
Nunca fui un joven que anhelara emanciparse.
Viviendo tan a gusto en el campo, con padres y hermanos, no tuve esa inquietud por independizarme, por lo que muy buen podría haberme convertido en uno de esos pájaros que, sabiendo volar, hay que echar a escobazos del nido.
Sin embargo un buen día se me presentó una oportunidad de esas que llegan en bandeja y con lazo rojo, y sólo un tonto de campeonato no la hubiera aprovechado.
Había empezado a trabajar en Elche como conserje en un Instituto de Secundaria. El centro como tal aún no existía cuando llegué, lo estaban construyendo a marchas forzadas, así que mientras tanto estuvimos ubicados en una antigua fábrica de calzado, rehabilitada para albergar unas cuantas clases de alumnos. Allí convivimos unos meses como una gran familia.
Cuando por fin se terminó, pasamos a ser los primeros en estrenar aquel enorme y moderno Instituto que, antes de tener un nombre oficial, se conocía como Instituto nº
6, donde estuve trabajando exactamente
6 años (cuando digo que este número me ha perseguido toda la vida... Y ahora que caigo, este dato no lo incluí
AQUÍ)
Junto al mismo arco de entrada al centro, que daba paso a la avenida flanqueada de palmeras que conducía a sus puertas, habían construido la vivienda para el conserje, una bombonera de gruesos ladrillos color vainilla a la que yo me asomaba a curiosear de vez en cuando, pues los albañiles aún estaban dando los últimos retoques.
Y así fue que pensé que, aunque yo no llegara a ser el conserje definitivo de aquel centro, la casa estaba vacía, y me ilusioné ante la idea de poder ocuparla.
Cuando comenté con la directora esta posibilidad, me dijo:
- Ah, por supuesto. Solicítala por escrito y con seguridad que te la concederán.
Y eso hice.
Y así lo hicieron.
Con las llaves en la mano, yo daba saltos de alegría por el interior de la casa, recorriendo el amplio salón, las dos habitaciones, los dos cuartos de baño, la cocina, y, lo que más me gustaba, el jardín con su verja cubierta de buganvilla y una ancha palmera en la esquina.
De repente ya no necesitaba conducir los 34 kms para venir desde Petrel, ni otros tantos para volver, ahora ya podía vivir en la casa a medio minuto de mi puesto de trabajo, y además sin tener que pagar agua, ni luz ni calefacción. ¡El chollo de los chollos, la reoca y tiro porque me toca!
Como solamente la cocina y los aseos estaban completos, hube de traer de casa de mis padres un ligero mueble con cama plegable y un pequeño televisor, y sólo con eso me pasé una buena temporada haciendo vida en una única habitación y sintiéndome el rey del mambo.
Después compré una mesa y sillones de mimbre que iban pasando del salón al jardín, según las horas del día.

Recuerdo que una de las cosas que más me gustaban era que lloviera, que lloviera muy fuerte a la hora de dormir. Y ver caer la lluvia en el jardín o asomarme por las ventanas para ver el reflejo de las farolas en los charcos y el balanceo de los árboles por el viento. Aquello me llenaba de paz.
En realidad nunca fui un emancipado que mereciera tal distinción, pues los fines de semana volvía al nido a que mamá pájaro me lavara la ropa y de paso me diera algún
tupper con restos de sus ricos platos (lo sé, me tenía muy mimado, como supongo que a todos nos miman nuestras madres)
Pero como la semana era larga, no tuve más remedio que meterme en la cocina a pringar en muchas ocasiones.
Sobre la cocina siempre he dicho lo mismo: no me motiva porque no me relaja.
Será debido a que siempre que he cocinado ha sido porque tenía hambre, y el tener hambre no es compatible con seguir un ritual: tener todos los ingredientes a mano, utilizarlos en un orden, esperar tiempos de cocción, aspirar aromas mientras los jugos gástricos bailan danzas folklóricas en el estómago... Es estresante.
Así que en multitud de ocasiones, a falta de madre en mi semana laboral, eché mano de bocatas y de cosas sencillas como hervir pasta, alguna ensalada, filete vuelta y vuelta... salir a comer a un chino...
En momentos de suma inspiración me llegaba a hacer una tortilla de espinacas o de calabacín, que no está nada mal para un anticristo de los fogones como yo. Y también puedo decir que hubo temporadas en las que me esmeraba en tener un menú sano, y hasta compraba fruta (aprovecho para recordaros que
la fruta NO es postre, los postres son otra cosa)
Pero la anécdota que me trae a escribir sobre las incursiones en la cocina de aquella cas

ita de ensueño, fue el recuerdo que tengo de cuando se me ocurrió cocinar... ¡riñones!
Me encanta el hígado. De pequeño lo odiaba y ahora lo detestan mis hijos, pero hoy por hoy, con
un chorro de limón lo encuentro delicioso. También me gusta mucho el corazón asado, así que cuando en el supermercado vi una bandeja de riñones pensé que eran otros órganos comestibles más, y los añadí al carro.
Maldita la hora.
No tengo ni idea de cómo se cocinan los riñones, ni me paré a pensar entonces que primero había que prepararlos. Me limité a echarlos sobre la sartén bien caliente. Así, ¡PLAF!
Si en la casa hubiera tenido detector de humos, se hubieran disparado inmediatamente todas las alarmas, pitando ( y tosiendo) porque de allí salió una explosión de gas tóxico y apestoso que inundó todas las habitaciones. De repente fue como si se hubieran abierto las puertas de un urinario público que no se hubiera fregado en dos semanas. La cocina pasó a ser una sauna con un vaho caliente como de pañales flotando y golpeando las fosas nasales. Aspiré lo que debe ser la esencia de la orina a 40º a la sombra.
Medio aturdido, me apresuré a retirar la sartén del fuego y abrir todas las ventanas, y aún así el penetrante aroma duró mucho mucho tiempo, durante el cual evité que accediera nadie a la casa por si el tufillo me dejaba en mal lugar.
Ni que decir tiene que no he vuelto a cocinar riñones en mi vida, ¡ni a probarlos! Parecen primos hermanos del hígado y el corazón, pero os aseguro que no. Son unos órganos traicioneros que guardan bombas lacrimógenas en su interior.
Que mi experiencia os sirva de aviso.
Otro día contaré cómo atrapé un ratón que quiso ser inquilino de aquella casa y compartir habitación conmigo. Pobrecillo. Aún me pesa en la conciencia.
(Esta entrada la he escrito para que forme parte de la colección de vivencias sobre la emancipación de Madre, por qué me has abandonado, blog de mi amiga La Exorsister al que os invito a participar)