31 de julio de 2025

EL MUNDO ARDIENDO Y YO CANTANDO

No sé en qué momento exacto pensé que sería buena idea encender aquel micrófono que compré en un ALE-HOP y cantar I don’t want to set the world on fire.

Pero lo hice.

Y aquí está la prueba.


Hay canciones que, más que cantarlas, se adueñan de ti. Y esta, para mí, es una de ellas.

Tiene ese aire reto, viejuno y gloriosamente polvoriento de los años 40 que tanto me gusta. De hecho, no me extrañaría haber vivido allí en una vida anterior. Me veo como un joven con el pelo brillante y bien peinado, recorriendo calles con nombres de presidentes, buscando discos de vinilo en las tiendas, tarareando canciones sin darme cuenta, convencido de que la música no sólo sirve para acompañar, sino para explicarse uno a sí mismo.

Este tema lo popularizaron The Ink Spots, un grupo fundamental para entender el paso del jazz vocal al rhythm and blues y al soul. Su fórmula era sencilla pero infalible: una guitarra que suena como si hablara, una voz principal que se deshace en ternura, y esa típica parte hablada con voz de locutor enamorado que, por algún motivo, sigue funcionando aunque hayan pasado ochenta años.

I don’t want to set the world on fire se publicó en 1941. Y aunque no fue compuesta por ellos —es obra de Eddie Seiler, Sol Marcus, Bennie Benjamin y Eddie Durham—, los Ink Spots la hicieron suya. Como si la canción hubiera estado esperando precisamente su timbre y su melancolía.

¿Y de qué habla? Pues no de guerras ni de apocalipsis, como sugiere el título. Habla de amor, claro. De alguien que no quiere incendiar el mundo, solo encender una llama en el corazón de otra persona. Porque, al final, lo que importa no es el mundo entero, sino la persona a la que uno quiere.

Así que aquí estoy, en la frontera que limita julio y agosto, decidido a lanzar la bomba incendiaria de mi versión de los Ink Spots y al mismo tiempo un mensaje de amor al mundo.  (Por favor, que conste en acta que si desafino es porque es un micro del ALE-HOP, no de la RCA. Ejem, ejem...)

Si con esto consigo encender aunque sea una sonrisa —o al menos un leve suspiro—, doy el experimento por válido.