Esta es Paca, la abuela de
mi mujer y bisabuela de mis hijos; una anciana muy peculiar de la que hoy
quiero dejar aquí unas pinceladas.
Si tuviera que definirla con
una sola palabra sería gruñona.
Y la expresión que más la
caracteriza, y con la que yo más la imito, es: «¡Recoño, qué barbaridad!».
—¡Come un poco más, que no
has comido nada!
—No, Paca, me he quedado
bien.
—¡Recoño, qué barbaridad!
—La nena ha salido a la
calle sin chaqueta.
—No pasa nada, Paca, no hace
frío.
—¡Recoño, qué barbaridad!
—¿Cuándo vendréis otra vez?
—Pues el fin de semana que
viene, abuela.
—¡Recoño, qué barbaridad!
Cuando empecé a entrar en la
casa de mi novia, me pareció una mujer muy seria, siempre mirando con el ceño
fruncido y sentada en la misma silla. Con el tiempo descubrí que tiene su
particular sentido del humor, aunque pocos llegan a percibirlo, y son más los
que la cabrean que los que la hacen reír.
Me acuerdo perfectamente de
cómo murmuraba cada vez que Mari Carmen y yo nos besábamos. Se la oía renegar
con un constante runrún del que emergía, de vez en cuando, su famoso «¡Recoño,
qué barbaridad!», y se ponía tan furiosa que movía la silla hacia otro lado
para no tener que mirarnos.
En invierno había muchas
tardes de domingo que mi novia y yo pasábamos sentados en el sofá, tapados con
una manta, viendo la tele. La abuela, presente y callada, miraba de reojo.
Si había algo que me
divertía era decirle a Mari Carmen al oído: «¿Cabreamos un poco a tu abuela?» y
entonces empezábamos a besarnos. Nada escandaloso; solo unos arrumacos bastaban
para empezar a oírla gruñir:
«Míralos,
pocavergüenzaahidelante, vamosque, mira… recoño, andaqué barbaridad», y giraba
la silla, malhumorada.
Cuando llegaba mi suegra le
preguntaba: «Pero ¿qué estás rezando?». Era la mar de divertido.
En mi ordenador tengo una
carpeta que dice PACA, llena de fotografías suyas. Es una mujer a la que
me gusta fotografiar, pues su rostro es fiel reflejo de todos y cada uno de los
años que ha vivido, años que el próximo mes de marzo sumarán noventa.
Trabajadora del campo
durante toda su vida, su piel es un pliego antiguo que muestra una existencia
al aire libre, con sus largas jornadas de sol y los rigores invernales. En ella
se aprecia el sacrificio de una vida dedicada al trabajo. Nunca fue a la escuela,
por lo que ignora el significado de las letras y solo reconoce algunos números.
Sin embargo, Paca es un
torrente de buena salud. Tiene un cabello plateado que crece fuerte y vigoroso,
y con tanta rapidez que necesita cortarlo cada mes (ya me gustaría a mí, ya).
Una dentadura perfecta y completa que le permite seguir mordiendo alimentos
duros; la castaña pilonga —seca y dura como una piedra— sigue siendo algo que
le gusta mascar. Y una vista excelente, que no ha necesitado gafas jamás, le
permite ser guardiana de todo lo que sucede a su alrededor.
—El vecino no está —nos
dice—, porque he visto cómo salía por el camino un coche encarnao como el suyo.
Y han entrado dos mujeres a aquella casa, una con un pañuelo en la cabeza.
—Ya está la abuela
soliviando (fisgoneando) —dice mi suegro.
A Paca solo le falla una
rodilla, desgastada desde hace años, y por eso cada vez anda menos. Aunque
ahora que estamos en el campo, le gusta dar un pequeño paseo por las mañanas
con su garrote, y lo primero que hace, cuando casi no ha amanecido todavía, es
lavar sus bragas en la pila.
Paca es experta en hacer
huevos fritos. Nadie los hace como ella: la yema entera, como un sol brillante
a punto de estallar; la clara, sin quemar, en perfectas ondas nítidas alrededor
de la esfera.
—Samuel, ¿te apetece un
huevo frito?
—Sí, pero que me lo haga la
abuela Paca.
Utiliza unas palabras casi
en desuso para las nuevas generaciones yeclanas (del lenguaje de Yecla ya
hablaré en otra ocasión).
A los cacahuetes los llama
alcahuetas, y a las salamanquesas, paniquesas: «Mira, una paniquesa corriendo
por la pared».
Si algo va a suceder
enseguida, será de contao: «Mi Fina no está, pero viene de contao».
Gritar es vocear y hablar en
voz baja es hablar abonico. Si mata una araña, dice: «Hala, ya la he muerto». Y
algo que me hace mucha gracia: «He abierto las puertas de bar en bar, a ver si
corre el aire».
Cuando empecé a tener
confianza como para bromear con ella, me decía algo que he repetido tanto a mi
familia que todos la imitan ya así. Lo lógico sería que me dijera: «Tú eres un
descarao», pero no; ella siempre dice: «Tú, lo que ereh, ereh muuu… descarao».
Y a veces busca el adjetivo
con el que calificarme y, mientras lo encuentra, alarga esa mu: «Tú, lo que
ereh, ereh muuuu, muuuu… mu listo ereh».
Me encanta. Es única.
Muy de vez en cuando se
marea porque la sangre no le llega bien al cerebro, sobre todo si ha estado
haciendo algo —desmenuzando tortas de gazpacho o pelando tomates, por ejemplo—
en una posición poco favorable. Entonces hay que acostarla hasta que se le pasa.
Y si hay algo que le cabrea
especialmente es que alguien le diga que se ha dormido. Jamás reconocerá
que ha dado una cabezada, aunque la frente le golpee en la mesa.
—Acúestate.
—No, que no tengo sueño.
—¡Pero si te estás durmiendo!
—¿Yo durmiendo? Sí, claro…
¡Recoño, qué barbaridad! Durmiendo, dice…
Cosas que tiene la vida: los
años han pasado y, concluida aquella etapa en la que se indignaba tanto porque
su nieta y yo nos dábamos inocentes besos, otro nieto suyo ha traído a su nueva
novia a casa. Es una cubana alegre y bulliciosa, de las que piensan que la vida
hay que vivirla con intensidad porque mañana igual estamos muertos y no la
hemos disfrutado.
—Ay, abuela, no me mire tan
seria —le dice contoneando las caderas—, que no le he hecho ná.
El otro día la abuela y yo
fuimos testigos de cómo llegaban mi cuñado y su novia. Hay música y movimiento
corporal allá donde van. En un momento dado, la cubana atrapó a su novio con
una pierna, le metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y le
apretó con fuerza el culo mientras se lanzaba a besarlo como si necesitara
extraerle con la lengua algo que tuviera en la garganta.
Miré inmediatamente a la
abuela para apreciar cómo se le transformaba el gesto, y antes de que tuviera
tiempo de rezar me levanté y, al pasar por su lado, le dije:
«¡Recoño, Paca, qué barbaridad!».
La bisabuela Paca y su bisnieto Samuel





















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