Al alcanzar una edad muy avanzada, nuestra abuela Anita se vino a vivir al campo con nosotros, y en ocasiones recordaba cosas de su vida que a mí me encantaba escuchar.
Me acuerdo especialmente de una anécdota de su etapa escolar.
Estaba de
pie ante su maestra, que iba preguntándole operaciones matemáticas más o menos
sencillas.
“Pero
entonces me dijo: Diez por cien.”
Nos
explicaba mi abuela lo difícil que le pareció resolver aquello de cabeza y lo confusa que se quedó.
“¿Diez por
cien?”
“Sí,
¿cuántas son diez veces cien?”
Y como el
tiempo pasaba y no sabía qué responder se iba poniendo más y más nerviosa.
Entonces la
maestra, quién sabe si porque tenía poca paciencia o porque aquel día estaba de
mal humor, abrió la mano y con la palma le golpeó la frente repetidas veces
mientras le gritaba “¡MIL! ¡MIL! ¡MIL! ¡MIL!”
Con cada
palmetazo mi abuela fue retrocediendo hasta que perdió el equilibrio y cayó
sobre unas sillas apiladas que, con el consiguiente estruendo, se vinieron
abajo con ella, aumentando, más si cabe, la humillación que sintió.
Regresaba mi madre del colegio a casa cuando vio con el rabillo del ojo que algo se movía por la acequia que discurría paralela al camino, y al asomarse descubrió una serpiente.
A mi madre
(la hija de la Anita de la historia anterior) siempre le han repugnado las
serpientes. No se altera si ve un ratón, de hecho se atreve a darles caza, pero
la sola idea de pensar en serpientes le da escalofríos.
Por eso, al
contarnos esta historia, siempre me hizo gracia que a pesar de huir
inmediatamente, se detuviera para asomarse al canal y verla avanzar.
“¡Anda con
la tonta de la niña! ¡Mira que tenerme miedo a mí cuando ella va a ser la madre de un diablo...!”
Siendo nosotros preadolescentes, nuestros padres pasaron por algunos baches económicos que en ocasiones les obligaron a llevar una vida bastante precaria.
Recuerdo que
en una ocasión nuestra madre nos hizo unas carteras de lona con un cinto cosido para llevar los libros en un
costado, como si fuéramos carteros. Nosotros las aceptamos tan contentos, sin
imaginar, -eso lo supimos años después- que no había dinero para carteras.
En una de
aquellas ocasiones en que mi padre salió, en una expresión muy suya, “a ganarse
las habichuelas”, se encontró por la calle con un niño que tenía los zapatos
tan deteriorados que podía verle los pies a través de los agujeros.
Así que
aquel día mi padre gastó el poco dinero que llevaba encima para comprarle a
aquel niño unos zapatos nuevos.
Lo más
bonito de esta historia es que muchos años después mi padre se encontró con un
joven que se le acercó y le dijo:
Mi padre se
alegró mucho ante aquel reencuentro que jamás hubiera imaginado, pues incluso
lo tenia casi perdido en la memoria, y el hecho de que tantos años después se
acordara de él y le agradeciera aquel
gesto lo emocionó y llenó de satisfacción.
Por una razón u otra, mi abuela, mi madre y mi padre no olvidaron nunca estas vivencias.
Y quizás por lo que subyace en ellas: el amor propio herido, que
puede llegar a marcar de por vida, la extraña dualidad del miedo y la fascinación con la que me
siento tan identificado, o la compasión ante el necesitado, especialmente cuando
se trata de ancianos o niños, tampoco yo las he podido olvidar.
Y hoy he
querido ponerlas por escrito para que algún día puedan ser escuchadas por sus descendientes y, de alguna forma, sigan siendo, durante muchísimos años más, recuerdos imborrables.
9 comentarios:
¡Yo también tuve una cartera como la que has descrito, que hizo mi madre a mi hermano...! Luego la heredé yo...yo iba tan orgulloso también porque lo cierto es que me gustaba como le quedó, pero un día la niña que me gustaba se rió de ella, aludiendo a los carteros -ya ves que paralelismo con lo que cuentas- aunque la seguí llevando. Y es que no nos enterábamos pero los Ochenta fueron duros para los padres de familia ¿eh
Buah, yo me quedaba con la boca abierta con la historias de mi abuela Sabina y le pedía que me las contara cada tarde... ¡y qué gracia tenía para hacerlo! Además, como nació con el siglo XX, me contaba cosas sobre cómo llegaban aquí las huellas de acontecimientos históricos que yo estudiaba en clase (que si su padre Jorge no fue a alistarse para la guerra de Cuba porque la familia le hizo perder el tren a Zaragoza o algo parecido, que si el romance de Prim que ella cantaba de niña, que si el Desastre del Barranco del Lobo en el Rif...todo ello intercalado con las vivencias domésticas, algunas traumáticas, como que pretendieran cortar el pelo y dar aceite de ricino a las obreras protestonas de la fábrica de cerillas al comienzo de la Guerra Civil pero que una autoridad justiciera evitó el linchamiento; la muerte de uno de sus hijos cuando era pequeñín... En fin, perdona que me haya obnubilado con mis propios recuerdos...
Jajaja tu madre tiene algo de...¿cómo se llamaba la madre de Alejandro Magno?
Y tu padre es todo un señor.
Mis felicitaciones para ambos, tus padres, por haber creado su mejor obra jejeje
carlos
Qué arte tienes Juan, para saber contar cualquier anécdota cotidiana, y conseguir pellizcarnos el alma…qué afortunados somos teniendo dentro de esta familia a personas, como tú y como Fran…que rescatan del cajón del olvido todas las historias, fotografias, anécdotas, grabaciones, nombres y apellidos de nuestras raíces…hay marchantes de arte…y marchantes de recuerdos…vosotros sois las dos cosas.
Anasister
Maravilloso que nos cuentes y dejes constancia de esos recuerdos y vivencias de tus padres y abuela, y más contarlo de la manera entrañable que solo tú sabes hacer.
Mil besos y abrazos!
Carlos:
Creo que nunca te perdonaré el que quitaras de la red tu blog de vivencias personales. Yo lo leía con agrado y me gustaba mucho la forma en que lo escribías, de igual forma en que me ha encantado tu comentario, donde verdaderamente encuentro esos puntos en común con lo que cuento.
¿No tendré la dicha de un retorno Carlesco al estilo ABBA? ;D
PD.- Pero qué vamos a decir de nuestras madres, padres y abuelas, ¿eh, Carlos? ¡Grandes, grandísimos!
Anasister:
Me dejas sin saber qué decir ante tanta cosa bonita por tu parte. ¡Mil gracias por todo, Ana! Me alegra mucho que disfrutemos juntos de todo el bagaje familiar que hemos sabido llevar siempre con nosotros. Esto de ser un nostálgico y un sentimental tiene estas cosas, que me encanta recopilar recuerdos y compartirlos.
Montse:
Gracias, Montse, te devuelvo esos ¡MIL MIL MIL! besos y abrazos :D
A mí también me ha gustado siempre mucho que mis mayores me cuenten historias o anécdotas de "sus tiempos", y también tengo algunas guardadas en la memoria o en un cuaderno.
De las que nos cuentas aquí, la de tu padre me parece maravillosa, conmovedora y digna de una película de Berlanga, o de una parábola bíblica. Qué gran persona tu padre.
La de tu madre y la serpiente parece un cuento infantil, o una fábula de Samaniego; y la de tu abuela me ha enfadado, por la maestra tan mala, y me ha dado penita, por la pobre niña apabullada. Deberías vengar la afrenta escribiendo un relato en el que la maestra se lleve alguna reprimenda de alguna clase y la niña salga resarcida.
A ver si eres capaz ;)
A mí estas anécdotas siempre me hacen pensar en lo mucho que ha cambiado el mundo en unas pocas décadas.
Un saludito!
Ángeles:
Me alegra saber que te han gustado estas historias y te agradezco mucho todo lo que de ellas me dices :)
Como al final lanzas un reto, lo acepto y lo resuelvo en un mini relato:
Al final de la clase, aquella maestra tuvo que recoger las sillas que Anita había volcado con su caída. Al mover una de ellas, un papel que había en el hueco de una pata cayó al suelo. Alguien había escondido allí una nota enrollada y no pudo resistir la curiosidad de leerla.
La nota decía:
“DOÑA HORTENSIA ES UN OGRO CON PEZUÑAS”
Aunque al principio no quiso dar importancia al hallazgo, la frase se le quedó grabada durante muchos días hasta llegar a obsesionarle.
¿Remordimiento de conciencia? ¿Amor propio herido? No lo sabremos, pero lo que sí sé es que aquí y ahora decido que la tal Doña Hortensia (me pregunto si mi abuela se acordaría de su nombre real) se disculpó ante Anita delante de toda la clase.
La pequeña estuvo a punto de pedirle que no le pusiera un diez, sino un MIL, pero no se atrevió a abrir la boca, claro.
Lillu:
Es verdad que cambia a una velocidad de vértigo, Lillu. Si lo piensas, hasta hemos sido testigos de lo novedoso de los blogs y el cómo han ido quedando antiguos…
Un saludote
Jajaja buena continuación de la historia de la yaya con "happy end". Un ogro con pezuñas...¡genial
carlos
Carlos:
He sido un poco como los guionistas de algunas series, que van escribiendo sobre la marcha ;D
Publicar un comentario