarbando con el tenedor la mezcla de arroz, salsa de tomate
y los restos de algo no identificado.
—Es
lo que hay —responde Ernesto sin levantar la vista de su móvil—. Si no te
gusta, hazte otra cosa.
—¡No
es eso! Es que todos los días haces lo mismo. ¡Comida basura!
Ernesto
se encoge de hombros, sin inmutarse.
—Mañana
puedo hacer espaguetis a la boloñesa si quieres.
—¿En
serio? ¡Eso suena genial!
Ernesto
lo mira de reojo, levantando una ceja.
—Pero
para eso necesito más pasta.
—¿Más
pasta? —pregunta Nico.
—Literalmente,
señor marqués —dice Ernesto con tono sarcástico—. No puedo hacer espaguetis con
lo que hay en la nevera. Si quieres comer bien, tienes que poner más dinero en
el bote. Es lo que acordamos.
—¡Qué
poco enrollao eres, Ernestico! ¡Y qué mala vida me das!
Si
en algo había acuerdo unánime era en el hecho de que Joanna McGregor tenía una
belleza impecable, casi divina, una reencarnación de diosa griega. Otro aspecto no tan admirable era su evidente
obsesión con la imagen. Cada aparición pública era una exhibición de poses
ensayadas y el lucimiento programado de un vestuario a la última moda. Se decía que no era
capaz de salir a la calle sin una generosa capa de maquillaje o sin que el cabello
estuviera perfectamente peinado.
Pero
cuando le ofrecieron el papel de una enferma terminal, sorprendió a todos.
Aceptó sin reservas, sin pedir retoques de imagen, ni condiciones. En el tercer día de rodaje, los técnicos la miraban asombrados cuando ella, sin dudar ni un
instante, se sentó en la silla para que le raparan la cabeza al cero.
Los
fotógrafos, que antes la habían seguido por su rostro perfecto, ahora captaban
la piel sin maquillaje, el semblante demacrado, los ojos hinchados… Y a Joanna McGregor no le importaba lo más
mínimo.
—¿Por
qué aceptaste este papel? —le preguntó un periodista al final del rodaje.
Joanna
le sonrió levemente.
—Porque
me cansé de actuar para que la gente viera en mí a una diva. He preferido
mostrar a la mujer que realmente quiero ser y lo que soy capaz de dar.
Arturo
espera apoyado en el carrito del bebé bajo la sombra de un árbol frente al
supermercado. Ha preferido no entrar por si el pequeño se despertara y empezara a
llorar, así que se ha quedado fuera, distraído, viendo a la gente pasar.
Montse
sale del supermercado con la bolsa en la mano y un suspiro de alivio.
—Ya
lo tengo todo —dice, acercándose con paso rápido— Vamos para casa.
Arturo
la mira, satisfecho, y empieza a andar.
Pero
Montse se detiene de repente y revisa la lista.
—¡Ay,
Arturo! —exclama— ¡La sal!
Él
se queda mirándola sin decir nada y ella pone su cara de corderito bueno.
—Venga,
cari…
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