Esta es la historia de un
accidente ocurrido hace unas semanas.
En uno de los mejores días
del año, el día de Reyes, rematé un cúmulo de grandes emociones con un gran
disgusto. Al principio fue horrible; luego se me fue pasando gracias al enfoque
tan positivo que dieron todos en mi familia, pero qué mal rato pasé.
En mi familia yeclana es
tradicional entregar los regalos la noche del día 5, después de la cabalgata.
En mi casa, en cambio, siempre ha sido la mañana del día 6. Desde pequeños nos
íbamos a la cama a dormir y, a la mañana siguiente, el primero que se levantaba
despertaba a sus hermanos y salíamos corriendo al salón a ver si habían pasado
los Reyes.
Así que ahora, con niños
pequeños, lo tenemos claro: se viven los Reyes en Yecla y, cuando han jugado un
rato con sus regalos, han cenado y están ya agotados de emociones, se les pone
el pijama, los metemos en el coche, bien tapados con una manta, y nos vamos a
Petrel. Llegan dormidos, claro, y los pasamos a la cama. Entonces, entre todos
los hermanos, colocamos los regalos en el salón para, al día siguiente, actuar
todos como niños, creyéndonos que han pasado los Reyes de verdad.
Este año mi madre fue bien
temprano a casa del vecino, que tiene caballos, para traerse boñigas y
colocarlas en el camino, a la entrada de la casa. Lo cierto es que, al salir,
nadie podía negar que los camellos de los Reyes se habían aliviado allí mismo.
Entre mayores y pequeños
somos catorce, así que imaginad cómo queda el lugar cuando se colocan todos los
paquetes y se remata la escena con globos, chucherías y otros adornos.
A la mañana siguiente se
arma allí un jaleo de mil demonios. Y cuando por fin todos han destapado sus
paquetes con desesperación, la visión del campo de batalla es la misma que si
hubiera pasado un tornado por el salón.
Al estar en el campo, en más
de una ocasión hemos encendido una hoguera para quemar tanto envoltorio y tanta
caja. (Sí, sería mejor reciclar, pero es que es demasiado agobio el de ese día
y da mucho gusto eliminar de un plumazo tanto enredo). Esta vez, aprovechando
que habían cortado muchas ramas secas de un pino gigante que tenemos en el
campo, encendí un gran fuego (he ahí mi parte diablesca dando rienda suelta a
mis instintos) y me puse a quemar todo aquello que no valía. Y qué placer,
porque además la mañana era muy fría y daba gusto el calor de la hoguera.
De repente salió mi hermano
Fran, con una cara muy preocupada, para decir que faltaba una bolsa de regalos,
pero lo tranquilicé diciendo que yo solo estaba quemando papel y cartones
vacíos. Sin embargo, la bolsa no aparecía por más que dentro de la casa buscaban
por todas partes. Volvieron a salir convencidos de que yo la podía haber tirado
al fuego, pero yo seguía tranquilo y seguro de no haber cogido ninguna bolsa:
todo lo que estaba quemando era papel.
Entonces oí gritar a Fran:
—¡Pero es que la bolsa era
de papel! ¡Y tenía mucha ropa de bebé dentro! ¡Y una gargantilla! ¡Y una
pulsera!
Me quedé mirando la cara de
mi hermano y, a la vez, las grandes llamaradas ante mí, y una duda empezó a
corroerme por dentro. Pero yo me había limitado a coger grandes cajas vacías en
las que metí envoltorios, papel de regalo rasgado, cartones... ¡No había cogido
ninguna bolsa con ropa dentro! ¡No podía ser! Además, todo lo que había tirado
estaba apartado en la cocina, no en el salón.
Mi hermano empezaba a
ponerse muy nervioso. Eran los regalos para su hijo y para Laura, y decía que
se había gastado casi 500 euros.
—¡Apagad ese fuego,
apagadlo! —gritaba.
A mí se me estaba
descomponiendo la cara por momentos. No es que Fran pretendiera recuperar algo
que ya se habría quemado en caso de estar ahí; simplemente quería asegurarse de
que no estaba en el fuego y seguir buscando. Pero en la casa no aparecía por
ninguna parte. Yo ya no sé si sentía frío o calor, pero estaba muy agobiado con
tan solo imaginar que hubiera cometido semejante accidente.
Tiramos un par de cubos de
agua al fuego y, con un palo, empezamos a escarbar entre la ceniza. Finalmente,
entre las brasas apareció un trozo de bolsa de papel en el que se podía leer
Benetton, y oí que Fran decía:
—Aquí está.
El disgusto en su voz me
dejó petrificado. Se me amargó el día por completo.
Tuve que sentarme para
asimilar lo ocurrido. Veía cómo los demás seguían escarbando entre las cenizas
intentando encontrar la gargantilla y la pulsera, que no aparecían por ningún
lado. La primera en querer animarme y quitar importancia al asunto fue Laura,
diciendo que estaba resultando un día de Reyes inolvidable y que ya tenía una
historia bien buena que contar en el blog, pero la verdad es que yo estaba
hecho polvo.
Sólo empecé a animarme
cuando decidí que, aunque era mucho dinero, se lo repondría y punto. Entonces
mi hermana dijo que le podría haber pasado a cualquiera ante semejante caos y
que no me apurara, que entre todos lo repondríamos. Y a todo esto, continuas bromas
y un buen humor que yo no podía entender.
Yo no lo vi, porque me metí
en la casa con la cara hasta el suelo, pero en su afán por animarme me contaron
después que se pusieron a grabar en vídeo la montaña de restos humeantes
explicando lo ocurrido. Tomás ponía la voz de Iker Jiménez, el presentador de
Cuarto Milenio, dando misterio a la cosa porque las joyas no aparecían.
Después llegó nuestro amigo Juan
Luís, que es único convirtiendo en cómico hasta el más dramático incidente, y
cuando supo lo acontecido se echó la mano a la muñeca y exclamó:
—¿Y mi Rolex? Juan, tú no
habrás tirado al fuego...
Pero ahora, a toro pasado,
veo que esa mañana tuvo un espíritu muy especial. A pesar de mi disgusto y del
de mi hermano, de repente éste asimiló el hecho y cambió su humor para animarme
con muchos abrazos. Laura también se mostró muy cariñosa conmigo, con muchos
besos, y, abrazándome, me decía con un humor excelente que ahora llegaban las
rebajas y se podía comprar todo mucho más barato.
En fin, que hubo una unión
muy fuerte y un gran bienestar por parte de todos ante un hecho que, en
realidad, no tenía más importancia que la exclusivamente material, y que lo
mejor era reírnos todos de la anécdota.
Después quise resarcir a
Fran de su pérdida, pero no había manera de que aceptara ni la mitad de lo que
le ofrecía; solamente consintió cuando, tras mucho insistir, le pedí que lo
tomara como un obsequio para Saúl.
Hace escasos días recibí un
correo de una amiga que traía las siguientes imágenes:
«En ese puntito azul —decía—
estamos todos. Todas nuestras guerras… Todos nuestros problemas… Toda nuestra
grandeza y toda nuestra miseria… Toda nuestra tecnología, nuestro arte,
nuestros logros… Todas las civilizaciones, toda la fauna y la flora… Todas las
razas, todas las religiones… Todos los gobiernos, países y estados… Todo
nuestro amor y nuestro odio.
Seis mil millones de almas
en convulsión constante».
Sencillamente, desde esa
perspectiva, no hay lugar para el disgusto por aquella hoguera que encendí, ni
espacio para preocupaciones tan banales. No logro que quepan en ese punto azul.
Nos olvidamos de nuestra
insignificancia, y por lo general no resulta fácil, pero si lográramos despejar
las densas nubes que a veces nos atenazan, descubriríamos que en lo que subyace
detrás está la verdadera esencia y el auténtico sentido de las cosas.
A de AVE. Para dejar Villena hay que atravesar la via del tren. Por aquí aún no pasa el AVE, pero para empezar el abecedario fue la primera palabra que me vino a la cabeza. 
J y K de JUNCOS y KAÑAS. Los hay durante un buen tramo.

O de OLIVOS. Arboles cuya diminuta flor deja volar en primavera un jodío polen que se mete en mi coche y también en mis ojos y me los pone como dos cebolletas.
P de PINADA. Uno junto al otro, en fila india. Me gusta esta imagen.
Q de QUÉ COÑO ES ESO? Porque después de kilómetros sin verse ninguna construcción, aparece esta mole a la derecha. 
U de UMBRÍA. Hay conductores que en días de verano paran un rato para refrescarse a las sombra de estos grandes pinos.
X de XPOSITORES. Toda la entrada a Yecla está colmada de grandes tiendas y almacenes de muebles con amplios escaparates exponiéndolos.
Z de ZASS, LLEGUÉ!!










