El salón de juegos del centro de
mayores ya no se parece al que fue.
Antes, cada tarde, después de
comer, iban llegando los jubilados y se repartían por las mesas en grupos de
cuatro o cinco. Me pedían una baraja o una caja de dominó y se acomodaban para pasar
la tarde con los compañeros, que en muchos casos eran amigos de toda la vida.
El ambiente olía al café recién
sacado de la máquina y se oía el murmullo constante de las voces, el roce de
las fichas deslizándose en la mesa y algún que otro exabrupto con mayor o menor
malicia.
Algunas tardes el salón se llenaba
tanto que los que no cabían en las mesas acercaban otras sillas para observar
cómo jugaban los demás.
Pero entonces llegó la pandemia y
todo se detuvo de golpe. El centro tuvo que cerrar.
Cuando reabrimos algunos meses
después, las cosas eran muy distintas. Las mascarillas, la distancia y las
normas estrictas impedían cualquier sensación de cercanía. Tras meses de rutina interrumpida y con muchas ausencias, el salón se
quedó casi sin vida.
Poco a poco fue llegando la
normalidad, pero no trajo consigo el ambiente de aquellos tiempos. Muchos no
regresaron nunca: unos por precaución, otros porque ya no estaban, y los que se
animaban a venir se encontraban con un lugar que ya no se parecía al que tanto
habían echado de menos.
Durante un tiempo llegaban de forma
muy dispersa. A veces entraba uno, se sentaba y aguardaba un buen rato,
esperando que apareciera alguien. Al no ver movimiento, acababa marchándose.
Unos minutos después llegaba otro y me preguntaba si había pasado alguien por
allí.
Entonces le explicaba que sí, que
fulano había estado un rato esperando, pero que al ver que no llegaba nadie
había decidido irse.
Los animaba a ponerse de acuerdo
entre ellos para fijar un día, pero todo quedaba en un “sí, eso haré”, que no
parecía llevarse a cabo. Rara vez se juntaba una mesa en la que jugar y la
actividad lúdica de las tardes en el CEAM terminó por desaparecer.
Mientras tanto el salón ha seguido
utilizándose para otras actividades, como talleres de gimnasia de manos, de
equilibrio o de memoria, pero la imagen de los usuarios jugando a las cartas ya
pertenece al pasado.
Hoy solo una mesa es ocupada por
media docena de mujeres, último reducto de las antiguas bingueras, que pase lo
que pase —aunque llueva a mares— no faltan a su partida de bingo inventado, con
varias barajas desplegadas sobre la mesa.
Hace un par de días se asomó uno de
aquellos habituales de las tardes. Lo recordaba perfectamente porque tenía un
problema en la garganta y a pesar de que lo habían operado le costaba mucho
emitir sonidos.
Ahora ya no puede hablar en
absoluto, así que sale a la calle con un bolígrafo y un fajo de papeles recortados
para comunicarse cuando le es preciso.
Hacía mucho que no nos veíamos, así
que lo saludé afectuosamente. Se acercó a mi mesa y, en un papel, me escribió
con letras grandes:
TODAVÍA TENGO EL CARNÉ, QUÉ PUEDO
HACER.
Le dije que podía apuntarse a
pintura, o a taichí o a bailes… Él iba negando de forma casi imperceptible con
la cabeza. La verdad es que no lo imaginaba en ninguna de esas actividades. Yo
sabía perfectamente, porque siempre fue uno de los más habituales a las
partidas de cartas, que lo que me estaba preguntando sin palabras era cómo volver
a aquellas tardes de hace años.
Le dije que seguíamos guardando las barajas y los dominós y
que, si encontraba a gente con la que reunirse, el salón estaba a su
disposición.
Se limitó a encogerse de hombros.
ANDO MUY PERDIDO, escribió.
Su mensaje me produjo una mezcla de tristeza e impotencia.
Quise responderle algo que le aliviara, pero no supe qué añadir. Vi que se
disponía a seguir escribiendo y, como estaba de pie, le acerqué una silla para
que se sentara a mi lado, en mi mesa.
TÚ ERES DE VILLENA?, escribió.
—No, de Yecla —le respondí.
En seguida se llevó una mano al pecho y sonrió mientras me
miraba. Volvió a coger un papel y escribió:
MI MADRE ERA DE YECLA.
Después contempló el papel con una expresión cargada de
nostalgia y lo besó suavemente. Me conmovió su gesto.
Desde las mesas del fondo llegaba el trajín de las mujeres
jugando al bingo. Él volvió a escribir:
HAY ALGUNA MUJER VIUDA EN ESE GRUPO?
Me hizo gracia la pregunta.
—Pues sí —respondí bajando un poco la voz—. Creo que todas
son viudas.
Me miró con una mezcla de sorpresa y esperanza, pero
enseguida volvió a encogerse de hombros. Arrugó el papel anterior y tomó otro
del fajo para escribir otro mensaje:
BUSCO UNA MUJER PARA VIVIR EN COMPAÑÍA, PERO… —y de nuevo se
señaló la garganta.
Me dolió imaginarme en su lugar: se veía la buena voluntad e
imaginé las ganas de rehacer su vida, y al mismo tiempo lo difícil que debía de
resultarle cualquier acercamiento.
En un nuevo papel escribió:
ME SIENTO SOLO.
Me volvió a descolocar. Sentí una inmediata necesidad de
serle útil de alguna manera, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Se estaba abriendo conmigo y me dio apuro no recordar su
nombre.
—¿Cómo te llamabas?
PEDRO, escribió.
—Ah, es verdad —le dije—. Yo Juan.
Asintió varias veces. Él sí recordaba mi nombre.
Le pregunté si seguía teniendo contacto con alguno de los que
venían antes a jugar. Me escribió que ahora algunos iban al centro de mayores
de la Plaza del Rollo, pero que aquello no le gustaba.
Le expliqué que tengo entendido que algunos creen que aquí ya
no se puede jugar, cuando no es cierto; que todo fue consecuencia de la
pandemia, pero que la sala sigue abierta, y que, si se cruza con alguien de la
zona, les diga que aquí pueden seguir viniendo con normalidad.
También lo animé a apuntarse a los bailes porque así podría
conocer a más gente y moverse un poco, que siempre viene bien.
Hubo algún silencio breve. Parecía valorar lo que le decía
sin terminar de decidirse. No daba la sensación de estar muy convencido, pero
sí de estar escuchando.
Después escribió una nueva nota y me la pasó:
TE IBA A PREGUNTAR TANTAS COSAS QUE NO SÉ. QUE ME ALEGRO DE
VERTE. TÚ SIEMPRE ME HAS CAÍDO BIEN.
Sentí un enorme afecto hacia él y se lo hice notar
apretándole una mano. Nunca hubiera imaginado que aquel hombre que emitía un
saludo ronco al entrar al CEAM se sentaría un día a mi lado y me contaría estas
cosas mostrando tanta franqueza.
Antes de despedirnos le di un abrazo y le deseé una buena
entrada en el año nuevo.
Cuando se marchó, me quedé mirando la mesa llena de papeles
arrugados y me guardé el último que había escrito.
Me pregunto cuántas oportunidades tendrá este hombre de abrirse, de que alguien lo escuche de verdad.


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