Después del lobo solitario se escucharon dos en coro, y luego más. Yo miraba a todos de soslayo: los ojos como platos, los cuerpos en tensión. Fran dijo que había que avivar el fuego para que no se atrevieran a entrar, pero el personal estaba petrificado. Para más inri, yo no hacía más que dejar caer comentarios venenosos, como que prepararan los machetes por si acaso.
28 de octubre de 2008
EXCURSIÓN A LA CUEVA DEL OLMO
Después del lobo solitario se escucharon dos en coro, y luego más. Yo miraba a todos de soslayo: los ojos como platos, los cuerpos en tensión. Fran dijo que había que avivar el fuego para que no se atrevieran a entrar, pero el personal estaba petrificado. Para más inri, yo no hacía más que dejar caer comentarios venenosos, como que prepararan los machetes por si acaso.
24 de octubre de 2008
DIABLOGRAFÍAS
20 de octubre de 2008
LO MÍO CON ABBA
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Un día del año 1979, mi abuela Paquita me dijo:
- Qué bonita es la canción de "Chiquitita", ¿la conoces?
- No - contesté. Ni siquiera me sonaba.
- Espera que te la voy a poner.
Poco imaginaba yo entonces lo que ABBA significaría para mí a lo largo de mi vida.
Tenía yo entonces 13 años y era un adolescente al que le gustaba mucho el inglés y coleccionar recortes con los que confeccionar revistas a mi gusto (esto de los blogs es un poco como aquello, por eso me gusta tanto)
Al escuchar aquel cassette - "Voulez Vous" - descubrí que no sólo Chiquitita era buena, absolutamente todas las canciones que contenía me calaban hondo. Cuando fui a devolver la cinta, mi abuelo Juan me la regaló. La escuché entonces hasta la saciedad y ya no pude prescindir de vivir con la música de este grupo nunca más.
Poco después me regalaría mi madre el "Grandes éxitos 2" y ya ABBA se convirtió en algo mío: tenían algo especial y distinto, una perfecta forma de pronunciar el inglés y magia en sus canciones, en sus voces, en su imagen...
Empecé a coleccionar toda la información que sobre ellos encontraba.
En un viaje a Zaragoza con mi padre, adquirí los cassettes de "Abba" y "Arrival" y casi me vuelvo loco de gozo por tener ya tantas canciones que cantar y traducir.
En 1982 leí un anuncio de un club de fans de ABBA en un periódico. Empezó mi fructífera correspondencia con un joven gallego (Ramón) que durante casi tres años fue enviándome fotocopias de los boletines que él editaba a mano (muy bien por cierto) en los que siempre encontré noticias, fotos, letras de canciones, direcciones interesantes... y que guardo como un tesoro. Cada carta suya me aportaba una alegría inmensa.
Yo fui uno de aquellos que se pasaban la tarde del sábado, mando distancia en mano, bien atento a programas como Aplauso o 300 millones por si me daban la sorpresa de alguna actuación. Creo que no se me pasó ninguna y permanecen grabadas en las prehistóricas cintas de VHS.
Por aquel entonces escribí a Suecia a "Pop Import", donde se vendía todo lo que un "Abboso" pudiera soñar. Compré discos no editados en España antes incluso de tener dónde escucharlos y no quedó un hueco en las paredes de mi habitación que no luciera un poster de los suecos. (Para entender esto hay que haber vivido el fenómeno fan. Me consta que no todo el mundo ha pasado esa fiebre, esa locura transitoria. No sabéis los que no las hayáis vivido las grandes dosis de felicidad que os habéis perdido)
Como además mantenía correspondencia con una sueca (Carita Nordin), mi colección fue aumentando gracias a su colaboración. Se puede decir que hoy tengo un auténtico museo de este grupo de mis amores.
Casi 30 años después de que mi abuelo me regalara aquella cinta, ABBA hace mucho tiempo que se separaron, pero siempre asocio aquella época: sus canciones, la imagen que proyectaban y mi gran pasión por ellos a lo más parecido a la felicidad.


A mis abuelos: Gracias por aquel regalo.
A ABBA: Gracias por la música.
17 de octubre de 2008
TARDES DEL C.E.A.M.

El pasado mes de septiembre cumplí un año trabajando en el C.E.A.M. de Villena (Centro Especial de Atención a Mayores) y todavía no había escrito apenas nada al respecto.
La verdad es que el año se me ha pasado como un suspiro, cosa que achaco al bienestar en el que me encuentro desde que llegué. Las tardes que aquí paso (mi horario es de 13 a 20) son tan relajadas y gratificantes para mi espíritu que considero que todo viene a ser un premio a la paciencia y a la constancia tras tantos años trabajando en Elche ( trece nada menos ) antes de aterrizar aquí.
Me he molestado en contar las ventanas que lo rodean. Nada menos que 70 y todas muy altas. Imaginad lo luminoso que es.
La mayor actividad se produce por las mañanas, cuando yo no estoy, en las que se llevan a cabo talleres y actividades de todo tipo. A mí me tocan las que en teoría son las horas aburridas, pero que para mí no lo son en absoluto (salvo algunas modorras que me embotan el cerebro unos minutos después de comer) Pero dada mi afición a leer y escribir no me permito estar ocioso en ningún momento.
Y así, soy como el anfitrión de este enorme "castillo" y me encuentro en la misma entrada para dar la bienvenida a entre los 50 y 60 jubilados que asisten cada tarde para jugar al dominó o a las cartas y saludar a otras tantas jubiladas que vienen a jugar al bingo o a peinarse en la peluquería. Poco más que eso.
Como Vicente, sordo como una tapia, que se lee el Marca de cabo a rabo y me felicita cuando gana el Madrid y yo a él cuando lo hace el Barça, o Mateo que debe creer que mis días aquí son un suplicio y cada tarde al entrar exclama “Juanitooo, que ya queda menos para el viernes" o Nieves, cuya afición por la cocina me ha reportado algún que otro dulce casero de sus manos.
No es fácil encontrar a una persona mayor que derroche optimismo, pero las hay. Ahí está Josefina, una viuda que vive sola a sus 84 años y que habla mucho conmigo.
"A mí, Juan - me dice - me gusta rodearme de gente joven. Los jóvenes me contagian la alegría y las ganas de vivir. Cuando estoy con la gente de mi edad, a la que no le duele una cosa le duele la otra y la que no se queja de un pito se queja de una flauta. Yo no quiero gente así a mi lado. A mi también me duele todo, como a todos los viejos, pero no voy a estar dando la monserga todo el día..."
Me gusta especialmente su sentido del humor.
"Todos los años - dice - le pido a los Reyes Magos que me traigan un Bertín Osborne. Pero mira... nunca me lo traen." Yo me río y ella se alegra y lamenta que algunas personas de su generación le reprochen esas salidas, por considerarlas poco apropiadas para una mujer de su edad.
Vive justo enfrente de la entrada principal y suele estar asomado al pequeño balcón de su salón. Cuando me ve me llama “Eh, joven” y hace un gesto con la mano para que me acerque. Entonces se retira unos segundos para volver a asomarse al balcón con un par de caramelos en la mano. Me lanza uno y después el otro y eso parece divertirle mucho.
Pepe nunca ha venido a jugar al dominó o a las cartas pero de vez en cuando baja un momento de su casa y se asoma para preguntarme qué día es.
- ¿Hoy es lunes?
- Sí, hoy es lunes
- ¿Martes?
- No, lunes, lunes
- Vale, gracias - y se marcha con su batín de invierno (que le he visto llevar también este verano), susurrando "lunes, lunes, lunes..."
Unos minutos después se vuelve a asomar
- ¿Me has dicho lunes o martes?
Esta escena se ha repetido idéntica en muchas ocasiones, cambiando si acaso el día de la semana.
Ayer mismo ocurrió algo que quiero dejar aquí reflejado . Ahora me doy cuenta de que es el motivo que me ha empujado a escribir un poco sobre estos hombres y mujeres que viven el otoño de su existencia.
No había ya nadie en la gran sala de juegos donde se encuentra la mesa de información en la que estoy ubicado la mayor parte del tiempo. Hasta mí llegaban, amortiguados por techo y paredes, los sonidos de la música y los pasos de baile de un grupo de mayores (hombres y mujeres) que vienen dos veces por semana para ensayar bailes regionales en el piso superior. Unos tocan la bandurria, otros cantan y otros bailan.
El eco de unos zapatos bajando lentamente la escalera trajo poco después ante mis ojos a uno de los componentes de este grupo al que he saludado muchas veces pero del que desconocía su nombre. Sólo sabía que toca la bandurria.
- Bueno - me dijo - Se acabó.
Interpreté sus palabras como que había dejado de ensayar y se marchaba ya a casa.
- ¿Ya ha terminado por hoy?
- No, he terminado para siempre.
Me quedé callado esperando una explicación para esa contestación que no esperaba. Pero no dijo nada. Vino lentamente hacia mi mesa y se sentó en la silla que tengo delante. Suspiró ruidosamente. Enseguida me percaté de que estaba emocionado.
- Son muchos años - se explicó al fin - He cumplido ochenta y ya no es como antes. Me empezaron a fallar las piernas pero he seguido viniendo. Pero ahora... - y los ojos empezaron a brillarle - ahora me fallan las manos. Ya no puedo tocar.
Me quedé en silencio, acongojado por el dolor que transmitía, sin saber qué decirle.
- Todo esto... - miró a un lado y al otro del salón, como si quisiera llevarse el recuerdo del lugar con él. Iba a decir algo más pero supo que si continuaba hablando se le escaparían las lágrimas. Así que se levantó y me alargó la mano para despedirse.
- Bueno, ya me he despedido de los de arriba. Me despido también de ti.
- ¿Cómo se llama usted?
- Antonio
- Que le vaya muy bien, Antonio - le dije estrechando su mano con mi mayor afecto
- Sí, eso espero -dijo mientras salía - Que me vaya bien.
Era una melodía alegre, pero en esos momentos sonaba triste; muy triste.
13 de octubre de 2008
EL RECIBIMIENTO MÁS RARO DEL MUNDO
Ocurrió en tiempos en los
que mi hermana Ana estudiaba en Castellón y mi hermano Tomás y María José (una
de mis compañeras de trabajo en Elche) estaban “enamoriscados”.
No sabría decir a quién se
le ocurrió la idea. Supongo que debió de ser como cuando dicen que una canción
es popular y uno se pregunta: “Pero a alguien se le debió ocurrir primero,
¿no?”. No, no: popular porque nació del pueblo; todos se pusieron a cantarla a
la vez.
El caso es que “a todos a la
vez” se nos ocurrió algo que hizo las delicias de la pequeña de la casa. Fue
una puesta en escena rápida, improvisada y tan teatral y divertida que, a
veces, la rememoramos todos como una de esas cosas raras y locas que a veces
hacemos los Cabrera.
Ana llegaba en tren en
vísperas de Navidad desde Castellón para pasar las fiestas en casa. Mis padres
tenían que ir a la estación a recogerla. El primer impulso fue ir todos a por
ella con un gorro de Papá Noel en la cabeza, pero no sé cómo ni por qué —como
un parto “popular”— se elaboró un plan en el que cada uno debía adoptar un
papel e interpretarlo por la calle, a medida que nos fuésemos topando con el
coche de mi padre en el que ella subiría.
La emoción ante tal
divertimento fue tan contagiosa que se montó un revuelo mayúsculo con los
preparativos. Todos éramos conscientes de que íbamos a hacer algo excepcional y
que debíamos hacerlo rápido y bien, a pesar de que quedaba muy poco tiempo para
que Ana llegara.
Y así, dicho y hecho,
subimos en el coche de mi padre y en el de Juan Luis —que estaba ese día con
nosotros— y nos fuimos bajando en determinados lugares a lo largo de dos largas
avenidas: la que sube desde la estación al hospital y la que tuerce en dirección
a Petrel. Por supuesto, cada uno iba gestando en su mente qué iba a hacer y
cómo iba a actuar, y para ello, como los personajes ya habían “nacido” en casa,
cada cual había elegido, antes de salir, los objetos que estimó oportunos para
la farándula.
Y la crónica del suceso,
después de escuchar a Ana cómo vivió aquello, la narro gustoso a continuación:
El tren llegó a la estación
y, tras besar contenta a los padres y cargar los bultos en el maletero,
subieron al coche. A los pocos metros, Ana, desde su ventanilla, vio a Juan
Luis. Estaba en una pequeña isleta en medio de la carretera. Junto a él había una
chica que le cogía la mano y le miraba la palma. Ana no reconoció a esa chica
(era Laura, con una falda larga muy colorida, haciendo el papel de una pitonisa
que le leía la mano).
—¡Mirad, ese es Juan Luis!,
¿no?
Creo que mis padres ni
contestaron. Ana se volvió para seguir mirándole un rato, preguntándose qué
haría allí. Le pareció que la escena tenía tintes demasiado íntimos como para
atreverse a comentarle en otra ocasión que lo había visto.
Unos segundos después, un
hombre cruzaba por un paso de cebra leyendo la prensa. Las hojas del periódico
le tapaban la cara. Ese hombre no parecía haberse percatado de que un coche se
aproximaba hacia él.
—¡Papá, el hombre! —avisó
Ana.
Pero al advertir que mi
padre no disminuía la velocidad, gritó alarmada:
—¡Papá, que cruza un hombre!
En ese momento, mi padre
frenó el coche y bajó la ventanilla para increparle:
—¡Mire por dónde va, tarugo!
—¡Papá! —le reprochó
avergonzada Ana por lo bajini— Que va por un paso de cebra...
En ese momento el peatón
bajó lentamente el periódico de su cara para echar una mirada de desdén al
conductor. Era mi hermano Tomás.
—Pero si... —Ana pasó
inmediatamente del susto al asombro—. ¡Si es Tomás!
—¡Que va a ser Tomás! —dijo
mi padre— Es uno que se le parece.
Ana empezó a reír. Ya
barruntaba que era una broma.
Y no hubo lugar a dudas
cuando, antes de llegar a la altura en la que yo me encontraba, escuchó que
alguien cantaba a voces:
—¡Sanchooo, Quijote!
¡Quijoteee, Sanchooo!
Al mirar a la derecha,
vieron los tres a un tipo con cara de tonto que, con un embudo en la cabeza y
dando pasos exagerados, golpeaba una cazuela con un cucharón. Y cantaba, o más
bien vociferaba, el “Sancho-Quijote”.
Ana rompió a reír otra vez.
—Pero ¿a quién se le ha
ocurrido esto?
Algo más arriba, el coche
frenó ante un semáforo en rojo y se acercó una gitana vendiendo kleenex
y compresas con mucho salero:
—Anda, payo, cómprame unos
pañuelicos, que tengo que comprar pan pa’ mis churumbeles.
Ana se reía con ganas
observando cómo Mari Carmen, mi novia, formaba parte del espectáculo, pero mis
padres estaban muy serios, interpretando perfectamente sus papeles.
—No, gracias, lo siento —le
decían.
El que más se afanó a la
hora de caracterizarse fue Fran, que en el siguiente semáforo les salió al paso
como un auténtico quinqui. Se había puesto en los lacrimales una masilla
verdosa y algo como una asquerosa baba batida en las comisuras de los labios.
Una gorra con la visera hacia atrás, un cubo con agua y jabón en una sucia mano
y un cochambroso trapo en la otra.
—¿Le limpio el cristal, eh,
jefe? Me da la voluntad, lo que quiera, unas moneditas, ¿eh, jefe?
Y con nerviosos movimientos
le limpiaba el cristal al coche y todo. Dentro del vehículo, mi padre renegaba
y mi madre se aguantaba la risa como podía, mientras Ana reía a carcajada
limpia.
Y como colofón a esta broma,
ya en la otra avenida, María José era la típica autoestopista de las películas
que, al borde de la carretera, movía el pulgar y mostraba un cartel.
—Mira esa pobre chica
esperando que alguien pare —comentaba mi madre.
El cartel decía: “A
CASTELLÓN”.
—¡Qué bueno! —no dejaba de
repetir Ana, con las manos en la cabeza, pues se había divertido enormemente—
Pero ¡qué bueno!
Pero es que, además, Juan
Luis nos fue recogiendo rápidamente a todos conforme el coche pasaba de largo
para conseguir volver a casa antes de que llegara Ana. Íbamos siete en el
coche, hablando todos a un tiempo, contando cómo lo habíamos hecho. Yo me reía
de mi osadía porque, con el rabillo del ojo, había visto cómo me miraba la
gente cuando hacía el tonto. Parecían pensar: “Pobre retrasado mental, qué mal
está”.
Cuando Ana llegó, todos
salimos a saludarla como si nada hubiera ocurrido, lo cual acentuó aún más la
originalidad de la broma.
—¡Cómo sois! ¡Qué bien os lo
habéis montado! —exclamaba.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
—Con razón papá ha vuelto
tan despacio —reía ella.
—¿De qué nos hablas?
Tiempo después, cuando Ana
le contaba a su novio Iván este suceso con detalle, él le dijo fascinado:
—¡Quiero conocer a tu
familia!

9 de octubre de 2008
ANTE LA CRISIS... RISAS
—Una cosa tan sencilla —me
decía—, y cómo cambia.
Un día me acordé e hice la
prueba. Acto seguido le mandé un mensaje al móvil:
«Tenías razón con lo del
orégano. Al primer mordisco me he transportado a los desfiladeros de Sierra
Morena, entre olivos y bandoleros.»
Su respuesta fue
instantánea:
«No hay duda. Tu orégano es
mejor que el mío.»
No esperaba respuesta tan
ingeniosa y me reí con ganas.
No es la primera vez que
contesta con tanto sentido del humor. De hecho, Juan Luis es el sentido del
humor andante.
***
En otra ocasión le comentaba
que me había enterado de que un Papa de la antigüedad ordenó matar a todos los
gatos.
—¿Qué Papa? —quiso saber.
—No lo recuerdo.
—Debió de ser un Pío —me
dijo muy serio.
Tardé unos segundos en
pillar la gracia, pero qué a gusto me reí después.
***
Mi sobrina Marta, que es
además mi ahijada, es un bombón a sus tres años. Su abuela Rosita estaba
poniendo los platos en la mesa.
—Abuelita —dijo ella—, a mí
no me has ponido macarrones.
Sus padres, para corregirla,
exclamaron a la vez:
—¡Puesto!
Entonces ella repitió,
haciendo caso a la corrección:
—Abuelita, a mí no me has ponido
puesto.
***
En otra ocasión, paseando
con su madre, le dijo:
—Mamá, quiero que me compres
pipas.
—Ay, Marta, es que no he
traído dinero —le respondió mi hermana.
Y, tras meditar unos
segundos, exclamó contenta por aportar una solución tan sencilla:
—¡Pues compra dinero!
***
Mi hijo Samuel me hizo reír
cuando tenía tres años. Fue un día en el que jugaba con una pelota en la cocina.
Él ya había oído hablar del microondas:
—La leche se está calentando
en el microondas.
—Tienes la comida en el
microondas.
Aquel día utilizó la palabra
por primera vez cuando la pelota golpeó el aparato:
—¡Hala! —exclamó—, ¡qué
pelotazo le he dado a tu croondas!
***
Casi todas las tardes mi
mujer lleva a Samuel al parque. Allí se reúnen las madres comiendo pipas
mientras sus hijos juegan alrededor.
—¿Quieres que te hinche un
globo que tengo aquí y así juegas? —le propuso su madre.
Y él, mirando los montones
de cáscaras en el suelo, contestó convencido:
—No, mamá, déjalo, que
seguro que se pincha con las uñas de las pipas.
Dice así:
EL DÍA EN QUE MURIÓ EL ORO
El día en que el Oro murió, sus amigos se reunieron en el velatorio.
LA PLATA: (llorando) Ag, Ag… ¡El pobre! Tan sólo dijo Au, Au… y se nos fue.
EL TITANIO: Estoy hundido.
EL HIERRO: Tened Fe. Ahora brilla en el cielo
EL ALUMINIO: Al… alguien quiere té o café?
EL SILICIO: Yo Sí
EL NIQUEL: Ni té ni café, gracias.
EL SODIO: Yo tampoco quiero Na.
EL OXÍGENO: Abrid las ventanas. Está esto muy cargado.
EL PLOMO: Sí, muy pesado.
EL AZUFRE: Sssssss, bajad la voz!
EL YODO: I los demás lo saben?
EL RADIO: Ya lo he retransmitido a todos
EL HELIO: He venido yo el primero
EL FRANCIO: Yo me enteré en Paris
EL GERMANIO: Y yo en Berlín
EL BROMO: Brrrrrr. ¡Cerrad ya la ventana!
EL IDRÓGENO: Con las prisas me he dejado la H en casa.
EL FLUOR: Y yo el cepillo de dientes
EL BARIO: Ba, eso no es importante
EL MERCURIO: ¿No hace mucho calor aquí?
EL NEON: ¡Encended las luces!
EL OSMIO: ¿Os queréis callar?
Lástima que cuando llegó Don WOLFRAMIO, el notario, para hablar de la herencia, se alteraron todos tanto que la reacción fue espantosa.
¡Menudos elementos!
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6 de octubre de 2008
EL TIO MAÑES
La historia nos la contaba nuestra madre y ella la conocía por su padre, el abuelo Conrado. Hoy la voy a contar aquí.
Dice así:
<<Cierto día, un agricultor le dijo a su hijo:
—Toma el carro y la mula y trae todos los sacos de patatas que recogí ayer en el huerto de La Pedrera.
—Pero padre, ¿subir todos los sacos al carro? No podré hacerlo yo solo.
—Pues claro que podrás. Y si acaso no pudieras, verás como llega el tío Mañes y te ayuda.
—Bueno, pues adiós —dijo el hijo encaminándose hacia el lugar.
—No se te ocurra volver sin los sacos, ¿eh? —le advirtió el padre.
Cuando el joven llegó al huerto se percató al primer intento de que no tenía fuerzas para levantar un solo saco. Lo intentó varias veces con mucho empeño, pero siempre en vano.
Se acordó entonces de lo que su padre le había asegurado, que si no podía hacerlo vendría el tío Mañes a echarle una mano, así que, confiado, se sentó a esperar.
El padre vio llegar al hijo cuando apenas quedaba luz detrás de las montañas. Traía el carro cargado con los sacos de patatas.
—Pero, ¿cómo has tardado tanto?
—Padre —exclamó el hijo malhumorado—, por allí no apareció nadie. Ni el tío Mañes ese ni nadie. Usted me engañó. Nadie me ha ayudado.
—¿No? ¿Cómo que no? ¿Y cómo has vuelto con los sacos?
—Yo no podía levantarlos del suelo, así que me senté a esperar al tío Mañes, pero viendo que el sol caía y no llegaba me puse a pensar. Como vi que el bancal está en pendiente y encima de un ribazo alto, coloqué el carro debajo, pegado al ribazo y los hice rodar uno a uno hasta hacerlos caer dentro.
—¿Ves como sí que tuviste ayuda?
—Pero si ya le digo que allí no fue nadie. ¡Lo conseguí pensando!
—Es que "ese" —y el padre se señalaba la cabeza—, ese es el tío Mañes.>>
Esta historia se ha hecho muy popular en nuestra familia. Algunas veces, cuando surge algún problema que en principio parece de difícil solución, nos sentamos a esperar y tarde o temprano vemos aparecer al tío Mañes que con su ayuda hace que lo que parecía imposible se torne sencillo.
3 de octubre de 2008
EL DIABLO ALZA EL TRIDENTE
Bueno, sí, ya sé que no es un número redondo ni un acontecimiento especialmente importante, pero oye, a mí me hacía ilusión remarcarlo y no os voy a cobrar nada por ello.
Empezaré primero con los blogueros en potencia, con aquellos que aún no os habéis metido al laboratorio para dar vida a vuestra criatura cibernética pero que si algún día lo hacéis tened por seguro que le daré la mano para pasear todos los días como si yo fuera el padrino.
Confío en que os acerquéis un día a contarme algo. Este infierno está muy caliente pero no quema.
A Iván. Al estar casado con mi hermana es yerno de la hermana de mi tío, o lo que es lo mismo, mi “cuñao”. Iván no tiene un blog, él tiene lo que tienen los doctorados en la materia: una página web.(Webos!!) En ella da a conocer cosas que si no fuera porque es imposible yo diría que son magia pura. Ah, y sabe operar blogs a corazón abierto.
A Helena, una gran defensora de su tierra, Badajoz, como debe ser. Helena vuela con alas de melancolía pero con una sonrisa. Aunque a veces se transforma en una vampiresa que se alimenta de palabras amigas y bellos recuerdos. No la conozco pero sé que odia a Los Lunnis y adora a Pocoyó y eso me basta para apreciarla.
A Gusito de Barcelona. Me refugié accidentalmente en su blog en una tarde lluviosa de esas que invitan a meditar. Con un saxofón de fondo, me dio por adentrarme en sus páginas y leí y leí. Pasé una de las tardes más amenas que recuerdo. Hoy veo su barco varado en una playa de septiembre. Gusito, ¿ya no sales a faenar?
A Gustavo Pinela de Madrid. Irrepetible. Tiene una gran tijera con la que recorta rectángulos de España y los pega en su blog. Aquellos que paseando un día veáis un hueco negro en vuestra ciudad, visitad su arte (sus blogs) y allí encontraréis la belleza que se llevó.
Y adivina adivinanza. Se llama Juan y está en Colombia… ¿Juan Valdés, el del café? No. Juan, mi padre. La mismísima reencarnación de Cristóbal Colón que miraba hacia el horizonte en busca de tierras de ensueño. Mi padre, que en su mente tiene todo el Universo, nos envía poesía, reflexiones y recuerdos que forman parte de él y también de los que estamos al otro lado del océano. Tan lejos, tan cerca…
Luego no me digáis que no os avisé con tiempo. El próximo 3 de julio, cuando cumplamos 1 año, os quiero a todos aquí, como mínimo a los mismos. Brindaremos con el diablo por este grande y amistoso PUEblog.
PD. El tema de las calles sigue trayendo cola. Estas son las últimas aportaciones a nuestro álbum. El reto que os propuse se ha conseguido. Bien, bien ¿me obligais a poneros retos más difíciles? Así lo haré.



















