Con el verano diciendo adiós, llega la feria de atracciones a Yecla.
Dura 10 ajetreados y divertidos días, de los cuales solo tres son festivos: domingos y lunes. A pesar de ello, todo el pueblo acude durante los diez días y se retira tardísimo.

Este año Samuel probó a subir en el Saltamontes con Apamen. Y le encantó.
Dos días después quería repetir, pero como su madre se encontraba algo indispuesta, me rogó a mí que le acompañara.
- Uff, no, Samuel, que a mí esas cosas no me van.
- ¡Qué dices, papá! ¡Pero si es chulísimo!
- Lo será para ti, a mí me da vértigo.
- Anda, por favor... ¿Sabes lo que tienes que hacer? ¡Gritar! Si gritas se te pasa el miedo y te lo pasas bomba.
- ¿Seguro?
El caso es que me quedé mirando el Gigante, una atracción bestial en la que te suben una infinidad de metros, y empiezan a darte vueltas, poníendote boca abajo, con los pies colgando y girando hacia las nubes. No concibo cómo hay tanto insensato en el mundo.
En comparación, al volver a mirar al Saltamontes, tan a ras de tierra, me parecía una auténtica bobada, y como Samuel tenía tanta ilusión, me dije "venga, total por una vez... me sacrificaré por contentarle..."
Maldita la hora.
Subimos, bajé la barra de seguridad y tragué saliva.
En el primer salto ya estaba arrepentido. En el segundo quería llorar.
Lo pasé fatal. Y cuando digo fatal, quiero decir fatal fatal.
Lo de gritar no me sirvió de nada. Dos días después todavía me dolían los brazos de lo fuerte que me agarré a la barra. Y el cuello se me quedó como un sarmiento seco tras tanta tensión. ¡Qué horror, qué vértigo y qué largo se me hizo aquello!
Hacia adelante, hacia arriba, y bote bote, bote... Luego hacia atrás, hacia abajo y más botes, más botes, más botes... Y vuelta a empezar.
No quería cerrar los ojos porque algo me decía que eso sería peor. Mirar hacia abajo era un mareo, así que opté por mirar al frente. Llegué a enfurecerme al ver a tanta gente observando y que nadie exclamara: ¡¿Pero es que no ven a ese pobre hombre sufriendo?! ¡¡Paren esa máquina infernal ahora mismo!!
Nadie decía nada. No queda humanidad en el mundo.
Samuel me miraba divertido, y debió notar la crispación en mi cara porque, alzando la voz por encima de los chu-chus del jodido saltamontes, me decía:
- ¡Papá, tú grita "¡Qué chuloooo!" Tienes que gritar qué chuloooo.
Y yo le hacía caso:
- Ayquechúlo, ayquechúlo, ayquechúlo... - pero mi mente solo pensaba "¡¡la putamadre, que paren esto de una vez!!"
Y lo peor de todo es que ves a tanta gente de todas las edades que gritan pero que levantan los brazos como si realmente lo estuvieran pasando bien... Hay momentos en que piensas que debe haber algún truco que esos locos inconscientes conocen y no te han dicho, pero llego a la conclusión de que no, de que precisamente por estar locos no se enteran de nada. Que el instinto más básico y primitivo de lo seres humanos es el de la supervivencia, que nos aferramos a la vida con desesperación. ¿Entonces? Todos esos potros de tortura que pueden descoyuntarte, lanzarte por los aires, fulminar tu corazón... ¿para quiénes están hechos? Para los seres humanos no, desde luego.
Al bajar me preguntaron qué tal. Yo no podía ni hablar. Estaba cabreado conmigo mismo porque sabiendo que me aterran la velocidad y las alturas no hice caso de mi sentido común y el saltamontes pudo dominarme todo lo que quiso y más.
Juro que nunca más. En serio, NUNCA.
Aunque ya hay quien me dice que esta negativa durará hasta el día en que me lo pida Aitana.
Yo espero que no me haya salido tan loca como su hermano.