En el verano de 2020, el aciago año de la pandemia,
teníamos previsto un viaje a Londres que estaba reservado y pagado desde
febrero. Pero todos sabemos lo que ocurrió: semana tras semana, el maldito
Covid fue extendiéndose hasta echar por tierra cualquier plan. Al final, el
viaje no pudo realizarse.
Los del hotel londinense se pusieron farrucos y costó horrores recuperar el dinero. Se aferraban al argumento de que viajar a Inglaterra no estaba prohibido, ignorando un “detalle” nada insignificante: la cuarentena obligatoria al llegar. Menos mal que la agencia insistió hasta que, al fin, cedieron.
Parecía que aquel verano sería forzosamente atípico. Nos resignamos a pasar las vacaciones en el campo, con piscina incluida, que tampoco era para quejarse demasiado. ¡Ya quisieran muchos!
Sin embargo, quedaba ese gusanillo de hacer algo distinto.
El estado de alarma terminó en junio y comenzó la llamada
“nueva normalidad”. Como Aitana tenía antojo de parque acuático, decidimos
pasar una semana en Benicasim, Castellón.
Fue un viaje lleno de buenos momentos, pero hubo una tarde que se nos quedó grabada a fuego. Lo que empezó como una simple curiosidad terminó siendo una experiencia tan inquietante como emocionante.
Cada vez que bajábamos a la playa pasábamos frente a un hotel en el que no se veía actividad alguna. Una de las veces me acerqué a la puerta y vi el cartel: HOTEL CERRADO.
Al principio pensamos que era cosa de la pandemia, pero
pronto caímos en la cuenta de que no: el jardín estaba muy descuidado, en
algunas zonas la vegetación era casi selvática, por lo que aquello no podía llevar
cerrado meses, sino años.
De día, con las barandillas de los balcones brillando al sol, las palmeras recortadas contra el cielo y la vista de flores junto a una piscina cubierta, estaba muy lejos de resultar inquietante. Pero por la noche, sin una sola luz, aquella mole oscura y silenciosa se convertía en algo distinto: un bloque tétrico, sin vida, que invitaba a fantasear:
—¡Y que cruza una sombra!
—¿Qué os tendrían que dar para pasar una noche ahí dentro,
solos?
—Uff, me imagino los pasillos y las puertas como en El
resplandor.
Un día, tras una excursión y comida en la playa, lo comentamos con mi hermana y mi sobrina, que habían venido a visitarnos.
—¿¡En serio!? —exclamó Ana, amante de los lugares
abandonados y de las pelis de terror tanto como yo— ¡No me puede atraer más!
¡Yo no me voy sin verlo!
Y allá que nos fuimos al caer la tarde: Samuel, Aitana, Ana, Marta y yo. Apamen, pese a lo atrevida que es para tantas cosas, se negó en redondo. Los “castillos del terror” siempre la han espantado.
Dábamos por hecho que sólo lo podríamos recorrer por fuera. El hotel estaría cerrado, y bien cerrado, pero nos movía el afán de aventura.
Al llegar, rodeamos el edificio hasta la parte trasera, la única oculta a la vista desde la calle. Aquello sí parecía una jungla: luz verdosa filtrada por la vegetación caótica, cajas de botellas vacías, tumbonas apiladas y cubiertas de hojas secas, un viejo dispensador de helados arrinconado, sillas plegables de jardín… y nubes de mosquitos en las zonas más sombrías.
Todas las ventanas inferiores tenían rejas, pero una cristalera se deslizó sin resistencia cuando probamos a correrla. No vimos gran cosa a través del resquicio, pero esa simple acción nos disparó la adrenalina.
Cerca había una caseta de calderas adosada al edificio. Samuel quiso trepar al tejado para alcanzar uno de los balcones y comprobar si había alguna ventana abierta. Mientras los demás le ayudaban, yo seguí bordeando el edificio hasta llegar al aparcamiento trasero, lógicamente vacío.
Continué caminando pegado a la pared y… de repente ante mis ojos, la sorpresa: una puerta entornada.
Pensé que simplemente daría acceso a cualquier cuarto de mantenimiento, pero al empujarla me encontré en una cocina en penumbra, con mobiliario metálico cubierto de polvo. Me adentré un poco más y llegué a un pasillo con unas escaleras que descendían a lo que debería ser un sótano. Me quedé unos instantes en completa quietud al observar algo: ¡las luces de esas escaleras estaban encendidas!
El corazón me dio un vuelco. Quise salir corriendo de allí, pero también sentía la necesidad de seguir. En las películas de miedo no exageran tanto: la curiosidad es más fuerte que el miedo.
Seguí en dirección contraria al sótano y… ¡aparecí en el
salón principal del hotel! Ahí sí, me di media vuelta y salí disparado.
Samuel seguía encaramado sobre el tejado de la caseta cuando llegué exultante:
—¡Baja de ahí, Samuel!
—¿Qué pasa? ¿Viene alguien? —preguntó Ana.
—¡He encontrado una puerta abierta!
—¿Queeeé? —exclamaron todos.
—¡Se puede entrar! ¡Venid todos!
Me puse en marcha el primero y por detrás los escuchaba murmurar: “No me lo creo” “No está tomando el pelo” “Ya verás…”
Pero en seguida pudieron comprobar que hablaba en serio. Penetramos en silencio, conteniendo las voces que querían gritar de pura emoción.
El acceso al sótano iluminado nos incomodó a todos. Parecía una invitación a descender, pero no nos atrevimos y olvidamos esa luz en cuanto alcanzamos el gran hall de la entrada.
Los muebles, cubiertos con sábanas y telas floreadas, daban al lugar un aire
tan elegante como fantasmagórico. La luz de la tarde se filtraba por las
cortinas, dorando el polvo en suspensión.
Avanzábamos conteniendo las risas, nerviosos ante el eco de nuestros pasos. Nunca habríamos imaginado que aquel deseo de aventura acabaría cumpliéndose.
—¿Hacia dónde vamos?
—Por aquí hay una puerta.
—A ver si luego no vamos a saber salir...
Yo me desvié hacia una oficina con mesa grande, cuadros y ficheros, quizá el despacho del director. Mientras tanto, mi sobrina pulsó el botón del ascensor, y… el sonido del aparato descendiendo nos hizo apretarnos como un racimo.
—¡No me digas que funciona!
El ascensor se detuvo ante nuestros ojos incrédulos. La posibilidad de que al abrirse las puertas apareciera alguien ante nosotros nos tuvo unos instantes con la sangre bajo cero.
Samuel caminaba con un palo de golf que había encontrado, convencido de que serviría como arma si aparecía un zombi.
En un pequeño armario descubrimos decenas de llaves:
“Habitaciones”, “Piscina”, “Caja fuerte…”
—¿¡Caja fuerte!? —repetimos todos al unísono, y la risa sonaba nerviosa.
En otro despacho encontramos un montón de archivadores y carpetas en estanterías.
—“CAJA” —comencé a leer en voz alta las etiquetas— “TURNOS”, “MANTENIMIENTO”, “HALLOWEEN”, “PUBLICIDAD”…
—¿Dónde dice Halloween? —preguntó Aitana.
—¡Guau, qué chulo sería investigar todo esto! —decía Ana.
—¿Dónde has leído Halloween? —insistía Aitana.
—Samuel, ¡no me pongas caras raras! —protestaba Marta.
—¡Quiero saber dónde pone “Halloween”! —otra vez mi hija.
Y cuando volví a pasar la vista por los archivadores… la etiqueta
de “HALLOWEEN” se había esfumado.
—Pues ya no lo encuentro…
Aquello sirvió de chirigota durante varios días después. Está claro que con la adrenalina alta, mi cerebro debió procesar las letras más rápido de lo habitual y se inventó esa palabra.
Y es que yo estuve “cagao” en todo momento. No podía dejar de pensar que no tenía sentido que hubiera electricidad en un hotel cerrado desde hacía años. En cualquier momento esperaba escuchar una voz malhumorada: “¿¡QUIÉN ANDA AHÍ!?” Y yo era el mayor allí. Y el más responsable (en teoría).
Lo sensato habría sido marcharnos, pero no: subimos a la primera planta.
Con la linterna del móvil iluminé un pasillo en penumbra. Ni de broma me hubiera atrevido a hacerlo solo. Para nuestra sorpresa, las habitaciones estaban abiertas y perfectamente equipadas: con sus moquetas, sus camas con colcha, cuadros, televisores…
—¡Y están encendidos! —exclamó Samuel.
—¿Cómo que encendidos?
—Sí, mira la luz roja.
Pulsamos un botón, la luz se tornó verde y en la pantalla apareció una telenovela con voces estridentes. Nos quedamos petrificados. ¿Cómo era posible que un hotel cerrado siguiera funcionando como si nada? ¡Aquello sería el paraíso de los okupas! ¡Si hasta daban ganas de abandonar nuestro hotel y mudarnos allí gratis!
No nos quedamos mucho más. La tensión se volvió insoportable y estábamos convencidos de que debía de haber un vigilante.
—Está a punto de llegar el sheriff de Benicasim —les decía yo— ¡Vamos de cabeza a la cárcel!
Antes de marcharnos aún husmeamos en la cocina, donde encontramos latas industriales de conserva: atún, tomate, verduras… viejas, pero con aspecto de seguir siendo perfectamente comestibles.
Estuvimos días enteros hablando con emoción de lo vivido.
La única explicación lógica era que alguien vigilaba el lugar, aunque no llegamos a cruzarnos con él. Quizá salió un momento, quizá dormía en algún rincón, o simplemente no nos oyó.
Al verano siguiente, mi hermana pasó por la zona y el hotel ya estaba abierto y en pleno funcionamiento.
Hoy pienso que tras aquellas escaleras iluminadas que daban al sótano debía estar trabajando algún técnico que reparaba algo, y al que le habían dejado las llaves para entrar. El hombre no cerró la puerta porque nunca imaginó que se colarían cinco insensatos con ganas de explorar.
El susto que nos podía haber dado él a nosotros (o nosotros
a él) hubiera sido de dimensiones astronómicas. Y hoy me río al imaginarlo.
En cualquier caso, aquella aventura clandestina que todavía recordamos con emoción, fue la guinda perfecta para nuestras vacaciones en Benicasim.
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